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El pequeño traductor

jueves 9 de febrero de 2023
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El pequeño traductor, por Vicente Adelantado Soriano
Allí fue Troya: salió disparado en busca del compañero, se abalanzó sobre él y comenzó a soltarle puñetazos y sopapos. Niños de Valencia, España (1946)
Gasto, pobre de mí, palabras que de nada aprovechan.
Ovidio, Tristes.

Yo tuve la suerte de ser un bilingüe latente desde mi más tierna infancia. Entendía las dos lenguas, pero tardé más de veinte años en utilizar la llamada materna. Y, para ser sinceros, debería decir que fui, y lo sigo siendo, un maltrecho bilingüe, pues, en realidad, sólo me muevo a gusto en una lengua. Diglosia se llama eso si no ando errado. La otra lengua la desconozco un poco más que la propia. Es decir: no domino ninguna de las dos. Además, en el pueblo hablábamos como hablábamos. Así pues me costó un tantico olvidarme de viejos términos y acepciones, y cargar con los que la koiné marca y da por correctos y buenos.

En el último curso de la carrera tuve una profesora muy buena. Recuerdo muchas de sus palabras.

—A veces parece como si las lenguas se hubieran inventado para que medio mundo se burlara del otro medio —nos dijo un día en una clase sobre el bilingüismo.

Mientras se burlen y no se maten —pensé yo.

Más tarde me enteré de que los griegos se partían de risa oyendo a los romanos hablar el griego. Imagino que tres cuartos de lo mismo harían los romanos con los hispanos y con los helenos. La cuestión es que también yo tuve que sufrir esas burlas y menosprecios por ser incapaz de pronunciar correctamente setze jutges d’un jujat es mengen el fetge d’un penjat.1 Algunos sopapos y pedradas corrieron por efecto de mi pésima pronunciación.

Pues sí, nací en un pueblo de habla castellana o española, con sus modismos y particularidades. Lo de española o castellana es para que nadie se ofenda. No olvidemos que ganso, pato y ansarón tres palabras distintas y una misma realidad son. Dicho queda.

Por desgracia las lenguas, en vez de llamarse por sí, por su estructura pongamos por caso, lo hacen por uno de los territorios donde se hablan.

Mi padre era originario de dicho pueblo, y mi madre una exiliada de la, entonces, lejana capital. Ella, y su familia, hablaban el valenciano. Una modalidad, según me explicaron, del catalán. Cosa que algunos valencianos ni querían ni quieren admitir. La cuestión del nombre llevó a discusiones, manifestaciones y, también, a algún sopapo, cuando no, de forma más contundente, a diversos garrotazos. Ahora bien, yo soy un hombre pacífico, y no quiero meterme en líos ni en broncas subidas de tono. Hay cosas cuya discusión es una verdadera pérdida de tiempo. Por desgracia las lenguas, en vez de llamarse por sí, por su estructura pongamos por caso, lo hacen por uno de los territorios donde se hablan. Se deberían llamar la lengua del sí, del oui, de tal volta, o algo parecido… No es así, por lo tanto, y para evitar discusiones sin fin ni solución, que dicen que el principio de la vida estuvo en Egipto, pues bien; que dicen que el Paraíso Terrenal estuvo entre el Tigris y el Éufrates, pues de acuerdo. Yo sé perfectamente dónde estuvo ubicado, en mi pueblo. Pero no lo voy a discutir.

Sé, y también lo supe pronto, que mi familia materna hablaba tan mal su lengua como yo la mía. Con la particularidad de que mi madre, y todos sus hermanos, incluida la abuela, el abuelo ya había fallecido, hablaban entre ellos en valenciano, pero a sus hijos nos hablaban en castellano o español. A mis primos, en realidad, pues no había motivo, en el pueblo, para hablarme a mí en valenciano. Pese a ello, y a mi estancia en la capital del reino, aprendí unas cuantas palabras y varias canciones populares. A mi madre le encantaba repetírmelas una y otra vez:

El micalet de la seu,
ole, ole pum, catapum, mec,
s’ha obert com una magrana.
ole, ole pum, catapum, mec,
La culpa la té l’obrer
ole, ole pum, catapum, mec,
per fer-ho de mala gana…2

En ninguno de sus dichos y canciones aparecía la palabra que iba a originar mi primera afortunada traducción con sus bélicas consecuencias. Cierto es que se la oí emplear a un hombre mayor. Éste, de joven, se fue a trabajar a Barcelona. Regresó al pueblo cuando se jubiló. Era un hombre un tanto fantasioso y con afán de liderazgo. Organizaba todos los eventos del pueblo, y de fiestas de guardar. Y tal vez por eso los críos lo tomábamos un poco a pitorreo. Algunas veces lo buscábamos por los bancales o pajares donde se iba a dormitar, y le lanzábamos manzanas, peras o caquis, según la temporada. Una vez, lo recuerdo como si fuera ayer, tras recibir algunos sucios golpes de caquis, se puso de pie y, blandiendo su grueso garrote hacia nosotros, comenzó a gritar como un poseso:

—¡Malparits, lladres —vociferó con un acento un tanto distinto al usado por mi familia valenciana—, li ho vaig a dir, se lo voy a decir —cambió al percatarse de que no lo entendíamos— a tu padre, y al tuyo, y al tuyo!

Así dijo señalándonos con el garrote a la pequeña congregación. Lo escuchamos un tanto embobados. Pero en cuanto él se volvió a tumbar, vencido por los años y el cansancio, salimos corriendo sin darle ninguna importancia a sus palabras. No obstante, yo, que ya mostraba inclinaciones filológicas, memoricé las palabras. Y cuando llegué a casa se las dije a mi madre a fin de que me las tradujera. No le encontré ningún sentido a los calificativos usados por aquel buen hombre. Eso sí, mi madre me las tradujo y me hizo aprenderme un poema:

Emparito, la filla del mestre,
diuen que festeja amb un foraster,
i els diumenges quan va a missa,
ell li porta el catret,
i ella, molt xulona, meneja el culet.
3

Aquel día, pues, gracias a mi madre, fui un traductor fiel. Debo decir, en honor de la verdad, que nada nunca me ha resultado tan fácil de traducir. Ni nunca jamás he tenido un público tan leal y apegado a mis palabras.

La cosa empezó ya de buena mañana, a pocos metros de la escuela. Teníamos la sana costumbre de llegar antes de que el maestro la abriera. Dejábamos las carteras en la puerta, y nos íbamos a jugar a una era cercana. No era nada raro que algunos de aquellos juegos matutinos terminaran como el rosario de la aurora. Así sucedió aquella mañana. Dos de mis compañeros empezaron a empujarse, a insultarse, y a caldear el ambiente. No se pasó a mayores por la aparición del maestro. Nos fuimos a la carrera en busca de nuestras carteras. Pero no terminó ahí la cosa.

Sobra decir que el otro, estaba a mi lado, no entendió el insulto. Era el utilizado por aquel hombre jubilado.

A la salida de la escuela, al mediodía, cuando los hombres regresaban con sus machos de los bancales, se buscaron el uno al otro, y se encontraron. En una fuente de un solo caño. Yo había ido a beber. Pero hambrientos y desfallecidos, los otros compañeros habían emprendido una loca carrera hacia sus casas. Sólo nos quedamos tres o cuatro rezagados bebiendo y jugando con el agua. No valía la pena montar un espectáculo por tan exigua concurrencia. Se dieron, pues, un par de empujones y se separaron sin más. Pero al hacerlo, uno de ellos, con rabia e ira, le espetó al otro:

—¡Lladre!

Sobra decir que el otro, estaba a mi lado, no entendió el insulto. Era el utilizado por aquel hombre jubilado, venido de Cataluña, y al que pocos entendían. Yo sí lo comprendía. Y tocado, en aquel momento, por un ansia de ser útil a mis semejantes, me acerqué al insultado y le murmuré con mi mejor intención:

—Te ha llamado ladrón.

Y allí fue Troya: salió disparado en busca del compañero, se abalanzó sobre él y comenzó a soltarle puñetazos y sopapos. El otro se defendió como pudo: con patadas, mordiscos y algún soplamocos bien dado. Total, a los pocos segundos estaban los dos por tierra con la nariz llena de mocos, los ojos de lágrimas, algunas gotas de sangre, y las camisas hechas jirones. Suerte que pasó por allí el alcalde, el cual quitándose el cinto comenzó a repartir correazos por donde Dios le dio a entender. Yo, viendo el panorama, y no deseando contribuir a más hazañas bélicas, me fui a casa a todo correr. Allí le pedí a mi madre que me cantara alguna canción o me dijera alguna poesía. Tenía mal sabor de boca. Pero entonces me salió con una jota, y con las golondrinas y las orillas del Arga y no sé qué de unas cadenas. Y no hubo más. No obstante, tomé nota de lo acontecido. Y ahora, ante cualquier traducción, me voy con pies de plomo.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Dieciséis jueces de un juzgado se comen el hígado de un ahorcado.
  2. El Miguelete de la catedral se ha abierto como una granada. La culpa la tiene el obrero por hacerlo de mala gana.
  3. Amparito, la hija del maestro, dicen que festea con un forastero. Y los domingos cuando va a misa él le lleva el catrecito, y ella, muy chulona, menea el culito.
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