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Una espléndida mañana

jueves 18 de agosto de 2022
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Una espléndida mañana, por Vicente Adelantado Soriano
Afrontamos la bajada al puente colgante, puesto a los pies de una larga y barroca escalera de piedra. Han tenido el acierto de poner pasamanos.
Dichoso serás y sabio habrás sido si, cuando la muerte venga, no te quitare sino la vida solamente; que en los necios no sólo quita la vida, sino la confianza necia, el descuido bestial, el amor de las cosas temporales, todo lo cual habrás tú dejado antes, y así aliviarás mucho la postrera hora.
Francisco de Quevedo, La cuna y la sepultura.

A veces me gustaría tener la confianza de Elio Arístides o Artemidoro en los oráculos y en los dioses, y recurrir a ellos, o a Él, en busca de respuestas y soluciones. Evidentemente los tiempos han cambiado. No todos son uno. Inútil es, por lo tanto, buscar aquello dejado atrás largos años ha. Aun así no he cesado de indagar e interrogar. Sin hallar nada. Los libros consultados, leídos y releídos, sobre la interpretación de los sueños, siempre me han parecido novelas policíacas: todo encaja al final, todo tiene un sentido más o menos oculto, y todo encierra un mensaje. Todo en ellos es coherente. Perfecto. Mis sueños y ensoñaciones no lo son.

A menudo he pensado en la incoherencia de mis sueños. Tal vez, me decía, el ser éstos tan deshilvanados se deba a mi parcial visión del probable mensaje de los dioses o del subconsciente. Si supiera leerlos, seguramente todo se haría claro y diáfano como la luz de un día primaveral. Tal como me ha sucedido, en múltiples ocasiones, con cualquier traducción del griego o del latín: las frases no tenían sentido, no se conectaban entre sí. Mi versión era un perfecto galimatías. Un pésimo teatro del absurdo. Ahora bien, caída la traducción en manos del profesor, las oraciones se enlazaban unas con otras de forma lógica y clara. Todo quedaba bien, nítido. Coherente. ¿Podía suceder lo mismo con los sueños? Nunca lo he creído. No veía mucha relación entre sus diversos episodios.

Me desperté sobresaltado: había estado viendo la muerte de Tiberio Graco a manos de su tío y de unos cuantos senadores. He leído el asesinato de este tribuno, no de otra forma se puede llamar su violenta muerte, en varios libros y contada por diversos autores. Todos coinciden en la desmesurada violencia empleada contra él. Y en un último desprecio: arrojar el cadáver a las aguas del Tíber, no concederle un entierro digno. Todo por intentar poner coto a las desmedidas ambiciones del senado romano. Esas ambiciones están en el origen de múltiples guerras, matanzas y asesinatos. Sabido es por todos que la historia la escribe quien vence en el campo de batalla. Sin oposición, magnifican su crimen. En alguna parte, el tío de Tiberio, tras haber asesinado a su sobrino, dice: “Amo tanto a mi patria, a Roma, que la pongo por encima de mi familia”. Para él Roma eran sus posesiones. No estaba dispuesto a admitir, así lo demandaba su sobrino, y como él muchos más, ninguna ley agraria pidiendo una redistribución de la tierra.

Una ambición desmesurada. Capaz de masacrar pueblos enteros y de crear un dolor infinito.

A veces, siempre en sueños, por supuesto, me he visto en aquella vieja aula de bancos corridos. Todos los alumnos estábamos de pie frente al malcarado profesor. Yo, por enésima vez, estaba cantando la primera declinación: rosa, rosa, rosam… Pero el sueño se interrumpía bruscamente; y el rosae del genitivo se transformaba en un alegato: ambitio, exclamaba. Eso es lo que define este imperio y cualquier otro, ambitio. Una ambición desmesurada. Capaz de masacrar pueblos enteros y de crear un dolor infinito. Y cuanto más masacre había, más grande era la gloria del general, y más grandes los honores ofrecidos en Roma. La vida humana siempre ha valido bien poco. O nada.

Viendo el ensangrentado cadáver de Tiberio flotando en el río, recordé la vieja anécdota. Una vecina fue a visitar a Cornelia, la madre de los Gracos, a fin de enseñarle sus joyas, puestas ostentosamente sobre su persona. Le preguntó entonces a la hija de Escipión el Africano cómo, siendo de tan ilustre familia, no llevaba joyas. Cornelia, entonces, llamó a sus hijos y se los presentó a la vecina: esas eran sus joyas. Joyas masacradas por la dura ambición senatorial a la que contribuyó su padre con la brutal toma de Numancia y la destrucción de Cartago. En sueños vi un raro collar, con dos piedras preciosas engastadas en oro, manchado de sangre.

Los sueños, fabricados con un material harto endeble, se deshacen con un sencillo abrir de ojos. Vuelan por los amplios espacios del olvido con la ligereza de las leves hojas de un diente de león arrancado de la tierra. Sólo repitiéndolos una y otra vez, o escribiéndolos, se pueden retener. En el caso de los Gracos no necesitaba recurrir a nada para recordar su conocidísima historia.

Pero aquella noche hubo una novedad. Y esa sí me interesaba conservarla. En mis sueños, no era una vecina quien iba a hablar con Cornelia, la orgullosa madre de los Gracos, sino que era yo mismo quien, vestido con una pequeña túnica, me presentaba delante de mi propia madre. Estábamos en el peristilo de una casa romana. Allí le preguntaba cuándo me iba a considerar ella a mí con el aprecio y el orgullo mostrado por Cornelia con sus hijos. Mi madre abandonaba su labor sobre su regazo, me miraba incrédula, y se esfumaba cuando iba a abrir la boca. El sueño se desvanecía, en tanto yo, asombrado, incrédulo, me preguntaba por el sentido de aquellas imágenes: hacía años de la muerte de mi madre, siglos. ¿A santo de qué se me aparecía ahora en una casa romana? ¿Cabía algo más irracional? Ni Artemidoro, ni Elio Arístides ni Freud pudieron ayudarme a desentrañar el sueño.

Hablamos poco aquella mañana. Me recaté: no le conté nada de lo soñado.

No olvidé la última parte. Quise retenerla. Todavía estaba dándole vueltas en la cabeza cuando me recogió mi amigo con su coche. Hablamos poco aquella mañana. Me recaté: no le conté nada de lo soñado. Tampoco tenía ningún interés. Llegamos pronto al paraje elegido y pronto nos pusimos a caminar. Antes tuvimos la precaución de comernos nuestros respectivos bocadillos. Me llevé una botella de agua en la mochila.

Ya con los primeros pasos me percaté de que no estaba muy en forma. Hubiera preferido estar en casa con la recurrente imagen de mi madre. Atribuí mi desgana a unos miembros perezosos y medio dormidos. Seguí caminando a fin de despertarlos. Además, el paisaje era precioso: al otro lado de la senda se elevaba una alta y larga pared corriendo paralela al río. Íbamos por la ruta denominada de los Puentes. En Chelva. El camino no es muy exigente. Aun así hicimos un par de descansos. Luego afrontamos la bajada al puente colgante, puesto a los pies de una larga y barroca escalera de piedra. Han tenido el acierto de poner pasamanos.

Desde el puente se puede contemplar un largo recorrido del río. Va encajonado entre altas montañas llenas a rebosar de pinos. El agua estaba clara, limpia. Y la senda transcurría en paralelo a él, unas veces llena de sombra y otras sufriendo un duro sol. Mis miembros no volvieron a resentirse de nada. Pudimos seguir caminando sin ningún problema. Sin intercambiar ni una palabra. Sólo al final hablamos de la posibilidad de llegar a la presa del río, o de volvernos. Opté por el regreso. Y pregunté si había otro camino. En aquel momento, ya de vuelta, me aterrorizó la idea de regresar por la misma senda, de subir aquellas endiabladas escaleras. No había otra ruta.

Nos separamos. Comenzaron a entrarme unas acuciantes ganas de llegar al coche. Apenas si me fijé ya en el precioso paisaje. Crucé el río y el puente sin prestar atención al agua, a los pinos y a los árboles reflejados en ella. Subí el puente notando que las piernas me fallaban. Me cogí de los pasamanos con todas mis fuerzas. Y jamás solté una mano sin haber cogido la cuerda con la otra. Llegué exhausto al final de la escalera. Y seguí ascendiendo por la senda. El sol me castigaba. Me quedé sin agua. Un corte en el camino, salvado mediante un leve salto, fue un verdadero problema para mí. Cogiéndome de los matorrales, hiriéndome las manos, lo bajé de mala manera. Poco más allá debía salvar otro obstáculo, pero ahora de subida, no de bajada. Me caí. Al intentar subir a la roca, las piernas se me fueron hacia atrás, como si me hubiera equivocado de marcha, y me caí. Me hice varios cortes y heridas. Me escocían.

Me auxilió un senderista. Me ayudó a incorporarme. Apoyado contra una pared, no me atreví a sentarme por miedo a no poder levantarme, descansé. Al verme otros senderistas, tuve que responder a la edad que tengo, etc. Me puse en marcha tras ellos. No me esperaron ni tenían por qué hacerlo. Llegué a la última escalera. Allí, ante la ingente tarea que me esperaba, tuve pensamientos suicidas: dejarme caer hacia el río y acabar con el cansancio. No me pareció una buena idea. Bajo mis pies corría el río, a una distancia considerable. Pero el posible trayecto de mi cuerpo hasta él estaba plagado de árboles, matorrales, rocas y piedras. Era muy posible que no me matara. Y salir de allí…

Me alejé todo cuando pude del precipicio y comencé a subir las escaleras. Lo conseguí. Conseguí llegar al final pese a la completa debilidad de mis temblorosas piernas. Pero cuando estaba a veinte metros del coche, una leve elevación del terreno me arrojó por los suelos. La mochila se llevó la peor parte del golpe. Y mi cabeza. Abrí los ojos inconscientemente. El cielo estaba claro, nítido. De un azul precioso. Oí voces a mi alrededor. Una pareja joven vino a auxiliarme. Ella me roció la cara con agua fresca. Y la nuca y los brazos. Él me ofrecía un plátano. Yo estaba pensando que allí finaban mis días. No me importó. Iba a ser un alivio. Ya lo había hecho todo en esta vida. Estaba acabada y lista. Y entonces, otra vez la misma imagen: yo, con túnica, frente a mi madre sentada en el peristilo de aquella casa que nunca tuvimos. Habló ella: “Siempre has sido muy cabezón, ¿no sabías que no estabas bien?”.

Quería morir allí, al aire libre, o en mi casa, rodeado de mis libros.

Estuve convencido, en aquellos momentos, de haber llegado al final de mi vida. Me dolía el pecho. No tenía ganas de incorporarme. Dormir. Dormir. Descansar eternamente.

Se plantearon llamar a una ambulancia o llevarme a un hospital. Me negué por señas: quería morir allí, al aire libre, o en mi casa, rodeado de mis libros. Intenté sonreír a la buena chica que seguía refrescándome brazos y cabeza. No pude hacerlo. Un fuerte dolor de pecho y unas insoportables ganas de vomitar se apoderaron de mí. Me llevaron al coche como pudieron. No pude darles las gracias ni a la chica ni al chico. Una vez en el coche, tras vomitar, me dormí profundamente.

Viendo a mi madre en el papel de Calpurnia, me desperté para percatarme de que, seguramente, en una de las caídas, había perdido las llaves de casa. Casi se me paraliza el corazón. “¿Te das cuenta?”, me dijo. “Nunca me has hecho caso en nada de cuanto te he dicho. Hoy no estabas para salir”.

No daba crédito a aquellas imágenes. ¿Cuántos años hacía que había muerto mi madre? ¿Cuarenta, cincuenta? No lo supe entonces… El móvil no lo había perdido. Llamé a mi hijo para contarle, con enorme esfuerzos, pues casi ni podía hablar, la pérdida de las llaves. Me estaba esperando en la puerta de casa cuando llegamos. Me curó las heridas, me metí en la cama y dormí larga y profundamente. Sin sueños. Me desperté muchas horas después. Y mi primera acción fue llamar a mi amigo e inquirir si tenía el teléfono de la pareja que me había auxiliado para llamarles y darles las gracias. No. No lo tenía. Se me quedó tan mal sabor de boca por no poder agradecerles su ayuda, que me volví a la cama. Y entonces comencé a pensar cómo una persona puede ser tan animal como para matar a otra por mor de unos campos y una casa. En nombre de una pretendida patria. La única joya que tenemos es la vida, y la simpatía de unos hacia otros. El resto no vale nada. Ni tampoco vale la pena aferrarse a la vida desesperadamente. Gratias plurimas vobis ago. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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