
Aprender es un cierto padecer.1
Plutarco, Vidas paralelas, Catón el joven
No tenía ganas de hablar. No me sentó nada bien la estúpida reconvención que se me hizo por ello, por hablar. Decidí callarme hasta dar con la persona oportuna y pertinente. Eso es lo fundamental. No se puede hablar con cualquiera como no sea de tonterías y estupideces. Me lancé a la calle. Agradecí que se quedara en el hotel. Yo me fui a dar vueltas por la ciudad. Hasta dar con un restaurante que me gustara y no fuera caro. No había estado nunca en aquella ciudad. Hacía frío. Me abrigué bien. Y seguí buscando un lugar donde cenar. Los bares estaban llenos de gente alegre y ruidosa. Los rehuí. No obstante, al cabo de una hora, más o menos, di con un lugar tranquilo. Solamente estaban ocupadas dos mesas. Me senté ante una encarada hacia la barra. Delante de mí había una mujer muy elegante. Vestida totalmente de negro. Pantalones de cuero y una chaqueta de lo mismo con diversos adornos. Estaba delgada. Pero, sentada en un alto taburete, no dejaba de comer todos los platos que el camarero le iba sirviendo en una alta y breve mesa. Me sorprendió.
Desvié la mirada en varias ocasiones porque me di cuenta, enseguida, de que estaba resultando un tanto impertinente. Pero la verdad es que no podía dejar de mirarla. Me pareció una mujer muy elegante y atractiva. Ella percibió mis furtivas miradas, por supuesto. En su pequeña mesa tenía una figurita de barro. Parecía una especie de tótem. Me hubiera gustado preguntarle qué significaba y por qué la tenía allí. Pero estaba escaldado por las reconvenciones por hablar, y tenía hambre. El camarero acudió con un par de platos. Me dediqué a comer. Ella me llevaba ventaja. Seguramente se marcharía antes de que yo terminara de cenar. Me hice el ánimo.
—¿Es auténtica? —pregunté señalando con el tenedor a la figura en el momento en que su propietaria me miraba de reojo.
Me preparé para recibir una respuesta salida de tono. Pero recordé inmediatamente la cantidad de personas que había encontrado en aquella ciudad llenas de amabilidad. No desmereció. Me sonrió amablemente, y me contestó:
Conocí a una mujer que estuvo en unas excavaciones etruscas. Hace tiempo. Me habló de ellos con verdadero entusiasmo, e incluso me regaló un libro sobre ellos.
—No. Eso quisiera yo. Es una copia. Muy bien hecha, pero una copia. ¿Te interesan los etruscos?
—¿Es etrusca? —pregunté un tanto tontamente.
—Sí.
—Conocí a una mujer que estuvo en unas excavaciones etruscas. Hace tiempo. Me habló de ellos con verdadero entusiasmo, e incluso me regaló un libro sobre ellos. Debo confesar que no le he leído.
—Yo estuve hace poco en Alicante. Allí, en el museo, se hizo una preciosa exposición sobre los etruscos. A mí sí que me interesan. Y mucho.
Habíamos terminado de cenar. La invité a que se sentara a mi mesa donde tomamos el café. Vino acompañada de la figurita.
—La pena —dijo— es la expoliación a la que han sido sometidas las tumbas etruscas. Por la ambición y la ignorancia han desaparecido infinidad de objetos que nunca recuperaremos.
—La eterna historia —le respondí—: el expolio y la reutilización de los materiales. Cuando no el más descarado y egoísta de los negocios.
—Aun así han quedado suficientes vestigios como para poder conocer a esta antiquísima civilización. Extraña tanto para griegos como para romanos. No sé, porque no me he aclarado con los libros que he leído, si los etruscos vinieron del norte, fueron autónomos de Etruria o no. No lo sé. Ahora bien —dijo animándose—, lo que me llama la atención es que a tan pocos kilómetros de distancia naciera o hubiera una civilización distinta a griegos y romanos.
—Parece que éstos, junto con Egipto, han acaparado toda la Antigüedad.
—Sí. Algo de eso hay. Los etruscos dejaron muy poco escrito. O perdura muy poco de cuanto escribieron. Además, hasta el libro escrito por el emperador Claudio sobre ellos se ha perdido. La verdad, no creo que fuera muy importante: nadie lo cita en la Antigüedad. Ahora bien, hubiera sido interesante leerlo. O intentarlo.
Cuando entro en las tumbas, me entra una melancolía terrible… Cuánto me gustaría, entonces, tener poder para resucitar el polvo de los cadáveres e interrogarlos.
—Pero a pesar de todo, y según he oído, todavía quedan muchas tumbas etruscas donde poder estudiar esa civilización. ¿No has ido a visitarlas?
—Sí, sí, claro. Las he visitado. Y este verano me vuelvo allí con un grupo de amigos. Se han descubierto más tumbas y me gustaría verlas, si me dejan.
—¿Eres arqueóloga? Tal vez con un título oficial sí que te dejen acceder a ellas.
—No. No soy arqueóloga. Eso quisiera yo… Aunque he querido ser tantas cosas en esta vida que, me temo, no he llegado a ser nada. Pero cuando entro en las tumbas, me entra una melancolía terrible… Cuánto me gustaría, entonces, tener poder para resucitar el polvo de los cadáveres e interrogarlos. Dejemos el problema del idioma de lado. He leído algo, testimonios indirectos. Las mujeres etruscas eran una cosa rara en la Italia de aquellos momentos. En contra de las griegas y las romanas asistían, por ejemplo, a los banquetes. Como sabes, en Grecia y Roma era una celebración exclusivamente masculina. Y me llama la atención, en las pinturas y en las esculturas, las muestras de afecto entre marido y mujer: se tocan, se acarician… Incluso hay esculturas de mujeres amamantando a sus hijos. Impensable para los otros.
—No te fíes mucho. Toda historia no es sino una interpretación. Y una selección de materiales. Se escoge lo que interesa y con ello se crea la imagen que interesa o puede ser útil para otros fines. Barbarizar a los otros, por ejemplos, justifica el poder matarlos. O decir que no tienen alma, que son animales, y por lo tanto se pueden esclavizar.
—Sí. Tienes razón. Pero los etruscos no tenían nada de bárbaros. Sin ánimo de polemizar a veces he llegado a pensar que fueron el antecedente de los sibaritas: disfrutaban de la vida, de la comida y del sexo como sólo ellos sabían hacerlo. Hay pinturas o estatuas, no recuerdo ahora, de hombres rechonchos, regordetes y satisfechos. La buena comida. La vida feliz. Roma acabó con todo esto.
—La brutalidad siempre termina por imponerse. Y ya sé que es un tópico, pero ¿qué piensas de la famosa sonrisa etrusca?
—No opino nada. Sencillamente me encanta. A veces me parece una sonrisa triste, melancólica; otras irónica… depende de mi estado de ánimo. Pero sea como fuere, me encanta.
—Y me imagino —dije deseando continuar hablando— que todas las tumbas descubiertas serán de la aristocracia.
Ni de Grecia ni de Roma nos queda ningún testimonio, suponiendo que se hubiera escrito, de ningún esclavo o liberto.
—Por supuesto. Son enterramientos de ricos. Pero en eso los etruscos no son una excepción: ni de Grecia ni de Roma nos queda ningún testimonio, suponiendo que se hubiera escrito, de ningún esclavo o liberto. Escribía la aristocracia, los que tenían tiempo libre.
—Otium.
—Eso es.
—Sí. No vas desencaminada. No hace mucho estuve en Tramacastilla. Visité el Museo de la Trashumancia. Leyendo los paneles, igual que me sucedió cuando leí De agricultura, de Catón el viejo, o Georgicas, de Virgilio, me di cuenta de que los labriegos no paraban de trabajar en todo el año: la cosecha, la siembra, el esquileo. Limpieza de establos, cuidado de los animales, resina de los árboles, colmenas… Imposible leer o escribir.
—Así es. Un trabajo duro, sin descanso, y muy mal remunerado. No sé si los etruscos vivían así. Como toda civilización antigua vivía del campo, por supuesto. Y del comercio. Imagino que conoces el tópico: el Mediterráneo fue la pista de comunicación de todos aquellos pueblos. Y de piraterías. En aquel tiempo, la piratería no estaba mal vista: era una forma como otra cualquiera de ganarse la vida. Pese a todo fue una civilización espléndida, aunque duró pocos años y apenas ha dejado testimonios escritos.
—Nos quedan las tumbas.
—Sí. Algo es algo —dijo levantándose y cogiendo su chaqueta—. Perdona, pero se me ha hecho un poco tarde. Los cafés y mi cena están pagados.
Me levanté. Nos dimos la mano y le di las gracias por su amable conversación. Me había quitado el mal sabor de boca de la reconvención por hablar mucho. Todo es relativo en esta vida.
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Notas
- Plutarco, Vidas paralelas, Catón el joven, I. Editorial Gredos, Madrid, 1982. Traducción de A. Sanz Romanillos.