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Sorpresas

jueves 7 de julio de 2022
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Sorpresas, por Vicente Adelantado Soriano
El camino, asfaltado en muchos de sus tramos, discurre paralelo al río. A veces lo cruza. Hay algún puente, en pendiente, pero no ofrece ninguna dificultad.
Envidio la felicidad de aquellos que saben gozar y obtener satisfacción con su trabajo, pues es un medio fácil de darse placer puesto que se saca de uno mismo.1
Michel de Montaigne, De la presunción.

Aquel sábado fue todo improvisado. Fui, pues, de sorpresa en sorpresa entregándome en cuerpo y alma a cuanto aconteció. Nada importante ni del otro mundo. Pero me hizo gozar y reflexionar. Comenzaron las novedades nada más llegar José Luis a mi casa a las ocho de la mañana. Así se lo conté a mi querido vecino ante la reconfortante copa de vino.

—Para mi sorpresa —le dije— no había preparado ninguna ruta. Por regla general, como sabe, siempre me propone dos o tres lugares donde ir a caminar. Este sábado no propuso ni uno. Sentados, pues, en el coche, estuvimos hablando sobre los posibles destinos.

—Yo —le dije nada más iniciar la conversación— soy partidario de movernos por algún lugar próximo a casa. No me apetece pasar dos o tres horas en el coche por mor de alguna ruta más o menos exótica.

—Y dicho y hecho —le dije a mi vecino paladeando el buen vino—. Nos fuimos al parque fluvial del río Turia. Y me ha encantado. No tardamos ni tres cuartos de hora en llegar. Nos pusimos a caminar enseguida. Hacía fresco. Pero aun así salimos ligeros de ropa: fue un acierto. A los pocos minutos el sol comenzó a pegar de lo lindo.

He deducido que cuando se cruce con alguien, y este alguien desvíe la vista, o no conteste a su saludo, es seguro que está usted cerca de alguna capital.

—Yo, menos aventurero, he salido esta mañana a dar una vuelta por el barrio —comentó mi vecino—. Es una delicia moverse por aquí los fines de semana: calles y avenidas están vacías. No hay ni un alma. Bueno, algún dueño con su perro, desde luego. Esos, como las ambulancias y sus sirenas, nunca faltan.

—Tampoco nosotros nos hemos tropezado con mucha gente—puntualicé—. Algunos ciclistas, y varios caminantes. Y es curioso, oiga. Visto lo visto, he deducido que cuando se cruce con alguien, y este alguien desvíe la vista, o no conteste a su saludo, es seguro que está usted cerca de alguna capital o en la capital propiamente dicha.

—Sí, es cierto. Las personas de las pequeñas poblaciones suelen ser más educadas. Aunque de todo hay en la viña del Señor.

—Aquí predomina la mala educación y la falta de respeto. A lo largo del río, muy caudaloso hoy, han colocado unos enormes plásticos negros a fin de erradicar las plantas invasoras. Hacerlo les ha debido costar un trabajo inmenso. Los grandes plásticos ocupan una extensión considerable. Y están fijados al suelo, o dentro del río, con unas enormes grapas de hierro. Pues bien, cada cierta distancia hay unos carteles advirtiendo de la prohibición de pasear por encima de esos plásticos. No hace falta decir que allí, sobre ellos, estaba el típico necio con su perro, y que éste, con una furia propia de titanes, se dedicaba a arrancar las grapas. En vano le ha gritado su dueño… A pocos metros, dos ninfas tomaban el sol tumbadas sobre los plásticos. En diez kilómetros a la redonda no había más espacio ni lugar donde broncearse el ombligo.

—Ya sabe que en esta bendita tierra hay mucha gente de esa de “yo hago lo que me da la gana”. Y como lo hacen así, tiene a los ciclistas pedaleando por las aceras, a los corredores pateando los carriles bicis, a los de los patinetes metiéndose con ellos en misa de doce. Y no hablemos de los perros y sus lindezas. Sin olvidar mascarillas, colillas y botes varios de refrescos.

—Sí, es increíble, desde luego, la falta de respeto y educación de muchos de nuestros congéneres. Pero dejémoslo de lado. Ni ellos van a aprender educación, ni hay suficiente policía para controlarnos a todos y cada uno de nosotros. Por lo demás, el camino ha sido una maravilla. Debido a las últimas lluvias caídas, la naturaleza está exuberante. A ambos lados de la senda brotan flores en grandes cantidades. Azules, blancas amarillas, rojas. Junto con unas lozanas hierbas de un verde brillante. Había pájaros en abundancia. Piando por aquí y por allá con verdadero gozo y contento. Añada a eso el fuerte fluir del río… Se me han ensanchado los ánimos.

—Me alegro por usted. Hoy, pues, no han tenido ni subidas ni bajadas, ni han sufrido por las piedras o lo dificultoso del camino.

—No. El camino, asfaltado en muchos de sus tramos, discurre paralelo al río. A veces lo cruza. Hay algún puente, en pendiente, pero no ofrece ninguna dificultad. Un camino tan llano nos ha permitido hacer muchos kilómetros. Incluso hemos subido a un pequeño montículo para ver las ruinas de una alquería árabe.

—¿Y está bien esa alquería?

No había nadie. Un silencio, una paz y una tranquilidad increíbles. Una inmensa calma. Y más abajo, campos de naranjos.

—No queda nada. Media pared. Ahora bien, vale la pena subir por disfrutar del lugar. Qué bien se estaba allí. No había nadie. Un silencio, una paz y una tranquilidad increíbles. Una inmensa calma. Y más abajo, campos de naranjos. El perfume de la flor de azahar nos ha inundado. Y flores y más flores allá por donde íbamos. Una delicia. Y el canto de los pájaros. Y usted —le pregunté entonces—, ¿qué tal ha pasado el día?

—Con un pequeño ataque de melancolía —dijo tras apurar su copa y llenarlas de nuevo—. Me ha sucedido algo parecido a lo de Proust y la magdalena. He salido a caminar por aquí por el barrio, como ya le he dicho, un poco tarde. Cuando ya llevaba un buen rato caminando, he visto a un perro, perra mejor dicho, corriendo hacia mí desesperadamente. Y más desesperadamente corría su dueño tratando de sujetarla a fin de que no se abalanzara sobre mi persona. Iba gritando como un poseso: “¡Katy, Katy!”. La tal Katy no le ha hecho caso, ha seguido corriendo y me ha rebasado… Yo me he quedado paralizado.

—No me diga que le dan miedo los perros.

—No, no ha sido por eso. No sé por qué, oyendo los gritos de aquel energúmeno, me ha venido a las mientes un paisaje desolado, gris, sin árboles ni plantas, amplio, enorme, con un cielo cubierto, amenazador. Un personaje, envuelto en una enorme capa, se movía por allí desesperado. Y al comenzar a llover, se ha puesto a gritar el nombre de una mujer, “¡Cathy, Cathy!”. Las lágrimas, en sus mejillas, se confundían con el agua de la lluvia. Entonces me he apartado, me he quedado de pie donde a nadie pudiera molestar, como transportado a otros tiempos y lugares. Y he pasado unos largos minutos intentando dilucidar de dónde venían las imágenes de ese amplio y desolado paisaje. Y los gritos del personaje.

—¿Y ha conseguido dar con ello?

—Sí. Como le dije, mi abuelo tenía una buena biblioteca. Era, además, muy aficionado al cine. Una vez, siendo yo un adolescente ávido de lecturas, me pasó una vieja novela. Me encantó. Pero no me pregunte nada, pues nada recuerdo. Solamente recuerdo la profunda melancolía y tristeza que me despertó aquel libro. Pasé días y días enfurruñado, triste, descompuesto, gracias a su absorbente lectura… Poco después mi abuelo me llevó al cine. Vimos una primera adaptación, si no recuerdo mal, de aquel mágico libro. Y mi tristeza aumentó.

—Vaya. Lo siento. A veces los libros nos hieren tanto como la vida misma.

De pie, inmóvil, en un rincón de una calle, me he visto, de niño, sentado ante la mesa, con un flexo iluminando las páginas de un libro.

—Así es. No he tardado en dar con el origen de aquellas imágenes. La mente, ya sabe, y así lo demostró Joyce en Ulisses, es tornadiza, inestable… Pero yo, de pie, inmóvil, en un rincón de una calle, me he visto, de niño, sentado ante la mesa, con un flexo iluminando las páginas de un libro. Y he recordado mis sentimientos de entonces. La tristeza, la desolación, la melancolía… Bueno, se trata de Cumbres borrascosas, la novela de Emily Brontë.

—No la conozco. La verdad.

—Pues ahora no se la puedo dejar. Me han entrado unos enormes deseos de volver a leerla. Y ya está ahí, sobre la mesa. Además, es la edición que me pasó mi abuelo, la que leí siendo un adolescente ávido de lecturas. La guardo como un tesoro.

—Hay libros que nos marcan de por vida.

—En este caso mi tristeza y desamparo se multiplicaron por cien. Sucedió al enterarme de la indiferencia de críticos y lectores hacia la obra cuando se publicó. Más los personajes.

—Los críticos son humanos. Tan limitados como cualquiera…

—Sí, pero lo malo es que muchas veces hablan intentando sentar cátedra. Eso cuando no hay intereses bastardos de por medio o afanes de grandeza.

—Es más fácil derribar un edificio que elevar uno nuevo. Me comprende, ¿verdad?

—Sí. Y yo, ya se lo dije, me guío por mi instinto. Ni leo críticas, ni las necesito a estas alturas de mi vida. Eso sí, esta noche la voy a pasar leyendo.

—No fuerce los ojos. Descanse. Se lo dice quien se ha hecho hoy una ruta de veinte kilómetros, entre ida y vuelta, por la orilla de un río, y está para el arrastre. Pero es un buen consejo. Créame.

—Aguantaré hasta donde pueda. No obstante, tengo grandes deseos de volver a leer Cumbres borrascosas. De esa novela no recuerdo nada sino mi enorme tristeza, mi desazón y el enfado causado por las críticas. Mire si la dichosa perra corriendo hacia mí esta mañana me ha dado faena. Nunca se lo imaginará el dueño de la ágil Katy. ¡Y ponerle ese nombre a una perra! Hace falta tener valor.

—Sorpresas tiene la vida. Brindemos por ella. Y por gozar de libros, ríos y paisajes.

—Brindemos. Sin excesos.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Michel de Montaigne, Ensayos. Volumen II, cap. XVII. Cátedra, Letras Universales. Traducción de Dolores Picazo y Almudena Montojo.
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