El fundamento de la justicia es la fidelidad,
es decir la sinceridad de las promesas y de los convenios y su pura observancia.
Cicerón, Sobre los deberes.
Estaba en la pequeña sala de lectura ojeando los periódicos, acabados de llegar, cuando entró doña Paquita, tan arreglada como si se fuera a marchar de viaje.
—Buenos días, madrugador —me dijo—. ¿Ya se está usted poniendo al día?
—Buenos días. Sí, echando un vistazo a las noticias.
—¿Algo nuevo bajo el sol?
—Elecciones en Francia, y locura en Venezuela. Contentos en la dulce Francia, algunos al menos, porque no ha ganado la extrema derecha. Y haciéndose cruces los otros porque el presidente Maduro, según cuentan por aquí, ha sido visto hablando con unas vacas. Mientras, en las calles de Venezuela, siguen los altercados y los crímenes legales de la policía y de los grupos paramilitares. Ya llevan una veintena de muertos. Y la cosa no tiene visos de acabar ahí.
Cuando no hay guerra aquí la hay allá. Es, a otra escala, lo que sucedía con la tan traída pax romana.
—Esto es el cuento de nunca acabar. Parece que jamás vamos a gozar de una paz completa en este mundo.
—Eso desde luego que no. Puede quitárselo de la cabeza.
—Pues sí que me da usted ánimos.
—¿Conoce alguna época en la que todo el mundo haya gozado de paz y tranquilidad?
—No soy tan versada en historia como para hacer tales afirmaciones.
—Yo tampoco. Pero no creo que sea muy difícil contestar a la pregunta. Cuando no hay guerra aquí la hay allá. Es, a otra escala, lo que sucedía con la tan traída pax romana. El imperio nunca estuvo pacificado del todo, ni libre de violencia.
—Bueno, pero en términos generales sí que podemos decir que hubo una relativa paz.
—Sí. Tal vez. Pero háblele de esos términos generales a quien está sufriendo la violencia de unos bandidos, de unos terroristas, de unos soldados desmadrados, o de un gobernador corrupto e insaciable.
—Sí; tiene razón. Es posible que nunca alcancemos una paz total y duradera. Al menos mientras el hombre sea como es. Así que podemos dar gracias a Dios por habernos permitido desarrollar nuestras vidas en una paz total y completa en un rincón del planeta. En una determinada zona de nuestro país, por supuesto.
—No soy creyente, pero tiene razón: hemos tenido mucha suerte. Y la seguimos teniendo. ¿Ha visto usted reportajes sobre Venezuela?
—Sí, he visto algunos. Y siempre me pregunto lo mismo: ¿cómo es capaz una persona o un grupo de personas, o un partido político, de seguir en el poder, erre que erre, cuando la gente lo está pasando tan mal y sus políticas no funcionan?
—Sencillamente porque buscan su propia conveniencia, y todo lo demás les tiene sin cuidado. Pero no crea que son muy diferentes ellos de la gente a la que gobiernan.
—¡Hombre! No diga esas cosas.
—En Estados Unidos el Gran Patán va a dejar sin cobertura médica a millones de ciudadanos. Y la gente lo sigue votando. Aquí en España el partido que nos gobierna se ha dedicado, sistemáticamente, a desmantelar la sanidad y la educación pública, y sigue ganando las elecciones. ¿Qué quiere que le diga?
—Ahí le doy la razón. Parece que todo queda reducido a votar cuando toca, o a manifestarse cuando se lo dicen… Es descorazonador que sigan ganando los mismos, y con las cosas que prometen: cierre de fronteras, ventajas para los ricos, y alguna migaja para los otros. La verdad es que el género humano no tiene muy desarrollado el concepto de solidaridad.
—Nos falta humildad para eso. ¿Sabe? Estos días he estado leyendo un libro de historia en el que, creo que por primera vez, un historiador utiliza la palabra suerte para explicar por qué en una parte del imperio había sucedido una cosa y en la otra algo radicalmente distinto. Una parte del imperio se salvó, cuando tenía tantas bazas, o más, que la otra para perderse, y la que parecía que iba a salvarse, pereció. Cuestión de suerte.
Yo siempre me planteaba qué sentiría una esclava cuando el amo la obligaba a acostarse con él, o cuando una mujer era abandonada…
—¿Cree usted que existe la suerte? Yo siempre he oído decir que la ocasión es para quien la busca, que la pintan calva.
—No le digo que no. Pero también existe el azar, lo imprevisto, la suerte. Por ejemplo, ha sido una suerte para nosotros haber nacido aquí y no en una aldea hispana en el siglo II a.C., ya que podíamos haber terminado como esclavos en cualquier rincón del imperio.
—¡Vaya! —exclamó sonriendo—. Yo creía que era usted un enamorado de Roma.
—Sí, lo soy. Pero en Roma, por ejemplo, no había dentistas ni anestesistas. Prefiero más ser ciudadano de esta época y dejar a Roma como motivo de estudios y pesquisas.
—Yo también, francamente. Pero volviendo a Roma, me gustó mucho lo que me dijo el otro día sobre el incesto y la sexualidad femenina que aparece, según me explicó, en las Cartas de las heroínas, de Ovidio.
—Con los poetas, al menos con algunos, o más concretamente, con Ovidio, tocamos tierra.
—¿A qué se refiere?
—A que yo siempre me planteaba qué sentiría una esclava cuando el amo la obligaba a acostarse con él, o cuando una mujer era abandonada… Creo que se lo he dicho en más de una ocasión: si usted lee los textos clásicos no encontrará ni un taco, no sabrá cómo hablaba un legionario romano, ni qué comía… A lo sumo le dirán, en nota a pie de página, que las sordas se van haciendo sonoras, que las intervocálicas, algunas, desaparecen…
—Ese espacio en nuestro caso lo llena la novela. Sabemos ya en el primer capítulo lo que comía don Quijote, y no le digo nada sobre lo que no comía Lázaro de Tormes. O qué eran los famosos pastelillos de a cuatro en El buscón.
—Sí; pero no solamente me refería a la comida. Hay un fragmento de una de las cartas de las heroínas, de Ovidio, que recuerdo que cuando lo leí, de joven, me impresionó mucho. Tuve la sensación de que de golpe y porrazo todos aquellos personajes tan distantes, tan heroicos y lejanos, se humanizaban.
—Me está intrigando.
—Está en la carta que la poetisa Safo le escribe a su amado que, también, la acaba de abandonar. Cuenta que por las noches sueña con él, que hay un cierto placer nocturno, y que no puede evitar el estar mojada.
—Por lo menos, y es de agradecer, lo dice con elegancia y finura.
—Sí; pero lo dice.
—Podían aprender algunos personajes públicos a utilizar el lenguaje de esa forma, con esa finura.
—Doña Paquita, está usted pidiendo peras al olmo.
—Pues de todas formas es una pena que no lean esas cosas. Algo se les quedaría.
—Sí, sobre todo, y ahora me refiero a los libros de historia, lo deberían leer los partidos de izquierdas. ¿Se da cuenta de lo poco que ha cambiado todo? La fortaleza de unos no está en que tengan mejores proyectos que los otros sino en la desunión de éstos. Y cuanto más desunidos están unos, que han nacido para eso, más se alegran los otros. ¿Proyectos? ¿Para qué?
—¿Y qué más nos da que nos presenten proyectos o que no lo hagan? Al fin y al cabo la experiencia nos dice que no van a cumplir nada de cuanto prometen. Y el que hoy ataca a uno porque hizo algo por donde se le puede hacer daño, mañana lo hará él, si le interesa o le resulta útil. Y ni se ruborizará ni tendrás bascas.
—Sí, es cierto. Los políticos se han convertido en una especie de mal de muelas que nadie, al parecer, puede curar. O que vuelve sistemáticamente.
Quizás habría que volver al clásico concepto de paideia. Pero también en Grecia hubo corruptos.
—Por lo menos, así viven los dentistas. Y no lo hacen nada mal. Ellos, además, tienen sus intereses y lucharán por que perdure ese mal de muelas. Y un determinado sistema sanitario. Ahí entra Trump. De otra forma se termina su modo de vida.
—Estamos atrapados. Quizás la única solución sea la de Dédalo: hacerse unas alas y echar a volar. Parece que vamos a colonizar Marte…
—¿Y servirá de algo? Recuerdo que de joven hice un viaje con mi marido. Y no sé, ya se me mezcla y embarulla todo en la cabeza, si fue en Cáceres o en Badajoz, entramos en una casa árabe del siglo X. En la entrada había una mano abierta sobre el dintel. Pregunté qué significaba aquello. Y me dijeron que era la mano de Fátima, un recordatorio de los cinco preceptos del Islam, y un aviso para los forasteros, para que dejaran sus problemas y descontentos fuera de la casa. Entraban en un espacio que no era el suyo. Y al que debían respetar.
—No estaría mal poner eso en Marte. Aunque no servirá de nada: las cosas no se solucionan con carteles ni advertencias.
—Algo habrá que hacer, sin embargo.
—No, por favor, que la veo venir, no me hable de educación ni de universidades: no sirven para estas cosas. Quizás habría que volver al clásico concepto de paideia. Pero también en Grecia hubo corruptos. Hasta Demóstenes fingió estar afónico cuando le ofrecieron un bolsón de oro.
—En algo tendremos que confiar, ¿no le parece?
—Sí, desde luego. En morirnos antes de ver una guerra.
—Me recuerda usted a Valle-Inclán. Él quería ser difunto.
—Un hombre inteligente: deseaba aquello que se puede lograr, y además sin mucho esfuerzo. Es la característica de nuestra época.
—¿Y dicen algo los periódicos sobre las manifestaciones en pro de la educación concertada?
—Nada.
—¿Y qué opina usted?
—Es un tema muy arduo para mi parva inteligencia.
—¡Ande! —dijo cogiéndome del brazo—. Vamos a desayunar.
—Para ese tipo de órdenes soy el mejor soldado del mundo.
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