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El reloj

jueves 16 de febrero de 2023
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El reloj, por Vicente Adelantado Soriano
¿Fue ella mi primer amor? ¿Es un tópico? Pero se fue. Como todo en esta vida. Se evaporó. Y ahí está de nuevo. ¿Eres tú, María? Ian MacQueen • Pixabay
Y la vejez no es más que un pasado hecho presente, un pasado cubierto con una mera capa de presente.1
Thomas Mann, Doktor Faustus.

Sabía que todo eran tópicos, que estaba utilizando muchos tópicos, y que resultaba imposible salir del círculo formado por los tópicos. O por los límites de su mente, como se dijo en más de una ocasión. Solamente se despojaba de los tópicos cuando lograba despojarse de las palabras: los recuerdos entonces eran sencillas imágenes. Y ahí se planteó otra imposibilidad, la de fotografiar los recuerdos, las imágenes de su mente. Aunque esa imposibilidad, lo supo enseguida, no le aseguraba la pervivencia del recuerdo, del hecho tal como sucedió. Nada perdura. Todo es un recuerdo. Todo cambia, todo se transmuta. Todo es un tópico. Sí, reconocía que se puede recordar hechos, infinidad de hechos; pero un hecho cualquiera, convertido en recuerdo, ¿sucedió realmente como se recuerda y, en consecuencia, como se narra? No. Seguramente no. Sin duda se va transformando, como todo se transforma en esta vida. Hasta los tópicos. Aun en el caso, reconoció, de ser recogidas todas las acciones por una imaginaria cámara, con un gran angular, aun en ese caso, no sería real la película obtenida. ¿Mantendría ésta el color original? ¿La tristeza de aquellos momentos? ¿Los olores, los sonidos? ¿Hubo tristeza en aquellos momentos, o la tristeza fue posterior? No lo supo ciertamente. Aunque se inclinaba por esto último. Primero, la acción; luego la melancolía, la tristeza. Y tal vez la desolación. La soledad.

Al fin y al cabo la humanidad no es sino una continua reinterpretación, una recapitulación como quería fray Jorge de Burgos.

En el fondo, no obstante, todo daba igual. Al fin y al cabo la humanidad no es sino una continua reinterpretación, una recapitulación como quería fray Jorge de Burgos, aquel fraile para quien la risa era una falta, un error, un aire insuflado por el demonio. Y, sin embargo, es lo que nos define, la risa. ¿Cómo no reír, aunque muchas veces sea la risa signo de amargura que no de diversión, al ver las mismas sandeces hechas una y otra vez, sin descanso, por el hombre? Todo se olvida porque nada existe. El tópico. Todo es pura invención del momento. Y no sólo por sus delictivos hechos repetidos una y otra vez produce cierta hilaridad, sino por su constante reinterpretación de la historia, o de todo tipo de historias. Ésta se fija en palabras o en imágenes. Y con el tiempo llega a carecer de importancia si, de verdad, sucedió el hecho tal como ha sido preservado, si éste no es ya sino una ficción, y todos vivimos de ficciones y mentiras. Aceptadas como verdades, por supuesto. Sea como fuere, también él, lógicamente, había construido su historia. Su particular mentira. Llena de tópicos.

Fueron una anomalía en el pueblo. Al menos para él. El padre de ella, se llamaba María, lo recordaba, fumaba en pipa. No había visto a nadie con una cachimba entre los labios. Le llamó la atención. Además, lo llevó enseguida al recuerdo de su catón, del libro donde estaba aprendiendo a leer. Allí había un dibujo, cuatro líneas, con la famosa frase de: mi papá fuma en pipa. Por encima de la cachimba lucía un enorme bigote. Le gustaba estar al lado de aquel hombre, pues el humo de la pipa olía agradablemente, no como los gruesos cigarrillos de su padre y del resto de los vecinos. Apestaban.

Alquilaron una casa frente a la suya. No estuvieron allí mucho tiempo. Sí el suficiente, le pareció, para comenzar una tímida amistad con María. Era una niña agraciada. Morena. Ojos negros y vestida pobremente. La familia, le pareció, era pobre. Lo cual no era ninguna novedad en aquel pueblo donde todos lo eran. Se hicieron amigos enseguida. Terminada la escuela, él, astutamente, ¿fue así o es ese un calificativo posterior? Astuto creo que nunca lo ha sido. Ni tampoco espabilado. Pero sea como fuere, terminada la escuela, dejó la cartera, cogió un balón, y salió a la puerta de su casa. Comenzó a darle patadas contra la pared del viejo ayuntamiento. A los pocos minutos salió ella. A María no le gustaba ese juego. Guardó la pelota y se fueron a corretear por el pueblo. Reconoció que aquellas correrías, infinitas, larguísimas, en aquellos momentos, no eran sino breves carreras terminadas en las últimas calles del pueblo, allí donde comenzaban los pajares y las eras. Y el cementerio.

De pequeños, se dijo, todo nos parece enorme, grandísimo. Luego, las cosas van adquiriendo otro tamaño, tal vez el real. ¿Y los hechos? ¿Hay alguno que no esté tocado por la tristeza, la alegría, la melancolía, que no la tuvo en su momento? Sí, es posible, muy posible, que vivamos de recuerdos y de falsedades. Somos recuerdos y falsedades. Y, sin embargo, no se puede negar que María existió. ¿Ha vuelto? ¿Es esa mujer que se acerca a mí?

Sintió en la muñeca izquierda el mismo dolor, la misma sensación que tuvo aquella lejana tarde con María. Se incorporó levemente para mirar donde le dolía. Al mismo tiempo levantó el brazo todo cuanto pudo. Muy poco. Pero aún así le fue dable observar su muñeca. Allí estaba la señal. Ahora tapada por un esparadrapo cuadrado y blanco. ¿Se había transformado el reloj? No. La magia no existe. Cerró los ojos y volvió a ver el reloj. Era un reloj pequeñito, sin cadena ni saetas. Pero marcaba el tiempo igualmente. El transcurso de los eternos minutos.

Aquella tarde, sí, eso lo recordaba, se dijo, con total fidelidad. No fue una de tantas tardes. ¿Y qué quiere decir esto? Que el recuerdo lo he retrotraído tantísimas veces que ha terminado por convertirse en algo real. Es como leer muchas novelas de caballería: al final el caballero andante, la ficción, tal vez sacada de una realidad siempre modificada, se convierte en un cuerpo real, es decir fantasmagórico. Se fueron caminando por la carretera, sin asfaltar, hacia las afueras del pueblo. Había allí, en un parco terreno, tres o cuatro pinos. Alguien, de imaginación exaltada, lo llamó la Pinada. Fue una tarde aburrida. No sabían muy bien qué hacer. Notaba una cierta desazón, pues estaba haciendo algo que no le apetecía. ¿Le sucedía lo mismo a María? Estuvo convencido, desde el primer momento, de que también ella sentía lo mismo. No pararon de correr, como intentando huir de esa desazón. No pudieron.

¿Y cuándo me hizo el reloj? ¿Esa misma tarde? ¿Al día siguiente? ¿Cuándo?

Terminaron, y no lo he olvidado nunca, en el fondo de una fuente que nunca jamás funcionó como tal. Estaba en el centro de una plaza. Era de piedra. Sin agua ni grifos. Tenía forma de estrella. En el suelo había paquetes de tabaco arrugados, alguna colilla y otras porquerías. Se quedaron el uno frente al otro. Y eso sí, fue incapaz de recordar a quién se le ocurrió la idea. Pero llevados por la curiosidad, recuerdo, me bajé los pantalones y dejé que me examinara con todo el detenimiento que quiso y deseó. Cuando terminó su inspección fui yo quien, lleno de curiosidad, la examiné a ella. Y poco más recuerdo. Salimos de la fuente. ¿Y cuándo me hizo el reloj? ¿Esa misma tarde? ¿Al día siguiente? ¿Cuándo? Hubo alguna tarde más, pues al lado de la puerta de su casa había un poyo. Allí se sentaba su padre a fumar. Yo me sentaba a su lado. La enorme pipa de aquel hombre me llamaba la atención. Y el humo de su tabaco olía muy bien. Si hablé con él alguna vez no lo recuerdo. Creo que no, pero no lo sé. Cuando salía María me separaba de él. Nos íbamos corriendo por las calles llenas de barro, saltando por encima de los sucios charcos… No recuerdo dónde fuimos, pues fuimos a muchos sitios. Pero yo no quería moverme. Quería volver a la fuente. Sentía un enorme deseo de volver a examinarla, de verla de nuevo. Y ella se negó. Y entonces nos enfadamos y reñimos. Pero no, eso debió pasar mucho después. Pues ya se habían cambiado de casa. Ya no vivían frente a la mía. Su padre ya no se sentaba en el poyo con la pipa entre los labios. Lo recuerdo porque cuando reñimos fue cuando ella me hizo el reloj. Me preguntó, en medio de la riña, si quería un reloj. Yo, inocente de mí, nunca he sido muy espabilado, le dije que sí. Y entonces me cogió el brazo izquierdo, donde se lleva el reloj, y se lo llevó a la boca. Me mordió con toda la fuerza de sus potentes mandíbulas. Me hizo tanto daño que retiré el brazo. Y al hacerlo éste comenzó a sangrar. Entonces, con toda mi fuerza, le di una patada en el culo. La desplacé varios metros. Y María se puso a llorar. Caminando hacia su nueva casa no cesaba de llorar. Yo la seguí como un perro pidiéndole perdón. Una y otra vez. No quiso saber nada de mí. Entró en casa. Me quedé solo en la calle. Y en ese momento me percaté de cuánto me dolía el brazo. Allí estaban todos sus dientes marcados. Y varias diminutas gotas de sangre. Como ahora. Pero ahora alguien trata de limpiármela. Para qué. Hubiera querido que aquel relojito perdurara siempre en mi brazo. ¿Fue ella mi primer amor? ¿Es un tópico? Pero se fue. Como todo en esta vida. Se evaporó. Y ahí está de nuevo. ¿Eres tú, María?, murmuró incapaz ya de oír nada ni de pensar en la realidad y en la ficción. Le quitaron el esparadrapo de su muñeca izquierda. Tenía un pequeño moratón en forma de reloj.

 
 

 

 

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Thomas Mann, Doktor Faustus, Barcelona, 1978. Traducción de Eugenio Xammar.
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