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Barracas (Vía Verde)

jueves 15 de abril de 2021
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Barracas (Vía Verde), por Vicente Adelantado Soriano
Los primeros pasos me resultaron desalentadores: no hay por allí ni árboles ni vegetación. El camino transcurre entre leves montículos pelados de tierra.
Mas no todos los tiempos son uno.
Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

Procuramos siempre que nuestros recorridos por la Vía Verde, hasta llegar a su origen en Ojos Negros (Teruel), fueran lo más lineales posibles. No poder cumplir con este objetivo tampoco iba a suponer ningún problema. Sabíamos que nos tendríamos que dejar algunos kilómetros sin recorrer. Y que, además, estábamos en manos del azar: el famoso coronavirus no dejaba de alertarnos y de complicarnos la existencia: las comunidades o regiones prohibían el paso de unas o otras. Se encerraban ellas. Cerraban bares y locales de ocio. Se establecía el toque de queda. Y algunas personas, un tanto desaforadas, no sé si movidas por oscuros intereses, o por esa absurda irracionalidad que siempre acompaña al hombre, se manifestaban violentamente en diversas ciudades. Gritaban, destrozaban y quemaban todo cuanto encontraban a su paso. Sin más afán que llevar la contra a unas normas higiénicas y al sentido común. O con la vista fija en otras causas más sencillas de explicar y de entender. Contenedores quemados, mobiliario urbano arrancado de cuajo, y policías y civiles heridos. Lógicamente, hasta ahí nos llega la inteligencia, no faltaban alabanzas por parte de algún partido político a tan nefastos hechos. Todo por el poder. Lamentable.

Sin salirnos de nuestros límites, ni participar en interesadas jaranas, podíamos ir a Barracas. Allá nos fuimos. Y desde allí iniciamos la breve caminata.

Siempre que me hablan de Barracas, o voy por esa amable población, me acuerdo de una pequeña anécdota. Me contaron infinidad de veces, y ya desde bien pequeño, que mi padre estaba muy ansioso por tener un hijo. Cuando éste nació, siendo un niño de pocos días, lo cogió, envuelto en sus pañales, se subió al tren y me llevó a Barracas. Allí tenía familiares, deudos, amigos y parientes. Entre la llegada matutina y la salida del tren vespertino, fui mostrado a unos y a otros. Mi padre no cabía en sí de gozo y de contento.

Inevitable me resultó recordar mis lecturas sobre la peste de Atenas. Aquella que se declaró en el siglo V a.C, con motivo de la guerra del Peloponeso.

En las muchas y repetidas veces que he ido a Barracas jamás he pasado por la estación. Hasta el sábado que nos metimos por la Vía Verde. El amable señor del bar donde desayunamos nos explicó cómo acceder a ella. Sin necesidad de coger el coche: lo podíamos dejar en el aparcamiento donde ya estaba. Cargados, pues, con nuestras ligeras mochilas, comenzamos a caminar. No tardé en divisar la estación, frente a las vías en uso y a la Vía Verde. Y entonces vi a mi padre, en blanco y negro, con su característica boina, llevando a un niño en brazos. Sonreía sin parar. A dos por tres miraba la cara del niño para asegurarse de que éste estaba bien. Ante la visión sentí una enorme tristeza.

No tenía ganas de hablar. Con la excusa de arreglar el leve peso de mi mochila, de ajustarme la correa de los pantalones y los cordones de las botas, dejé que José Luis se alejara de mí. Cuando lo vi a una distancia prudencial, me puse en marcha. Me arrimé a mi derecha a fin de no molestar el paso a posibles ciclistas y caminantes más rápidos que yo. Fue un gesto inútil: en toda la mañana sólo nos tropezamos con cuatro personas.

Los primeros pasos me resultaron desalentadores: no hay por allí ni árboles ni vegetación. El camino transcurre entre leves montículos pelados de tierra. Alguna que otra casa a medio hacer, y abandonada; viejos corrales cerrados con planchas metálicas, matojos de hierbas y desolación. A la derecha, lejos, se podía divisar la autovía de Teruel. Circulaba algún que otro camión, pocos. Apenas se veían coches particulares. Unos y otros parecían cochecitos de juguete.

—Claro —me dije—, está prohibida la movilidad entre las distintas comunidades. La pandemia.

Inevitable me resultó recordar mis lecturas sobre la peste de Atenas. Aquella que se declaró en el siglo V a.C, con motivo de la guerra del Peloponeso. Según lo que cuenta el historiador Tucídides, está claro el origen de aquella peste. No dice cómo finalizó. Parece ser que en un momento determinado la gente dejó de morir. Y todo volvió a la normalidad. La normalidad, por desgracia, fue la continuación de la guerra. Pese a ella ya no hubo más peste en Atenas.

Hacía calor. Me detuve, me quité la mochila y la chaqueta que llevaba. Parecía mentira que estuviéramos en el último día de octubre. La temperatura era similar a la de una mañana del mes de agosto. Tanto era así que decidí también cambiarme la camiseta: me puse una de manga corta. Guardé ambas piezas en la mochila y seguí caminando. José Luis estaba muy lejos de mí.

El paisaje había cambiado. Ahora, a derecha e izquierda, se erigían encinas y sabinas. Los frutos de aquéllas, las famosas bellotas, todavía estaban verdes. El verdor de las encinas, de las sabinas y de los pinos contrastaba con el pálido marrón de las hojas de los olmos. Todavía quedaban muchas hojas secas en las ramas. Iban cayendo conforme algún ligero vientecillo las movía. El suelo, en algunas partes, estaba lleno de hojas caídas. De lejos parecían monedas de plata diseminadas por el camino. El sol cada vez calentaba más y más.

Me dio por reflexionar sobre la peste de Atenas comparándola con el actual coronavirus. Nada que ver una cosa con la otra. Aquélla fue provocada por el hacinamiento de los atenienses dentro de los Muros Largos de Atenas. La ciudad no contaba con servicios para todos cuantos se refugiaron en sus murallas huyendo de la guerra. No había ningún tipo de higiene. La cosa estaba cantada. Pero, ¿y actualmente? Está claro que hay mentes privilegiadas, muy poco de fiar, que achacan esta pandemia al régimen chino, que trata de controlar el mundo. Es una explicación. Pero me parece que un tanto absurda: los chinos ya lo dominan casi todo. La corrupción de unos y de otros ha llevado al país a endeudarse hasta unos límites inimaginables. Y son los chinos quienes han comprado la deuda española. Por eso cuando alguien denunció la existencia de una mafia china en el país, la denuncia nació muerta.

Barracas (Vía Verde), por Vicente Adelantado Soriano
Cuando caminaba bajo la sombra de los árboles, o de las altas paredes rocosas, echaba de menos la chaqueta. Entonces apresuraba el paso.

Recordé un verso de Gustavo Adolfo Bécquer: “mientras haya misterio, habrá poesía”. Algo así. Para mí era un misterio, sin poesía por ninguna parte, el origen del coronavirus.

En Madrid, además, hay todo un enorme polígono industrial que está en manos de los orientales. Desde allí distribuyen productos a toda España. Y en Manises (Valencia) tenemos tres cuartos de lo mismo. Es significativo, además, que todo bar que ha cerrado, por la crisis del coronavirus, ha vuelto a abrir, pero bajo el mando de algún matrimonio o grupo chino. Algunos ceramistas de Manises han tenido que cerrar sus talleres: la gente ya no les compra a ellos las figuritas, regalos de bodas y bautizos. Recurren a las de los chinos: son más baratas. Dicen algunos que se necesitan sueldos dignos para poder ser patriota.

Cuando caminaba bajo la sombra de los árboles, o de las altas paredes rocosas, echaba de menos la chaqueta. Entonces apresuraba el paso. De nuevo bajo el sol, me llegó todo el maravilloso perfume de aquella tierra. Respiré hondo. Y miré a mi alrededor. El camino era una línea recta. Por allí se movía el antiguo tren minero. Ya en aquella época me parecía un trenecito de juguete. Algunas veces, siendo yo un niño, lo había visto pasar por mi pueblo. El maquinista, sonriendo, nos saludaba. Parecía el Tren de la Bruja de la feria de Valencia.

Recordé un verso de Gustavo Adolfo Bécquer: “mientras haya misterio, habrá poesía”. Algo así. Para mí era un misterio, sin poesía por ninguna parte, el origen del coronavirus. Tal vez no lo sea para los científicos. Pero como en los periódicos y en las televisiones no hablan más que los ineptos políticos, o aledaños, no he conseguido dilucidar el origen de esta pandemia. El de la peste de Grecia fue el hacinamiento, la falta de higiene, de agua y alimentos provocados por la guerra. Y el origen de la guerra estuvo en una democracia, la de Pericles, que lo era de puertas adentro. Con sus aliados, Atenas se comportó como cualquier país o nación imperialista: buscaba su propio provecho sin tener en cuenta el detrimento de los otros. La llamada democracia radical. Contra el abuso de los atenienses se sublevaron las ciudades de su propia liga. Esparta apoyó en unos en perjuicio de otros. Y el hombre, dando pruebas de su inteligencia, como siempre, se lanzó a la guerra. Veintitantos años de confrontación bélica. Y miles de muertos, de vidas destruidas.

También desde muy pequeño había oído que por aquellas montañas de Barracas, tan solitarias y acogedoras ahora, hubo maquis. Soldados que no se rindieron. No entregaron las armas tras finalizar la guerra civil del 36. Se refugiaron en las montañas, y lucharon desde ellas. Una y otra vez, en mi infancia, oí que los maquis incendiaron un tren en Sarrión y lo lanzaron hacia Barracas y Caudiel. No lograron nada. Las enfermedades y la Guardia Civil terminaron con todos aquellos guerrilleros. Y los griegos purgaron su imperialismo en Sicilia. Allí, derrotados, murieron infinidad de griegos. Inútilmente. Los vencedores se comportaron con ellos como verdaderos animales: arrojados a profundos pozos de algunas minas los dejaron morir de hambre, peste e inanición. De ahí viene la bella expresión “ahí te pudras”. Y allí se pudrieron. Cuánta vida destrozada. Un sinsentido detrás de otro.

José Luis me estaba esperando en un puente. Salvaba un pequeño barranco. Había un pequeño cartel con una inscripción: “Aragón”.

—No podemos pasar —me dijo cuando llegué a su altura—. Está prohibido pasar de una comunidad a otra.

—En todo el día sólo hemos visto a una persona. No creo que haya nadie en la otra parte para pedirnos la documentación.

—Sí. Lo que quieras. Pero está prohibido.

—Eres tú —le dije con sorna— muy socrático.

—Creí que también lo eras tú.

—No. Yo no lo soy.

Crucé el puente, subí a una pequeña loma, y rodeé, mirándola por todas las partes, una vieja casa en ruinas. Desde allí, además, intenté, labor inútil, dilucidar dónde quedaba Sarrión. Los árboles me impedían la visión. Bajé y volví a cruzar el puente. José Luis se negaba a hacerlo. No valía la pena discutir por semejante tontería. Nos volvimos hacia Barracas sin haber llegado a nuestra meta.

La silla, el buen trato de las personas del establecimiento, una magnífica ensalada y un reconfortante vino, nos animó un tanto.

Me entretuve haciendo labores inútiles. Me puse en marcha cuando ya estaba un tanto alejado de mí.

Seguí pensando en la peste, en la guerra y en las distintas formas de gobierno. Teniendo en cuenta algunas de estas cosas, y otras más que permanecen ahora igual que antes, tuve claro por qué Sócrates, Platón, Jenofonte y algunos otros detestaban la democracia. Lo malo es que no hemos descubierto otra forma mejor de gobierno. Como tampoco otra distinta de nombrar las lenguas que no sea por el territorio donde se hablan o se han generado. Tal vez el impedimento está en que todo lo que tocan las manos humanas lo convierten en pura porquería.

Por la Vía Verde de Barracas no circulaba nadie. Estábamos solos. El silencio era total. Un suave perfume de hojas y tierra me alegraba los espíritus.

—Moverse por aquí —me dije— es placer de dioses.

José Luis caminaba cada vez más despacio. No iba derecho. Se inclinaba hacia su derecha, como si fuera a caerse. Me puse a su lado. No se encontraba bien. Tenía un fuerte dolor de espalda y de riñones. Se fatigaba. Tenía que detenerse cada pocos pasos. Llegamos al área de descanso. Almorzamos. Aparecieron dos jinetes: uno montando un caballo negro, y una joven amazona, con uno blanco. Ambos eran de paso lento y sosegado.

Nosotros éramos mucho más lentos. Nos costó dios y ayuda llegar a Barracas. Varias veces José Luis, rendido, se sentó en el suelo. Incorporarse fue un tormento para él y para quien lo ayudó. De pie, cada vez se inclinaba más y más hacia su diestra. Afortunadamente no se cayó en ningún momento. Llegamos a Barracas, al cabo de un largo tiempo, exhaustos. Rápidamente, armados ya con las mascarillas, nos metimos en el restaurante. La silla, el buen trato de las personas del establecimiento, una magnífica ensalada y un reconfortante vino, nos animó un tanto. Yo volví a acercarme a la estación del tren. Y José Luis prometió que iría al médico. El paso siguiente, en sentido contrario, dado que no podíamos cruzar la raya de Aragón, sería volver a Barracas. Desde allí nos dirigiríamos a Caudiel. Marcha en sentido inverso. Confiamos en que algún familiar nos recogería al final del viaje, y nos devolvería a Barracas, donde aparcaríamos el coche. Eso suponiendo que los dos estuviéramos bien de salud la semana próxima. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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