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Heródoto

jueves 1 de diciembre de 2022
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Heródoto, por Vicente Adelantado Soriano
En los momentos de cansancio, daba en imaginar que llegaba al Hades, donde no hace ni frío ni calor, y donde todo el mundo es igual. Tras unas horas de desesperante búsqueda entre esqueletos, daba con Heródoto. Heródoto (1806), por Jean-Guillaume Moitte • Palacio del Louvre • Fotografía: Marie-Lan Nguyen / Wikimedia Commons
Todo saber humano descansa sobre engañosas apariencias y los acontecimientos se ordenan, cuando menos lo esperamos, a beneficio de fines superiores cuya regulación no siempre se alcanza a entender.
Segundo Serrano Poncela, El hombre de la cruz verde.

Muy a menudo he pensado, y sigo haciéndolo, que las cosas suceden porque sí, sin más lógica ni explicación que el transcurrir de los días y de las vidas. Emulando a Demócrito sostengo que nos movemos en un espacio finito, chocando unos contra otros sin más lógica ni finalidad que el mero hecho de vivir y de morir. Y así se forma una vida humana, con encuentros, rechazos, decisiones, fracasos, amores, odios y cuanta pequeñez o grandeza la constituye. Y, desde luego, nacer aquí o allá es un destino: un pino de barranco, por muy robusto que sea, jamás alcanzará las alturas de un pino de alta montaña. Sí, todo es relativo en esta vida.

Aquel verano tan caluroso, por unas cosas y otras, apenas salí de casa. Todavía de noche iba al mercado próximo y me abastecía de cuanto necesitaba y un poco más: quería evitarme, a toda costa, nuevas y agotadoras salidas. Lo hice bastante bien. El problema, no obstante, eran los libros: la librería está un tanto alejada de mi casa. No me apetecía, ni me apetece, subir a ningún autobús, es una manía de la que no pienso curarme; e ir a pie, como es habitual en mí, me daba una pereza terrible.

Un par de veces, con un escepticismo total, hice caso a las recomendaciones de algunos periódicos: intenté ver en la televisión algunas de las series y películas recomendadas por ellos. La inmensa mayoría eran burdas imitaciones de películas anteriores, o la más absoluta negación del sentido común. Me exasperaban y aburrían. Entonces di en ver deportes: tenis, ciclismo, fútbol. Pero me falta paciencia: nunca he visto un partido entero. Apagaba la televisión, y me volvía a mi habitación tan desastrada como llena de libros.

Hacía unos días, allí mismo, con la ventana abierta de par en par, había terminado de traducir Epístola a los hebreos, de san Lucas. Como soy una persona muy insegura, cada frase traducida la contrastaba con la Biblia, en castellano, y con la Vulgata, en latín. La traducción de esta última me parece mucho más acertada que la otra. Sí, mantienen el mismo significado, pero, sin ninguna necesidad, cambian las funciones de las palabras. Me irritan esos absurdos cambios. Y, en el fondo, no vienen a decir lo mismo. No. Me llenó de asombro, por ejemplo, la siguiente oración: ‘η φιλαδελφα μεντω. Evidentemente, el verbo, μεντω, está en imperativo, tercera persona del singular, siendo ‘η φιλαδελφα el sujeto de la oración. Yo lo traduje como “el amor fraternal permanezca (entre vosotros)”. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando la traducción de la Biblia es: “permaneced en el amor fraterno”. No entendí tales cambios. Y, como siempre, recurrí a la Vulgata: Charitas fraternitatis maneat in vobis. El amor fraterno permanezca entre vosotros”. Eso sí.

Con el paso de los años me he hecho muy paciente: leo todas las notas a pie de página.

El calor y esta pequeña traducción, amén de otras cosas, me llevaron a volver a leer la Historia, de Heródoto. Tengo una edición con una buena introducción, y profusamente anotada. Con el paso de los años me he hecho muy paciente: leo todas las notas a pie de página. Me van bien para comprender el texto, a veces; y, siempre, para darme un toque de humildad: jamás alcanzaré tantos y tan variados conocimientos como poseen estos buenos traductores.

Con Heródoto comienza la Historia. Muchos dudan de la veracidad de sus asertos. No estoy cualificado para decir si es así o no. Y, la verdad, poco me importa. Me encantan, eso sí, las anécdotas que cuenta. Por ejemplo, la improbable charla de Solón con Creso, el rey de Libia, quien, tontamente, se empeña en ser el hombre más feliz del mundo. Solón lo desengaña. Pone a tres personajes por delante de Creso. Esto me incitó a dejar el libro, ir al original, e inmiscuirme yo en la traducción de la historia de los hombres más felices de la tierra: Cleóbis y Bitón. No tenía ninguna prisa. Así pues al amor de un suave ventilador comencé a traducir dicha anécdota. Nada más comenzarla, pensé que debería traducir, para mejor comprenderla, toda la charla, inventada que no real, de Solón con Creso. Fui, pues, al principio de la misma, y me puse a trabajar.

¿Quién es el hombre más feliz del mundo? La pregunta en sí me parece una solemne tontería. Imagino a Heródoto sonriendo. Es su bella excusa, sin duda, para contar sus preciosas anécdotas. Y cifrar, como hace Creso, la felicidad o la desgracia, según la abundancia o carencia de tesoros o monedas, es una verdadera necedad. Pues, en el fondo, no hace falta tanto para vivir. Pero eso depende de las ambiciones, y del sentido común, de cada cual. Tampoco me parece que resida la felicidad en el fin de los hermanos Cleóbis y Bitón. Éstos, a falta de bueyes, se uncieron al carro y llevaron a madre, sacerdotisa de Hera, al templo. Un recorrido, si no recuerdo mal, de unos ocho kilómetros. Los ciudadanos, y la propia madre, alabaron la hazaña de los dos muchachos: ella, según el rito, debía llegar al templo montada en un carro. Y allí, orgullosa de sus hijos, y de las alabanzas que recibían, le pidió a Hera el mejor don que tuviera para ellos. Dicho y hecho: no se despertaron cuando, tras el banquete, harto cansados, se tumbaron a dormir en las puertas del templo. No. No es mejor estar muerto que vivo. ¿Por qué tenía que serlo? Dependerá de momentos y circunstancias. Siempre he pensado que hubiera sido una pena, por ejemplo, que Heródoto hubiera muerto al comienzo de su Historia. Hicieron bien los dioses y mantenerlo con vida. Además, morirse en el Mediterráneo debería ser un pecado.

Tampoco es que le haga ascos a la muerte. Máxime si ésta se produce en medio del campo o en lo alto de una montaña. Eso sí, he sentido verdadero asco cuando alguien me llevó a la casa de san Francisco de Borja. Es un ataúd donde se encerró en vida, sin duda por miedo a la muerte. Hay gente que se mata para no morir, así que mueren cien veces. O más.

Traduciendo las historias narradas por Solón, y más, se me fueron pasando los calores estivales. Hasta que un día dejé de conectar el suave ventilador y cerré, un poco, la ventana de la habitación. No por eso dejé de continuar con la traducción.

Me mostré en desacuerdo, también, con Solón y con el propio historiador: nadie se puede considerar feliz, dicen ambos, y repite alguna que otra tragedia griega, hasta que no ha llegado el último día de su vida. Parece que se debe consideran una vida feliz si así lo ha sido la muerte. También ésta ha ido cambiando a lo largo de la historia. En la Edad Media se consideraba que la buena muerte, la feliz, era la muerte anunciada: al moribundo le daba tiempo para despedirse de deudos y parientes, de confesarse y predisponerse para gozar de la vida eterna. Recuerde el alma dormida

En los momentos de cansancio, daba en imaginar que llegaba al Hades, donde no hace ni frío ni calor, y donde todo el mundo es igual. Tras unas horas de desesperante búsqueda entre esqueletos, daba con Heródoto. Allí, en una estancia un tanto retirada, y con una buena crátera de vino, manteníamos los dos una interesante y apasionada discusión. Creo que hablábamos en griego jónico, pero no estoy seguro.

La felicidad no existe. Existen, como mucho, momentos felices o menos desgraciados que los anteriores.

Yo venía a decirle que plantearse eso de la felicidad es una tontería. La felicidad no existe. Existen, como mucho, momentos felices o menos desgraciados que los anteriores. Incluso alcanzar aquello con lo que se ha estado soñando toda la vida, no da la felicidad: rara vez lo allegado se asemeja a lo soñado. Lo mejor que se puede hacer en esos casos es adaptarse a lo que viniere, y sacar todo el provecho que se pueda de ello.

Yo, por ejemplo, le dije, me he pasado toda mi vida soñando con tener el día libre, enteramente libre, para dedicarme a leer, estudiar y aprender. Y sí, lo he conseguido. Pero mi desgracia ha aumentado: cada día descubro, más y más, cuán profunda es mi ignorancia. Y me desespero. Me harían falta diez o doce vidas, por poner una cifra, para llegar a comprender algo.

Una forma de superar esto es la resignación: jamás nadie va a poder leer todos los libros ni visitar todas las ciudades. Ciñámonos, pues, a lo que tenemos sin perder de vista los otros paisajes ni menospreciarlos. Tal vez en eso resida la felicidad, o una punta de ella. Con respecto a la muerte, es una cosa más de la vida. Y venga como viniera, nada se podrá hacer por evitarla. Esperemos, eso sí, no ser ni subidos a una pira ni empalados por nadie. Y que el amor fraternal permanezca entre todos nosotros. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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