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A doscientos años del nacimiento de Gustave Flaubert
No eran negros los ojos negros de Madame Bovary

viernes 21 de enero de 2022
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Gustave Flaubert
Flaubert despliega un abanico cromático, una sucesión de capas para describir los ojos de la inquietante Emma Bovary.
“No se es escritor por haber decidido decir ciertas cosas, sino por haber decidido decirlas de cierta manera”.
Jean-Paul Sartre, Qu’est-ce que la littérature?, 1948.

I. Ojos

En El loro de Flaubert, Julian Barnes despliega un breve inventario de las descripciones que hace Flaubert de los ojos de su personaje emblemático: cuatro veces habla del “negro profundo y seductor” y en otras dos ocasiones dice que “eran pardos, aunque parecían negros a causa de las pestañas…” y que eran “negros en la sombra y de un azul oscuro a plena luz”.1

Contrarrestando las lecturas que vieron en ese desliz un error imperdonable en el escritor más minucioso y perfeccionista del realismo francés del siglo XIX, Barnes ofrece al final de su argumentación una curiosa cita del libro Regalos literarios, de Maxime du Camps, en el que se describe a la mujer en la que se basó Flaubert para el personaje de Emma Bovary:

No era guapa, más bien bajita, con el cabello rubio deslucido, era pretenciosa y despreciaba a su marido… y en sus ojos, de color incierto, verdes, grises o azules según la luz, había siempre una expresión suplicante.2

En sus clases de Wellesley, Vladimir Nabokov3 recorrió estos mismos pasajes que describen el color de los ojos de Emma y advirtió en uno de ellos (“tenían algo así como capas sucesivas de colores que, más densas en el fondo, se volvían tenues a medida que se acercaban a la superficie de la córnea”) un ejemplo más del tema de las capas que Flaubert convierte en operatoria constante de su magistral estilo.

 

II. Mirada

El escritor realista que pasaba “días con la cabeza entre las manos buscando un adjetivo”4 despliega un abanico cromático, una sucesión de capas para describir los ojos de la inquietante Emma Bovary. Esto es: su procedimiento toma distancia del objetivismo fotográfico o de la “escritura como espejo” que defendía Stendhal para formular una especie de realismo de aproximación; una mirada que, obsesionada con lo real, comienza a desconfiar de su capacidad afirmativa.

Este distanciamiento, que late y enriquece la poética de Madame Bovary, se convierte en conciencia de las imposibilidades del lenguaje para atrapar lo real y en experimentación sobre el concepto de “obra abierta” y ambigüedad temática (que gobernarán las décadas siguientes) desde su última novela, Bouvard y Pecuchet. Entre la defensa sin fisuras del modelo realista que propugnaba Balzac (“copiar toda la sociedad, abarcándola en la inmensidad de sus agitaciones”) y su desarticulación ideológica por Roland Barthes en El grado cero de la escritura, Flaubert es quien comienza diseñar la “operación bisagra”.5

En la escena de la feria, el contrapunto del diálogo de Emma Bovary y Rodolphe, con las voces de los locutores vuelve a operar una fisura en las formas “realistas” abriéndose a las articulaciones sinfónicas de la novela moderna. Cuando la oscilación de voces acaba, le sucede un juego de narración dual que parece desplegar dos historias: la de la pareja y la ceremonia social burguesa. Dos textos unidos por la tenue vinculación que propone el fondo temático de la narración: algo que a los lectores del siglo XXI nos parece propio de Joyce, Cortázar o Faulkner, pero que Flaubert ensayaba ya en la mitad del XIX.

Julio C. Acerete, comprendiendo el desplazamiento que Flaubert produce en la médula misma del realismo de su siglo, cuando pone en circulación formas y prácticas que luego desarrollará el siglo XX, dice:

La actitud de Flaubert no fue una reacción contra la “nada” sino que constituyó más bien un principio de técnica artística, una nueva manera ideal y una nueva moral del arte. Su esteticismo acabó por convertirse en una fuerza dialéctica que modificó su dirección sobre sí misma.6

 

III. Otras miradas

El paso que lo aleja del realismo clásico o duro puede rastrearse en esos signos que se diseminan en Madame Bovary; signos del deslizamiento, de la aproximación, de la resbaladiza certeza, de la representación interrogada. Pero es en Bouvard y Pecuchet donde deja propagar su carácter y su convicción de escritor moderno. Si seguimos la tesis de Juan José Saer sobre el itinerario de la novela del siglo XIX a la narrativa del siglo XX (“la manera que tiene un novelista para ser actual es no escribir más novelas”) podemos decir que Madame Bovary es todavía una novela, pero con Bouvard y Pecuchet empezamos a hablar de una narración en el sentido saeriano.

Estas conjeturas formaron parte de la mirada de Gerard Genette sobre Flaubert cuando decía que el escritor…

ahogaba las cosas que había que decir: entusiasmos, rencores, amores, odios… pero un día dio forma, como por añadidura, a ese proyecto de no decir nada, ese rechazo de la expresión que inaugura la experiencia moderna.7

 

IV. Otros ojos

En La orgía perpetua,8 Mario Vargas Llosa lleva a cabo una de las lecturas más pormenorizadas del proceso de escritura de Madame Bovary (junto al ya célebre trabajo biográfico de Sartre, El idiota de la familia, de 1971), y en ese texto explica el manejo de los tiempos (cuatro tiempos de narración, dice Vargas Llosa), la variedad de los puntos de vista narrativos (también cuatro modos de contar, dice el escritor peruano) y hasta el uso del monólogo interior y la invención de la narración indirecta. Lo curioso es que analiza todas esas novedades o al menos el uso novedoso de esos recursos como parte del estilo realista de Flaubert, sin advertir, creemos, que en esos gestos reside precisamente el rompimiento con el corsé realista y la articulación de la nueva novela, que luego Bouvard y Pecuchet confirmará en plenitud. ¿Cómo entender de otro modo la continuidad de su obra?

Es a partir de la búsqueda de una respuesta a esa pregunta que parece haber leído el legado de Flaubert el escritor argentino más atento a las renovaciones de la experiencia literaria occidental, Jorge Luis Borges. En “Vindicación de Bouvard y Pecuchet”,9 Borges muestra de qué manera los signos que despliega la última obra de Flaubert son ya parte de la novela nueva, la que desarticula el realismo que tuvo en Madame Bovary su punto culminante. Entre esos signos: el gesto cervantino de la lectura como objeto del deseo y el fracaso final de esa empresa:

dos protagonistas que no se complementan y no se oponen y cuya dualidad no pasa de ser un artificio verbal. Creados o postulados esos fantoches, Flaubert los hace leer una biblioteca para que no se entiendan.10

Borges es un lector privilegiado de estos procesos: conoció como nadie la operación de la vanguardia antirrealista de Macedonio Fernández en la literatura argentina, llevó a cabo la arremetida antimodernista en la poesía argentina, tradujo tempranamente las experiencias novedosas de Faulkner y Kafka y entendió que el siglo XX era el momento para la deconstrucción del realismo.

Desde ese lugar, Borges seguramente leyó que no eran negros los ojos negros de Madame Bovary.

(Este trabajo forma parte del libro La lectura incesante, publicado en Córdoba, Argentina, en 2018).

Sergio G. Colautti

Notas

  1. Barnes, Julian, El loro de Flaubert, Anagrama, Barcelona, 1984.
  2. Du Camp, Maxime, Souvenirs litteraries, Hachette, París, 1882.
  3. Nabokov, Vladimir, Lecciones de literatura, Emecé, Buenos Aires, 1984.
  4. Flaubert, Gustav, Cartas a Louise Colet, Prólogo a Madame Bovary, Bruguera, 1978.
  5. Gramuglio, María Teresa, “El imperio realista”, en Historia crítica de la literatura argentina, tomo 6; Emecé, Buenos Aires, 2002.
  6. Acerete, Julio, De Madame Bovary a Bouvard y Pecuchet, Bruguera, Buenos Aires, 1978.
  7. Genette, Gerard, Figures, París, 1996.
  8. Vargas Llosa, Mario, La orgía perpetua, Alfaguara, Barcelona, 1974.
  9. Borges, Jorge Luis, “Vindicación de Bouvard y Pecuchet” en Discusión, Emecé, Buenos Aires, 1932.
  10. Op. cit. Pp. 188-189.
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