
Para Leonor Izquierdo.
Te has embarcado, has navegado, has llegado al puerto: desembarca.1
Marco Aurelio, Meditaciones
—No te sabría decir —le confesé al emperador caminando por entre las ruinas de Itálica— la cantidad de veces que me he acordado de estas palabras tuyas. Infinitas. Y me hicieron mucho bien. Mucho.
Tenía la vista fija, en tanto hablaba, en el cementerio elevado al final del cardus maximus. Edificación posterior, lógicamente, a la existencia de Adriano y de Marco Aurelio.
—Me alegro. Al menos mi libro ha servido para algo. Y para alguien.
—No seas modesto. Ha servido y mucho. Según dicen en algunos prólogos y estudios es uno de los libros más leídos, o el más alabado, por lo menos, por algunos personajes de la vida pública; políticos y gente de este jaez.
—¿Y tú lo crees? —me preguntó con una sonrisa un tanto cínica.
—Sin ánimo de molestarte, no. No. Con esas afirmaciones tan peregrinas se trata de elogiar a aquel posible lector, casi siempre un político, no a ti como filósofo o gobernante. Y de vender.
—Eso pienso yo también. Propaganda.
Desde luego los políticos de la Hispania, tanto de la ulterior como de la citerior, ni te han leído ni te leerán. No leen nada.
—Exacto. Curioso, además: nunca ha entrado ningún político del terruño en estas alabanzas, sinceras o fingidas. Desde luego los políticos de la Hispania, tanto de la ulterior como de la citerior, ni te han leído ni te leerán. No leen nada. Es suficiente con oírlos hablar. El insulto y la mentira los manejan a la perfección. Poco más. Y, por aquello de no olvidar a ningún dios, si alguno te ha leído, ha estado muy lejos de sacar ningún provecho de su lectura.
—La política puede ser un juego muy sucio. Se mezclan las buenas intenciones, si las hay, con la corrupción, el deseo de medrar a toda costa, de imponer sus propias necedades y todo lo demás. Pero dejemos el tema: no da mucho de sí.
—Tienes razón. Alejémonos de tan nefastos personajes.
—Volvamos a mi libro. ¿En qué te ha influenciado a ti?
—Así, sin meditarlo mucho, te diría que me hizo perder el miedo al muerte. Aunque en eso también ha influido, por supuesto, la edad, el paso del tiempo… Verla ya cada día más de cerca.
—Uno de los errores de la filosofía, o de algunas filosofías —dijo en tanto nos sentábamos en una de las gradas del anfiteatro de Itálica—, ha sido establecer dualidades enfrentadas entre sí: alma-cuerpo, amor-odio, vida-muerte, unión-desunión, etc., cuando es todo uno y lo mismo. La muerte es vida. Y la vida es muerte. Sin aquélla no existiría ésta.
—En esa idea se nos debería haber educado. Pero ha sido todo lo contrario.
—El mito de la preservación de la vida. Otra necedad. Al pobre Adriano no lo dejaron suicidarse. Ni su médico ni su esclavo se atrevieron a matarlo. Nerón tuvo más suerte.
—Sí, pero el caso de Adriano no se debió a consideraciones religiosas: el esclavo y el médico, a quienes recurrió el emperador, tenían miedo de ser acusados de crimen de lesa majestad. Para evitarlo, el médico se suicidó.
—Sí. Parece un chiste: usó para sí el veneno que debería haberle dado a Adriano. Ahora parece que contáis con la eutanasia, ¿no? —preguntó con una amplia sonrisa. Conocía la respuesta.
—No estoy muy enterado, la verdad. Comprendo que quien esté hospitalizado, imposibilitado de moverse, solicite la ayuda de un médico para desaparecer —me acordé entonces de aquella película, Johnny cogió su fusil, de Dalton Trumbo, que me puso los pelos de punta—. Pero estando vivo, y pudiendo moverse, las posibilidades son infinitas. No se necesita la aprobación de nadie. Johnny estaba privado de pies y brazos…
—Quizás eso no esconda sino un cierto miedo. Adriano intentó clavarse un puñal, pero también se lo quitaron.
—Le dio tiempo —le dije sonriendo— a fastidiarnos a todos con ese poema de despedida de la vida. No hay forma de traducirlo. Lo intento una y otra vez. O ninguna traducción me satisface. Es, en palabras de Anthony Birley, exasperadamente intraducible:2
Animula vagula blandula,
hospes comesque corporis
quo nunc abibis? in loca
pallidula, rigida nubila
nec ut soles dabis iocos.
Pequeña alma errante, blanda,
huésped y compañera del cuerpo
¿A dónde irás ahora? A un lugar
lívido, frío, nebuloso
y no bromearás como solías.
Es una posible versión. Y he leído ya tantas… Me sucede lo mismo que a Jorge Luis Borges: cada vez que leía una traducción distinta de la Odisea tenía la impresión de haber leído otro libro.
—No deja de ser curioso que, en su lecho de muerte, el emperador se dedicara a componer este poemilla. Tiene su parte de gracia.
—Y participa también de lo que decíamos antes: la división cuerpo y alma.
—Una división muy antigua. No proviene de Platón. Éste, no obstante, la perfeccionó.
El alma y el cuerpo es uno y lo mismo. No existen el uno sin el otro.
—A mí, sinceramente, esa división, así la defiendan toda una legión de filósofos y todos los padres de la iglesia, me parece una completa aberración. El alma y el cuerpo es uno y lo mismo. No existen el uno sin el otro. Y si la muerte, según tú, es la ruptura de la trabazón de las cosas que estaban unidas, y su desaparición, también lo es del alma. Por cierto, nunca he sabido qué es eso. Palabrerías y más palabrerías.
—Quizás creyendo en ésta lleguemos a Dios, o a un ser superior, o llámalo como quieras.
—No lo llamo de ninguna forma. Te diría lo que dijeron los sofistas: si los dioses existen, que lo dudo, no se ocupan de nosotros. Por lo tanto, plegarias, rezos, sacrificios y todo lo demás es inútil. Y de hecho cada vez hay menos cosas de este tipo, menos rezos y menos ritos. Aunque, como siempre, queden rémoras.
—¿Entonces?
—Me siguen pareciendo muy válidas las aportaciones de los sofistas, silenciadas, por cierto, en nuestra enseñanza, tan privada de filosofía como llena de necedades. Los dioses fueron creados para justificar las injusticias de este mundo: quien aquí es malvado, será castigado durante toda la eternidad, como Prometeo. Y los dioses ven hasta las acciones más ocultas, por tanto el que no te vea un policía no quiere decir que tu acción va a quedar impune.
—La verdad es que es un sistema muy bien montado. Yo también admiro a los sofistas. Al menos a los primeros, Gorgias y Protágoras. El primero puso de manifiesto hasta dónde puede llegar la palabrería, como has dicho antes: no hay más que leer su defensa de Helena. Al final, de su supuesto secuestro, según Gorgias, tienen la culpa todos menos ella. Como si hubiera estado privada de voluntad o de sentido común.
—El libre albedrío. Otro de los grandes descubrimientos. Como el destino.
—El destino es haber nacido aquí o allá, y en un momento determinado. Haber heredado de tus antepasados una salud de hierro o un cuerpo que no sirve para nada. Y nada ha hecho uno por merecer una cosa u otra. Puro azar. Combinación caótica de átomos…
—Sí. Tienes razón. Por lo tanto, y siguiendo tus enseñanzas, lo mejor que podemos hacer es aceptar cuanto tenemos o no tenemos, y tratar de vivir lo mejor posible. Sin pensar en dioses, premios ni castigos. Por mucho que eso suponga el desencajonamiento de los animales.
—¿Quién dijo aquello de que si los dioses no existieran habría que inventarlos? ¿Qué piensas?
—Me parece una ocurrencia del momento. No han servido de nada. De más guerras y más muertes. Los animales, por lo tanto, nunca han estado encajonados del todo. Siempre han vagado a sus anchas. Incluso matando y haciendo barbaridades en nombre de este dios o de aquel. Y la ley, ya sabes: es como una telaraña, atrapa a los animales pequeños, pero los grandes pasan por allí como un elefante por una cacharrería. Así lo dijo Anacarsis allá por el siglo V a. C. Y nada ha cambiado.
—Sí, conozco la cita. Y conozco a Anacarsis.
Bendita sea la muerte. El fin y acabamiento de tanta necedad.
—Por lo tanto, y esto viene de hace tres mil años, se puede votar a este o a aquel, pero parafraseando el refrán, de político cambiarás y de sinvergüenza no escaparás. Aunque unos, la verdad, lo son más que otros. Por lo tanto, bendita sea la muerte. El fin y acabamiento de tanta necedad. Y mi alma, que no poseo, no irá a ninguna parte a gastar bromas ni a juguetear. Sí, se disolverá con el cuerpo. Ni huésped ni compañera: vida y muerte. Desaparición.
—O tal vez no —me dijo sonriendo Marco Aurelio.
—Me encantaría, eso sí —dije sonriendo—, transformarme en una especie de fantasma e ir por el mundo dando vueltas, vagando por aquí y por allá. Conocer de muerto todo aquello que se me escapó de vivo.
—Eso estaría muy bien. Pero es imposible. Así que…
—Te embarcaste, has navegado, has llegado al puerto. Desembarca —lo interrumpí.
—Eso mismo. Ahora bien, no me negarás que no has sido relativamente feliz: no has conocido ninguna guerra, no has tenido que matar a nadie o dejarte matar, has leído y estudiado, has viajado, has tenido dos o tres muy buenos amigos, has conocido un amor profundo y verdadero… ¿Qué más quieres?
—Desembarcar.
—No tengamos prisa. ¿Por qué no seguir charlando en este anfiteatro mandado construir por nuestro querido amigo Adriano?
—Me gustaría mucho. Estoy tan bien aquí.
—Pues disfrutemos del momento. Carpe diem. No hay más.
- Silencio - jueves 30 de noviembre de 2023
- Asociaciones - jueves 23 de noviembre de 2023
- El cazador - jueves 16 de noviembre de 2023
Notas
- Marco Aurelio, Meditaciones, libro III, 3. Traducción del autor.
- Anthony Birley, Marco Aurelio, Gredos. Barcelona (España), 2022. Traducción de José Luis Gil Aristu.