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Los puentes de Higueras

viernes 29 de marzo de 2019
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Los puentes de Higueras, por Vicente Adelantado Soriano

Hemos de organizar lo mejor posible lo que depende de nosotros
y servirnos de las demás cosas tal como vienen.
Epícteto, Manual.

Nací en un pueblecito cercano a Higueras. Desde niño oí a mi padre hablar de Higueras con cierta frecuencia. No sé qué relación tenía con dicho pueblo, ni las veces que fue o dejó de ir por allí. En aquellos lejanos años lo debió de hacer a pie, o utilizando el caballo del tío Ángel, y por caminos de herradura. Nunca, ya de mayor, me explicó nada sobre sus idas y venidas, ni tampoco me dijo nada sobre sus intereses en aquel pueblo. Sólo recuerdo que lo nombraba de vez en cuando. Pero jamás me llevó a Higueras; ni yo, un niño entonces, tuve mucho interés por visitarlo. Emigramos cuando todavía no había cumplido los nueve años. Mi padre dejó de hablar de Higueras. Y, con el paso del tiempo, que nada perdona, olvidé mi pueblo natal y los que están a su alrededor.

Un día, un domingo para más señas, mis desconocidos primos me llevaron a comer a Higueras.

No he sido muy dado a volver por los sitios de los que he salido, casi siempre en contra de mi voluntad. Me sacaron a la fuerza de mi lugar de nacimiento, y ya no quise volver por allí. En el fondo temía lo que me sucedió muchos años después: un dolor inmenso, unas enormes ganas de llorar, y el reconocimiento de lo inevitable: había que emigrar porque en el pueblo, por desgracia, no había ningún futuro. Aun así no se me cerraba la herida.

Al cabo de muchos años, sin embargo, requerido por una prima a la que no conocía, volví al pueblo. Había organizado una comida con todos los primos. Me di cuenta entonces, una vez más, de que el tiempo no cura nada. Superpone unos dolores a otros, y hoy actualiza este y mañana el otro. Y un día, un domingo para más señas, mis desconocidos primos me llevaron a comer a Higueras. Conforme nos acercábamos, con el coche, se acrecentaban mis ganas de conocer dicho pueblo. Pero como suele suceder en estos casos, la comida se alargó tanto que resultó imposible, después, salir a caminar por los alrededores. Según me dijeron, tampoco había mucho que ver. No obstante, yo me quedé con el teléfono del bar restaurante, regentado por un pariente de un amigo de la infancia, donde comí más que bien.

Aproveché algunos breves silencios durante la comida para indagar, todos los comensales éramos familiares, qué relación tenían nuestros padres, tíos y abuelos, con Higueras. La gente, en aquellos momentos, estaba más por lo clásico en estas situaciones: bromas, risas, chistes, tonterías varias y nada que pudiera arrojar una mínima sombra de seriedad o responder a mi pregunta. Más tarde, cuando volví a la carga, nadie me supo contestar.

—Irían por allí —me dijeron— porque tenían familia, o a vender o comprar cosas. Vete a saber.

No indagué más. Y, francamente, tras aquella comida, no tuve mucho interés en volver por el pueblo. Cierto es, no obstante, que hablé con varios amigos y les conté las excelencias del restaurante de Higueras tentándolos. Pero o no fui lo suficientemente seductor, o amigos y conocidos han envejecido de tal forma que sólo son capaces de viajar en avión, y a largas distancias. Lo que está al lado de casa no les interesa. Y hablando de distancias, recuerdo que al regreso, tras la comida en Higueras, cronometré lo que tardábamos en volver al pueblo. La carretera está llena de curvas, y es más bien estrecha. Veinte minutos. Eso quiere decir que mi padre para ir a Higueras, en aquella época, debería invertir, entre ida y vuelta, una larga mañana cuando no todo el día.

Viendo que me había quedado un tanto decepcionado con la visita, un primo me explicó que el nombre del pueblo se debe a la enorme cantidad de higos que en algún tiempo se cosechaban allí. Asocié aquello con el gusto que tenía mi padre por esa fruta. Pero me acordé de que en un bancal del abuelo había dos higueras. De una de ellas, de hecho, se cayó intentando alcanzar unos higos. Recordé el susto que me dio al verlo rodar por entre las tiernas ramas del árbol. No le hacía falta, pues, recorrer tan larga distancia para comer lo que le gustaba.

Estaba una noche dormitando frente a la tele cuando me llegó un mensaje al móvil: me esperaban el domingo, a las diez de la mañana, en la puerta de la iglesia de Higueras.

Olvidé el asunto. Pero se acrecentaron mis ganas de volver por mi pueblo natal. Y no sólo me entraron ganas de regresar, sino de hacerlo con la cámara fotográfica a fin de retener todo aquello que, de una forma u otra, había tenido un cierto interés para mí. Nada estaba como yo lo recordaba; pero ni las fotografías, ni las repetidas visitas, lograron borrar del todo mis viejos recuerdos. Y un día le comenté a una chillona prima mía la posibilidad de ir a Higueras caminando. Me miró como si estuviera loco. Dio la casualidad de que estábamos en un bar, y de que le estaba enseñando, en la pantalla de la cámara, algunas fotos acabadas de tomar. A mi prima le encantaron. Y me propuso, a grito pelado, hacer una exposición de las mismas allí en el pueblo. La oyó un chico joven. Y, sin más, con la excusa de que conocía a mi prima, se sentó a nuestra mesa. Dijo pertenecer a una sociedad cultural de Higueras. Dicha sociedad estaba intentando promocionar el pueblo, frenar el éxodo rural. Misión imposible. Habían pensado, los de la sociedad, en hacer una exposición fotográfica. Me invitó a participar en ella. Y me tentó con una visita a los famosos puentes de Higueras.

—Hay gente que dice —me contó sonriendo— que son romanos. Yo creo que, como mucho, son árabes. Pero no lo sé.

—Yo no sé nada de puentes ni de arquitectura —le respondí—. No obstante, sí que me gustaría verlos.

Quedamos en que me avisaría un domingo que fuera él por el pueblo para visitarlos juntos. Mientras, me pidió que pasara a papel algunas de las fotos tomadas, y se las cediera para la exposición.

No le hice caso, desde luego. Por una parte, no iba a lograr frenar el éxodo rural ni con fotografías, ni con puentes romanos o árabes. Y, por otra, han sido ya tantas las promesas de salir, de hacer un viaje, de hacer esto y lo otro y lo de más allá, tantas cosas que han quedado en nada que, últimamente, lo reconozco, cuando alguien traza algún plan conmigo, lo oigo como quien oye llover. Pero esta vez, y debo decir que con gran alegría por mi parte, me equivoqué.

Estaba una noche dormitando frente a la tele cuando me llegó un mensaje al móvil: me esperaban el domingo, a las diez de la mañana, en la puerta de la iglesia de Higueras. Y me pedían, por favor, que les llevara unas cuantas fotografías. No me lo pensé dos veces: metí en una carpeta varias fotos, en color y blanco y negro, y me fui el día señalado con mucho tiempo de antelación.

Me detuve en mi pueblo, e hice unas cuantas fotografías. Cuando llegué a Higueras, unas horas después, me estaban esperando varias personas de la asociación cultural. Muy amables, me invitaron a desayunar, y me llevaron por todo el pueblo. Me enseñaron su local, el museo y varios lugares típicos. Y luego, cómo no, fuimos a ver los traídos puentes, romanos o árabes. Insisto en que no soy un entendido en la materia: no sé distinguir un puente romano de uno medieval. Ahora bien, el primero que me enseñaron, lo vi claro, no era ni una cosa ni la otra. Nos dirigimos hacia otro de los puentes. Y me sucedió lo mismo. Pese a todo, los fotografié los dos. Y al retomar el camino de regreso, una senda empinada y poco frecuentada, fuimos a dar a una casa, que era donde estaba ubicado el antiguo molino. La dueña salió al oírnos llegar.

Se conocían todos, y todos se saludaron efusivamente. Tras los saludos, me presentaron a mí.

—Este señor —dijo el chico que me pidió las fotografías— se llama igual que tú. Y lleva tu mismo apellido.

—Entonces —dijo la mujer cogiéndome la mano y mirándome a los ojos fijamente— tú eres mi hermano.

Sobre una mesa, llena de polvo, junto a una vieja maleta, había un marco con una fotografía muy antigua, casi borrada.

Todos estallaron en risas y carcajadas. Ella no soltó mi mano.

—Tú eres mi hermano —dijo con seriedad.

—Yo —le respondí sonriendo— no sabía nada de que tuviera una hermana. Pero, claro, tampoco sé lo que hacía mi padre por ahí de joven.

—Nunca digas de esta agua no beberé, ni este cura no es mi padre.

—Entonces —le dije yo siguiendo la broma— tengo una parte de herencia en esta casa.

—Ponte a la cola —me respondió sin soltarme la mano.

En eso apareció su marido, me lo presentó, y me tuvo que soltar. Pasados unos minutos nos fuimos todos. Al despedirnos, volvió a sujetarme la mano con fuerza. Y me sonrió. Iban riéndose de las ocurrencias de aquella mujer. Ésta, para evitarnos una parte del camino, rota y hundida, nos hizo pasar por un largo cuarto trastero de su casa, o garaje, que iba a dar al mismo camino, un poco más arriba. Allí dentro, algo llamó mi atención. Sobre una mesa, llena de polvo, junto a una vieja maleta, había un marco con una fotografía muy antigua, casi borrada. Aun así pude distinguir el puente que yo acababa de fotografiar, el caballo del tío Ángel, o uno muy parecido, y un borroso jinete cuyas facciones y pose, más adivinadas que entrevistas, me recordaban otras fotografías que yo tenía por casa. No dije nada.

Agradecí la excursión y la compañía. Nos tomamos una cerveza en el bar, les di todas las fotos que había llevado, y prometí asistir a su inauguración. Regresando a Caudiel, detuve el coche en cuanto la carretera me lo permitió. En medio de un silencio maravilloso, respiré a pleno pulmón, me cambié la camiseta, toda sudada, y noté que todo aquel paisaje, típicamente mediterráneo, se transformaba ante mis ojos: era la segunda vez que lo veía. Y me pareció, pese a ello, el más hermoso de los paisajes.

Vicente Adelantado Soriano
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