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El río

jueves 28 de enero de 2021
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El río, por Vicente Adelantado Soriano
Todas las teorías novedosas siempre se enfrentan con alguien que se aferra a lo viejo como si le fuera la vida en ello.
Cada cual está bien o mal según se sienta él. No es feliz aquel del que lo creemos sino aquel que lo cree de sí mismo.
Michel de Montaigne, Ensayos (Que el gusto que tenemos de los bienes y los males depende en gran parte de la idea que de ellos tenemos).1

No hacía falta volver a repetirlo. Los dos sabíamos que unos días las excursiones serían preciosas, maravillosas, y otros no tanto. Lo importante era que supiéramos sacar provecho de aquello que teníamos ante nuestros ojos, bello o menos bello. No poner nuestras personas, o nuestro humor, al servicio de ningún paraje. Nunca lo hicimos.

Se había cambiado la ruta de aquella semana. Y el día de la excursión. Uno y otro tuvimos diversos problemas para hacerla en el día señalado. Nos adaptamos, pues, al que nos quedaba sin ocupación, y a las pocas horas libres de las que disponíamos. No íbamos a poder comer en ningún restaurante, dadas las obligaciones vespertinas. La caminata, además, debería ser breve. Y por parajes no muy lejanos de casa. Distanciarnos más de la capital lo dejaríamos para momentos más favorables.

—Nos pasará como al del chiste. ¿Lo conoces?

—No sé de qué chiste me hablas.

Bajamos, al cabo de un tiempo, al camino que transcurre paralelo al río. Está bordeado por plantaciones de verdes y altas cañas. Es un camino fresco y agradable. Estrecho y mullido.

—En una ciudad tenían que pintar la mediana de una carretera. Contratan a un señor. Y el encargado le dice que comience a pintar, y que al día siguiente irá a revisar su trabajo. Va al día siguiente, y ve que el señor ha pintado tres kilómetros de mediana.

—Muy bien —le dice—. Esto va muy bien. Siga así.

Vuelve al día siguiente y se encuentra que solamente ha pintado dos kilómetros.

—Vale —le dice—. No es esto lo estipulado, pero siga, siga. Mañana más.

Al día siguiente, sin embargo, el encargado descubre que sólo ha pintado tres metros de raya. Y pone el grito en el cielo.

—¡Oiga! —exclama enfado—. ¡Esto no es lo acordado! ¡No, señor!

—Tenga usted en cuenta —le responde el pintor con toda la calma del mundo— que cada vez me cuesta más llegar de mi casa al punto de trabajo.

Era una objeción a tener en cuenta.

Nos costó dar con el parque fluvial: estaban de obras por el derrumbe de un puente. Gracias a éstas marcaron un desvío rocambolesco. Transcurría por caminos y urbanizaciones horribles, llenas de ladridos de enfurecidos perros. Al final de las mismas nos esperaba lo de siempre: contenedores llenos a rebosar, basuras de todo tipo, botellas de plástico de variado tamaño y pelaje. Y la novedad: mascarillas contra el coronavirus lanzadas por aquí y por allá.

Bajamos, al cabo de un tiempo, al camino que transcurre paralelo al río. Está bordeado por plantaciones de verdes y altas cañas. Es un camino fresco y agradable. Estrecho y mullido. Apenas nos encontramos con caminantes y ciclistas. El silencio permitía oír el rumor del agua fluyendo.

—Desde luego —dijo José Luis—, hay que reconocer que vale la pena salir entre semana. Si pudiéramos quedarnos a comer, seguro que tendríamos todo el restaurante para nosotros solos.

—Ni el parque fluvial ni el restaurante van a desaparecer de la noche a la mañana —le repuse—. Podemos regresar cuando queramos.

—Eso es lo bueno de los lugares: muchos de ellos, salvo por volcanes y terremotos, resisten más que las amistades.

—Los caminos siempre son caminos. Aunque los conviertan en autopistas o autovías. Y las personas, muchas de ellas, se asocian por intereses. Éstos varían con el tiempo. Y ya sabes: muerto el perro, muerta la rabia.

—Sí. Pero es una pena. Por cierto, nuestro caso es un poco excepcional, ¿no? ¿Desde cuándo nos conocemos?

—No lo sé. Creo que desde los quince o dieciséis años. Ahora bien, ten en cuenta que hemos sufrido un largo paréntesis.

—Sí. Lo recuerdo. Como también recuerdo que siempre nos hemos llevado muy bien.

—Creo que la clave está en que ninguno de los dos buscamos al otro para reafirmarnos o sentirnos superiores. Nos respetamos, por otra parte. Y, por qué no decirlo, me caes bien. De verdad —añadí sonriendo.

—Tal vez sea esa la clave —dijo él serio—. Hace años yo estuve metido en un coro musical. No te puedes imaginar la buena amistad que surgió, no entre todo el grupo, pero sí entre unos cuantos… Tras los ensayos nos íbamos por ahí a tomar algo. Más hacia delante, quedábamos para cenar en casa de alguien. Y siempre, alguien se ponía ante el piano, otro cantaba… De verdad, aquello fue una maravilla. Fueron años muy felices.

—Me lo imagino. El canto y la música cohesionó a la vieja Hélade. Es un buen elemento para, entre otras cosas, forjar grandes amistades. Y eso y el amor, es lo mejor de la vida. Sin duda. Y los libros —me dije para mí mismo.

—Pero también forma grandes enemigos. El director del coro, como director, como conocedor de la música, era una maravilla. Pero como persona dejaba bastante que desear.

—Estás planteando una de las cosas que siempre me han intrigado a mí: ¿cómo es posible que el buen arte, la buena música, el buen cine, los buenos libros, no conviertan a sus usuarios en bellísimas personas?

—Quizás porque siempre perdura algo de primitivismo en nosotros: complejos, deseos de dominar a la tribu… no sé. Es complicado. La cuestión es que aquel director desapareció, y los demás continuamos tan ricamente. Siguió siendo una maravilla. Un grupo encantador… Luego, a mí me destinaron a otra población, y tuve que dejarlo. Fue doloroso. De verdad.

Por nuestro lado pasó un perro corriendo. Tras él apareció un chico joven, que lo perseguía, llevando en la mano una inútil correa. Sonreímos.

—Por eso mismo nunca ha entendido que se pongan por encima de la amistad las tonterías de reafirmarse uno. Valiente memez. Vale mucho más, sin duda, un buen amigo, una buena compañía. Sea superior o inferior. Qué más da.

—Sí. Pero ya sabes que hay personas que si no les aceptas que el pulpo es un animal de compañía, no quieren saber nada de nadie.

—De todo tiene que haber en la viña del señor. Si son felices así, adelante, que sigan con su pulpo como animal de compañía. Yo prefiero que me corrijan cuando me equivoco. Aunque no lo suelo hacer, el equivocarme —añadí sonriendo una vez más.

—Errar es de sabios, ¿no?

—Sí. Y ser herrado de bestias y esclavos. Según Quevedo.

—Bestias hay muchos en esta vida. Espera. Bebamos agua.

Le hice caso. Nos descargamos las mochilas, descansamos y nos hidratamos. Comenzaba a hacer calor. Me despojé de mi leve chaqueta. Por nuestro lado pasó un perro corriendo. Tras él apareció un chico joven, que lo perseguía, llevando en la mano una inútil correa. Sonreímos.

—Hace años —contó José Luis caminando de nuevo— llegó a mi pueblo un cura joven, emprendedor, con muchas ganas de hacer cosas. Y nos llamó la atención el hecho de que tuviera un perro. Caso insólito: un cura con perro. La atracción del pueblo. Además era muy curioso: cuando oficiaba la misa, el perro se tumbaba al pie del altar, y no se movía en todo ese tiempo. Ni gruñía ni hacía nada. Como si fuera de mármol. Hasta que llegaba el viejo Ite missa est.

—El perro sería un buen cristiano. Sin duda. Y piadoso a carta cabal.

—Sí. Pero a los fieles nos intrigaba el silencioso animal durante la ceremonia. Y su quietismo. Un día descubrí la causa. Cuando terminaba la misa, el perro salía disparado detrás del párroco hacia la sacristía… Y es que una mañana, en un pueblo en fiestas, el cura, un hombre joven, pronunció una homilía sobre el ecumenismo del cristianismo. Cuando regresó a la sacristía para despojarse de sus ropajes, lo estaba esperando un vecino. “¿Qué desea?”, le preguntó el cura contento con su sermón. “¿Qué deseo?”, respondió aquél al tiempo que le daba un sonoro y fuerte guantazo que lanzó al cura por los suelos. “Cuando quieras —explicó mirándolo con todo el desprecio del mundo— vuelve a hablar del comunismo del cristianismo”.

—¡Dios! —exclamé—. Desde luego: cuánto bestia hay por el mundo.

El río, por Vicente Adelantado Soriano
Atrás quedaba el río, el camino cubierto de cañas, algún pequeño puente de madera y unos paisajes que nos habíamos prometido volver a visitar.

Miramos el reloj en ese momento. Teníamos que regresar. No había tiempo para más. Esa misma tarde yo tenía una reunión importante para mí.

—Si no voy —le expliqué a José Luis— no va a pasar nada. Pero quiero tener voz y voto.

—Me parece muy bien. Además, hemos hecho, entre ida y vuelta, unos diez o doce kilómetros. Y lo más importante: hemos descubierto un paraje al que podemos volver para hacer una larga marcha.

—Sí. El paisaje vale la pena. Lo podemos combinar con las marchas por la vía verde.

—Por supuesto. No tenemos obligaciones. Podemos hacer lo que nos venga en gana. ¿Qué te ha parecido la historia del cura?

—Lamentable. Me ha recordado la paliza que le pegaron a un compañero de instituto por explicar, en clase, cosas que hoy son del dominio público… Hay una vieja película, muy interesante, basada en hechos reales, de un profesor americano al que denunciaron por explicar a sus alumnos la teoría de la evolución de Darwin… Aquello fue un escándalo. Los creacionistas lo persiguieron, lo llevaron a juicio y le amargaron la vida al pobre hombre…2

Ha habido pasajes del camino que han sido una maravilla. Los haya creado Dios o el Diablo.

—Sí. Todas las teorías novedosas siempre se enfrentan con alguien que se aferra a lo viejo como si le fuera la vida en ello. Y hasta son capaces de matar y de asesinar.

—Luis Vives decía que ningún profesor debería tener menos de cincuenta años para ejercer su profesión. No le falta razón por lo que a preparación se refiere. Pero de la forma que está planteado el sistema educativo, éste, como el toreo, es para jóvenes. Cada vez estoy más contento de haber dejado las aulas. No me voy a enfrentar con nadie por decir que la Ilíada la escribió Homero, y además en un dialecto griego.

—Siempre saldrá alguien pretendiendo que le aceptes pulpo como animal de compañía.

—Pero a éstos les pasa como al pintor del que hablabas: cada vez están más lejos de la razón y cada vez son menos efectivos. Al menos con nosotros.

—No creo que nadie diga que la música la creó Dios. Moisés, entre otros, no tocaba ningún instrumento. Ni los reyes magos le llevaron al niño Jesús ningún violín. Una pena. Aunque si hay intereses de por medio…

—Sí. Una pena que no le llevaran algo, un saxo, un tambor… O este paisaje… Con lo fácil que es ser feliz. Ha habido pasajes del camino que han sido una maravilla. Los haya creado Dios o el Diablo. Cada fin de semana recorremos sendas preciosas. Lo pasamos bien caminando y hablando. Sin gastos, sin nada. Y sin pulpos.

—Bueno. La mochila y los complementos me han costado un pico.

—Sí. Se nota. Tienen más solera que algunos vinos añejos.

Y así, y tras beber buenos tragos de agua, llegamos a una torre a partir de la cual, desviándonos del camino, fuimos a dar con el coche. Como siempre fue un verdadero alivio dejarse caer en los cómodos asientos del mismo, y avanzar por calles y más calles sin mover un músculo. Atrás quedaba el río, el camino cubierto de cañas, algún pequeño puente de madera y unos paisajes que nos habíamos prometido volver a visitar.

—Ha sido una mañana preciosa —me dijo José Luis despidiéndonos.

—Como todas. Es nuestra actitud la que hace que esto sea así.

—Indudablemente. Bueno. Nos llamamos a mitad de semana. Vamos, mientras, preparando la siguiente salida.

—De acuerdo. Yo tengo varias propuestas.

—Yo también. Las discutimos. Y hacemos unas detrás de otras.

—Así sea. Que descanses.

—Mismamente.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Michel de Montaigne, Ensayos I, Cátedra Letras Universales. Madrid, 1985; p. 108. Traducción de María Dolores Picazo y Almudena Montojo.
  2. La película en cuestión es Heredarás el viento, film de 1960 dirigido por Stanley Kramer.
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