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Cenizas

jueves 22 de diciembre de 2022
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Cenizas, por Vicente Adelantado Soriano
Una visión penosa: troncos negros sobre un terreno negro. Cubiertos todos por unas hojas ocres, parecidas al necio peinado de un galán: todas iban en la misma dirección.
Porque, ¿qué puede haber más estúpido que tener lo inseguro por cierto y lo falso por verdadero?
Cicerón, Sobre la vejez.1

Debido al asfixiante calor dejamos de salir a caminar. Llevábamos ya tres años recorriendo diversas rutas. Y, lógicamente, teníamos nuestras preferencias. Influyeron en ellas las bellezas del paisaje, la calidad del terreno y la climatología. Coincidimos los dos en favor de una ruta: de Masadas Blancas a la estación de Bejís-Torás. Un trayecto de la Vía Verde, de la antigua vía minera, que iba de Ojos Negros (Teruel) a Sagunto (Valencia).

Realizamos este recorrido por primera vez en otoño. Íbamos a recorrerlo ahora, sin tanto calor, una vez más. Cuando llegamos de nuevo a Masadas Blancas, a eso de las ocho y media de la mañana, estaba lloviznando. No nos importó, sino todo lo contrario: con chubasquero yo, y con paraguas José Luis —le encanta oír las gotas de lluvia golpeando sobre la tela—, emprendimos la marcha. Ida y vuelta. Nos llevó una buena parte de la mañana. Pero estábamos contentos y satisfechos. Además, llovió con moderación.

Decidimos reiniciar las salidas por la ruta de Masadas por dos razones: una por la lluvia. Y otra porque durante el asfixiante calor veraniego, la zona había sufrido un terrible incendio. Queríamos comprobar cómo estaba nuestro trayecto preferido. Yo, muy ilusionado además, deseaba probar mis nuevas botas antideslizantes en un trayecto de largo recorrido, y con el suelo mojado.

Una vez más la doctora, tras pesarme, me recomendó caminar todos los días. Y perder peso.

—Lo hemos recorrido —me dijo José Luis en el coche— con lluvia, con niebla, con sol. Nos falta hacerlo con nieve.

—Eso —le dije— va a ser difícil. Aunque con esto del cambio climático, igual tenemos suerte.

—Vamos a ver cómo nos encontramos después de este largo parón. Aunque yo, mal que bien, no he dejado de caminar.

—Yo también he salido —le dije—, pues una vez más la doctora, tras pesarme, me recomendó caminar todos los días. Y perder peso.

—¿Te dijo que estás gordo?

—No. Fue muy educada y actuó con cierto tacto: me dijo que sería deseable perder peso. Nada más.

—Te lo digo porque hay cada animal por ahí… Apenas te ven entrar por la puerta, ya te están diciendo, entre risitas, que estás gordo. Cosa que ya sé. No necesito que me digan evidencias sino que me den soluciones.

—Esas faltas de tacto las vas a encontrar allá por donde vayas. Hay mucho maleducado en el mundo. Unos pobres necios. Sus faltas de respeto son una forma de sentirse superiores sin necesidad de realizar ningún esfuerzo: el insulto, la risa. Lo fácil y absurdo. Pone de manifiesto la pobreza de sus vidas. Ni caso.

—Sí, tienes razón: no hay mejor desprecio que no hacer aprecio.

Y así llegamos, una vez más, a Masadas Blancas. No había nadie en la abandonada estación. Aparcó el coche, cogimos lo imprescindible, y nos preparamos para la caminata. Formábamos una pareja extraña: yo con un chubasquero rojo y él con un negro y amplio paraguas. Apenas puse pie en tierra me dirigí hacia una vieja señal a la que le tengo un cierto aprecio: estaba en pie, no se había quemado. Anuncia la distancia que hay desde allí a Delfos: siete mil novecientos sesenta y cuatro kilómetros. Ni más ni menos.

—El fuego comenzó más hacia delante —me explicó José Luis.

Empezamos a caminar. La lluvia cesaba por momentos. Y cuando volvía lo hacía de forma muy suave. Al cabo de media hora ya tenía calor. Aproveché la presencia de una pequeña roca, parecida a una mesa, para quitarme la mochila, dejarla allí y despojarme del chubasquero. El fresco me reanimó. Guardé el chubasquero y seguí caminando. José Luis iba delante. Lo vi parado en un lado del camino señalando algo con el paraguas cerrado: los pinos calcinados. Una visión penosa: troncos negros sobre un terreno negro. Cubiertos todos por unas hojas ocres, parecidas al necio peinado de un galán: todas iban en la misma dirección.

—De no ser por los troncos negros, y el terreno, todavía más negro, diría, por las hojas, que estamos en otoño.

—¡Qué pena! —exclamé en tanto observaba que los árboles frutales, plantados entre las pinadas, no habían sufrido ningún daño.

Nos volvimos entonces hacia la vía del tren. Corre en paralelo a la Vía Verde. A ambos lados, también los pinos estaban calcinados. Algunos, los más cercanos, levantaban sus negras y carbonizadas ramas, como brazos de suplicantes. Me recordaron los cuerpos humanos hallados en Pompeya muchos años después de la erupción del Vesubio.

—¡Qué pena! —exclamé en tanto observaba que los árboles frutales, plantados entre las pinadas, no habían sufrido ningún daño—. ¡Qué curioso! —exclamé—. ¿A qué se debe eso?

—No lo sé —me dijo José Luis—. Habrá que preguntarlo.

Seguimos caminando, uno detrás del otro. Cada uno encerrado en sus propios pensamientos. Así llegamos a la meta.

Descansamos en la estación de Bejís, y desde allí emprendimos el regreso. Antes, José Luis me enseñó una foto tomada con su móvil.

—¿Qué crees que es? —me preguntó ampliando la fotografía.

—No, no la amplíes —le dije cogiéndole el móvil—. Está claro lo que es: el fuego ha puesto de manifiesto la riqueza de esta zona: esto es el plano de una ciudad prerromana, dibujado sobre una piedra. Mira —le dije despertando su interés—, esto —señalé un leve promontorio de la piedra— es la ciudadela. A su alrededor, y siguiendo la pendiente de la colina, se levantan las casas, los almacenes —señalé un cuadrado más grande que los otros— y esto, una veta longitudinal, es el camino, cruza la ciudad, y el templo… No tenemos murallas. Una pena.

—No está mal la explicación —me dijo riendo de buena gana—. Podíamos llevar la foto al ayuntamiento y montar alguna expectativa.

—Igual nos prestaban atención, no creas. Más de uno hemos conocido que ha sostenido necedades varias haciéndose un cierto renombre, o metiendo algo de bulla.

—Sí, lo recuerdo, lo recuerdo.

—Ayer —le dije animando el camino de regreso, todo de bajada— vi un programa en la televisión que no dejó de alegrarme la noche. De verdad. Empezando por los subtítulos. Los pongo porque, como sabes, no oigo bien. Pues bien, una y otra vez aparecía, escrito, Omero, sin hache, en castellano o español, lo mismo da. Prólogo de cuanto se avecinaba: unos arqueólogos, o eso decían ellos, se estaban preguntando, ante las cámaras, qué era el caballo de Troya. Que no era un caballo. Pues Homero, Omero, dice que los barcos son los caballos del mar. De lo cual dedujeron que el caballo era un barco. Y allí aparecen unos supuestos troyanos arrastrando un barco hacia Troya, la ciudad.

—¿Con ruedas?

—No. Haciendo rodillos con troncos. La pregunta es dónde se escondían, entonces, los aguerridos aqueos. Pues en los barcos de la época todo estaba al aire.

—En la bodega…

—No tenían bodega aquellos barcos. Ni puente. Imposible esconderse nadie allí.

—Y a todo esto —me preguntó intrigado—, ¿toda esa historia del caballo de Troya es cierta y verdadera?

—Esa es la otra cuestión —le dije animado—. La Odisea es un libro de aventuras. Una pura fantasía. Y tomar la metáfora por la realidad, ya sabes adónde conduce. Imagino que dentro de poco, estos pretendidos arqueólogos, que, dicen, buscan la verdad por encima de mitos, historias y leyendas, comenzarán a buscar el caballo de hierro de los indios americanos. Que no será el tren, por supuesto, sino un caballo que algún sabio apache estaba fabricando, una especie de carro de combate, para enfrentarse al Séptimo de Caballería, y demás alegres muchachadas dispuestas a morir con las botas puestas.

Una vez oí decir, en la universidad, que los laberintos, en la antigüedad, servían para elegir rey.

—Pues yo he leído que Ulises, cuando salió de Troya, no iba camino de Ítaca, sino en busca de la ruta del estaño.

—Sí, y una vez oí decir, en la universidad, que los laberintos, en la antigüedad, servían para elegir rey: el elegido era aquel que entraba y salía del mismo. Y, cierto, no lo he leído todo, pero hasta ahora el único laberinto que conozco es el de Creta. Bueno, y el de la película esa, El resplandor. Y en ninguno de ellos se escoge a ningún rey.

—Pues nada —concluyó José Luis riendo—, no presentamos la piedra como el plano de una ciudad prerromana. Y cambiando de tema: nos hemos recorrido este trayecto con lluvia, con sol, con niebla… Nos falta hacerlo bajo el fuego. Te lo digo porque este túnel, en ese caso, puede ser un buen refugio.

—Es cierto. Además, aquí hace un fresco muy agradable.

—Lo malo será llegar aquí si el fuego nos coge muy lejos.

—¿Tú ves? —le dije riendo yo ahora de buena gana—: hay que perder peso para poder correr y ponerse a salvo.

—Muy bien. Perdamos peso. Pero vamos a yantar, que llevamos toda la mañana caminando sin cesar.

—Que me place. Comamos moderadamente. Aunque a mí, hoy, me dan ganas de pasarme un poquillo.

—Pues pasémonos. Hoy vamos a beber vino.

—Y así brindaremos por el caballo de Troya.

—Y por el plano de la ciudad prerromana que acabamos de descubrir.

—Sea.

Y sin más nos encaminamos en busca de un restaurante al que le tenemos cierta querencia. Cocina casera y precios populares.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Cicerón, Sobre la vejez, XIX, 68. Alianza. Clásicos de Grecia y Roma, Madrid, 2012. Traducción de M. Esperanza Torrego Salcedo.
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