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El dependiente

martes 21 de noviembre de 2017
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Juan Luis Vives
Juan Luis Vives (1492-1540).

En verdad, antes que nada debe conocerse al artífice para saber qué obras hemos de esperar de él, qué cosas sabe realizar o soportar y qué cosas no.
Juan Luis Vives, El alma y la vida.

Se me ocurre, en vista de algunos de los hechos que están sucediendo últimamente en España —intento de secesión de Cataluña, encarcelamiento de algunos consellers implicados en dicho proceso, vodevilesca huida del capitán del navío, griterío y confusión por parte de unos y de otros—, que no hay nada más difícil de hacer que lo propuesto por el bueno de Juan Luis Vives. Ya de entrada, es muy difícil conocer al artífice de nada, y si pensamos, ampliando el pensamiento de Vives, es decir pensando en lo que él no imaginaba con toda seguridad, pero que, tal vez, tenga cabida en sus reflexiones, si pensamos, pues, en el líder político, la dificultad se agranda.

Se me hace muy cuesta arriba pensar en toda una sociedad, aunque sea una sola aldea, moviéndose por una única idea o un único interés.

Habría que estudiar, para saber lo que se puede esperar de él, hasta qué punto un líder político es aquel que dirige a un grupo, o lo lidera. Habría que ver hasta qué punto no es más, posiblemente, que la expresión del pensamiento de un grupo, que él encarna pero que no lidera, pues lo que se haga o deje de hacerse debe ser, seguramente, consensuado por todos los miembros del grupo. O, al menos, por una minoría. Y en un momento determinado o bien el líder puede desertar, o tratar de llevar al grupo por donde éste no quiere caminar. O viceversa. Y tenemos más pactos, o abandonos. Y termina por no saberse quién es el artífice. Sea este o aquel, la meta puede ser la misma, pero no así los métodos. Y éstos son muy importantes.

Habría que estudiar también, y de forma aislada, cada uno de los movimientos que hacen que un líder asuma el papel de un grupo o de toda una sociedad y la dirija. ¿Y esto es una verdad más o menos cuestionable o es una simplificación? ¿Es el líder, por el contrario, alguien con la suficiente habilidad para crear algo, un mito por ejemplo, y con el suficiente carisma para convertirlo en realidad moviendo a la gente? ¿Hay pensamientos comunes, latentes, que un líder despierta como si tuviera una varita mágica? Se me hace muy cuesta arriba pensar en toda una sociedad, aunque sea una sola aldea, moviéndose por una única idea o un único interés. Otra cosa bien distinta es cómo, una vez terminado todo, se narren los hechos y sus causas. Y es aquí, creo, donde está la coherencia y la unión que no es fácil que se dé en la sociedad por muy carismático que sea el líder.

Los mitos de todo tipo, y más los pretendidamente fundacionales, no surgen de la nada ni de un día para otro. Muy por el contrario se van fabricando día a día, lentamente. Se van imponiendo, también, poco a poco. Hasta que llega un momento, una historia repetida una y otra vez adormece el sentido crítico, que se cuenta con ella como se cuenta con el aire y el agua, pero eso no quiere decir que sea una verdad incuestionable.

Reflexionando sobre estos temas, creí dar en una especie de solución al pensar que los mitos fundacionales se habían establecido en un momento muy determinado, cuando pocas personas, o tal vez nadie, podía elevar la voz para oponerse a ellos. Me olvidé, no obstante, del componente irracional del hombre, un componente que ni los más avanzados mecanismos electrónicos han sido capaces de desplazar. Estuve pensando, durante largo tiempo, en la creación del mito de Santiago Apóstol, de Compostela, y de toda la parafernalia e ideología que eso ha supuesto.

Uno de los graves problemas del estudio de la historia es que no cuenta, salvo rarísimas excepciones, con documentos en los que nos hable, sin tapujos y sin miedos, un ciudadano normal y corriente. Bien es cierto que hasta hace muy poco esas personas no sabían leer ni escribir, y que, tal vez, se creyeran a pies juntillas cuanto les decían que se tenían que creer: caso contrario podían tener verdaderos problemas con la autoridad, eclesiástica o civil, que a veces ni se diferenciaban. Tal vez por eso, o porque se fue introduciendo de forma paulatina, o por ambas cosas, no se cuestionó nadie la más que improbable llegada a las costas gallegas del apóstol Santiago, y, además, navegando en un barco de piedra. Y si se lo cuestionó no ha llegado a nosotros la voz crítica. Ahora bien, una cosa es no saber leer ni escribir y otra, muy distinta, ser un necio. Es difícil de creer que ningún labriego sonriera escépticamente al oír semejantes disparates. Pero, como dijo alguien, tú te reirás, pero tu hijo se lo tomará en serio, y tu nieto ni siquiera lo cuestionará. Y más si sobre un mito se levanta una magnífica catedral y se introducen en ella todo tipo de ritos y personajes, serios, perfumados, y con profusión de oro y plata.

Aun así, y al parecer, aquel mito fundacional tardó mucho en unificar, si es que alguna vez lo hizo, a aquellos cristianos que lucharon contra el Islam. Había otros muchos intereses. Tantos que la denominada Reconquista duró más de setecientos años. Ni con Santiago apóstol hubo, ni de lejos, un ideal común para todos aquellos cristianos, quizás no de fe tan robusta como se ha pretendido en ciertos libros y documentos. En muchos casos, supongo, predominarían más el vecindario, la amistad, el mero conocimiento, que una religión o una lengua distinta. Evidentemente, la mejor forma de unificar a unos en contra de otros era prometerles a éstos las riquezas de aquéllos. Es, al parecer, lo que hizo Enrique VIII en Inglaterra para lograr que los nobles abdicaran de su religión: darles las tierras del clero a quienes se hicieran protestantes y permitieran su divorcio de Catalina de Aragón. Luego, eso sí, hay que defender ese paso, y se vuelve uno tan intransigente como era el otro. Dios nos libre de los neófitos venidos de otros ámbitos.

Algo similar, como es sabido, surgió en la guerra de la Independencia. Lucharon todos contra el francés, de acuerdo; pero por unos intereses tan contrapuestos que el siglo XIX español se convirtió en una novela de aventuras. Muy divertida para quien la lee, pero horrible para quien la tuvo que vivir.

Esa pretendida unidad, pues, parece que rara vez, o nunca, se da en la realidad. Jamás han faltado los herejes, los que huían de su pueblo para reiniciar su vida y casarse, pese a estarlo ya, en otro pueblo, cosa que prohibía la Iglesia, ni los disidentes. Por supuesto que siempre se ha actuado en contra de ellos, o bien con la Inquisición o bien con la policía.1 Pero ya no estamos en la Edad Media, ni siquiera en el siglo XIX, y si bien a muchos les gustaría seguir utilizando los viejos métodos, ahora resulta que no está bien visto, y que no es rentable políticamente. Habrá que utilizar otros métodos.

Muy a menudo me he preguntado el porqué de la persistencia entre los catalanes de su pretendida independencia de España. Me corrigió un amigo catalán:

—No digas todos. No todos somos partidarios de esa independencia.

—Mejor que mejor para mis pesquisas: ¿ha sido, pues, un grupo determinado quien se ha impuesto a otro, y nos ha llevado a todos al esperpento que ahora estamos viviendo?

—Se veía venir —me explicó mi amigo—. Pero por intereses de unos y de otros se ha hecho oídos sordos, hasta este momento.

—¿De no haberse hecho oídos sordos se hubiera evitado esto? ¿Tú crees? —pregunté yo.

—Estamos faltos —siguió mi amigo— de políticos que tengan una amplia visión de las cosas. Estos de ahora no ven más allá de las próximas elecciones, de ganarlas y de seguir en el poder, no sé para qué, francamente. Son de una mediocridad que asusta.

—Quizás por aquello de que más cornadas da el hambre.

—Tenemos una clase política nefasta, tanto aquí como allá… Mira, el otro día estuve releyendo El quadern gris, de Josep Pla, autor no muy bien quisto por algunos; pero ese es otro problema. Cuenta Pla una anécdota en su libro que me puso los pelos de punta, y que tal vez sería útil para algún que otro político, si tuvieran amplitud de miras. Y leyeran algo.

A los hombres, y tal vez a las naciones, nos pasan ciertas cosas porque no queremos verlas, creemos que nos benefician en un momento determinado, aun sabiendo que son peligrosas, e ignorando cómo pueden terminar.

 “Dice Pla que cuando estuvo estudiando el bachillerato, lo hizo en un colegio donde sólo les permitían salir los domingos. Entonces los estudiantes se reunían con su familia y pasaban el día juntos. Un domingo no pudo ir a por él ninguno de sus parientes. Pero su padre le envió un amigo. Éste tenía una papelería, y en ella estaba empleado un joven del mismo pueblo que Pla. Este joven, recién salido de los campos, era el gracioso del barrio, el chico bien, el guapito, el popular. Y deseando aumentar sus gracias y encantos, como era de recursos limitados, metió la mano en el cajón… Se enteró el dueño, pero en connivencia con otro amigo, no hizo nada ni dijo nada: querían ambos que la cosa fuera creciendo, que el dependiente se confiara, y cogerlo con las manos en la masa, con una gran cantidad de dinero, para que la Guardia Civil se hiciera cargo de él, y se lo llevara esposado de la tienda. Castigo ejemplar. Contaron la historia delante del joven Pla. Y éste, ni corto ni perezoso, en cuanto llegó al colegio, le escribió a su padre contándole el caso a fin de que hablara con los padres del tonto del dependiente, y le evitara el mal trago: le parecía absurdo que una tontería, que se podía corregir con un cierto castigo, tuviera que terminar en el correccional. El padre de Pla, un hombre inteligente sin duda, no fue directamente a hablar con los padres del interfecto, sino que lo hizo con el juez de paz. Y fue éste quien se encaró con los padres. El hombre no comprendió nada. Pero la mujer cogió una cesta, unos billetes, y se fue a por su hijo. Le dio el dinero al botiguer, preguntándole varias veces si ya estaban en paz, y sin una palabra de más se llevó a su hijo para que trabajara en el campo. Nunca más volvería a ser el personaje popular del barrio. Pero le evitaron la prisión.

—Vale más prevenir que curar.

Me dije entonces que a los hombres, y tal vez a las naciones, nos pasan ciertas cosas porque no queremos verlas, creemos que nos benefician en un momento determinado, aun sabiendo que son peligrosas, e ignorando cómo pueden terminar. Y menos mal, pensé, que a aquel pobre chico no se le ocurrió recurrir a los otros guapos del pueblo, montarle un zipizape al tendero, o rebelarse contra su anciana madre. Todo esto, que no pasó, no hubiera hecho sino agravar el problema. Y no me cabe duda de que el buen muchacho se movía por ideas tan descabelladas como falsas: ni hace falta fumar en pipa ni llevar unos bonitos zapatos, ni un traje a la última para ser feliz. ¿O es que hay alguien que todavía se sigue creyendo que el apóstol Santiago bajó del cielo con un caballo blanco para descabezar moros? ¿Acaso éstos, por atacar donde más duele, no son hijos de Dios? Ojo, pues, con las traducciones tendenciosas: no hay más Dios que Alá es una de ellas. Ne me male intellexeritis. No me interpretéis mal: al fin y al cabo sólo trato de saber en quién puedo confiar, siguiendo las normas de Juan Luis Vives. Ojo avizor y diligencia, como se deduce del maravilloso libro de Pla, según mi amigo. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Los Reyes Católicos, al respecto, fueron unos claros antecedentes de Charles de Gaulle y su famosa frase sobre la imposibilidad de gobernar un país con tantos quesos. Ellos impusieron, o trataron de hacerlo, una lengua, una corona y una religión. En sus reinos había judíos, moros y cristianos. Cada uno con su lengua y su religión. Isabel y Fernando comenzaron la labor de unificación.
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