
Todo ser mudable se disuelve y perece sin remedio, porque desordenadas y traspuestas sus partes son: luego las almas deben desatarse en los miembros y morirse, sin quedar parte suya en el cuerpo.1
Lucrecio, De la naturaleza de las cosas.
Yo no sé, hijo mío, querido hijo mío, niñito mío, si tras la muerte vamos al Hades o a algún otro sitio. O a ninguno. Y si volveremos a vernos o no. Siempre me he inclinado a pensar esto último: desaparecemos sin más, como estábamos desaparecidos antes de nacer. No lo lamento. Tengo que decirte, no obstante, que esto, aunque te parezca mentira, me obsesionó durante un tiempo. Y comencé a hacerme preguntas, en medio del ajetreo cotidiano, y a resolverlas como buenamente pude. ¿Por qué, por ejemplo, no me ayudaba mi madre, muerta y enterrada, en los momentos difíciles de esta mi negra vida? ¿Por qué los dioses se mostraban tan sordos a mis peticiones de ayuda y socorro? ¿Están muy ocupados en el Olimpo, o éste, como me temo, está vacío de divinidades, y de piedad, tanto como lo estoy yo de esperanzas?
Estoy llena a rebosar de dolor. Tu muerte, mi querido hijo, niñito mío, es una profunda herida en lo más hondo de mi ser, que no se cierra. En vano grito, me araño la cara, me rasgo los vestidos o me arranco los cabellos. La congoja, el sufrimiento, no disminuye. Sería demasiado fácil conseguir un ligero apaciguamiento a costa de tan bajo precio. No. No disminuye la angustia, el dolor. Ni jamás creí que fuera capaz de soportar tanta y tanta tortura y desolación. Ronca me he quedado de gritar, llorar e implorar… La muerte me ha rodeado desde mi más tierna infancia. Y ha ido cargando la mano, una y otra vez, sin cesar, con el paso del tiempo. Parece que hemos venido a este mundo, querido hijito mío, para vernos morir los unos a los otros. Todas estas muertes, padres, amigas, hermana, vecinas, marido, emperadores y senadores, deberían haberme preparado para aceptar la tuya. Sin embargo, no ha sido así. De nada le vale la preparación a un legionario cuando se enfrenta a un enemigo que no da tregua, que se crece con cada ataque, y que jamás resulta herido ni se fatiga en la lucha. ¿Cómo se va a fatigar la muerte? ¿Cómo iba a hacer caso de mis lamentos y de mis lágrimas? ¿No había tenido suficiente privándome de la vida de tu padre, de la ayuda de tu anciano abuelo? No. No tuvo suficiente. Vino a por todos. Ni al más pequeño perdonó. Es un guerrero sin piedad ni consideración… Que mueran los padres antes que los hijos, es lo esperado. Pero tú, tan pequeño, morir antes que tu madre. ¿Por qué? ¿Por qué? Ahora, sólo quedo yo. Y yo no puedo soportar ya tanto dolor. Y me rechaza. Pero la obligaré a aceptarme. Sí. La obligaré.
Me parece imposible que la muerte se fijara en ti, un niño tan pequeño, tan indefenso…
El corazón se me encoge cada vez que, en sueños o despierta, te veo ante mí. Y me parece imposible que la muerte se fijara en ti, un niño tan pequeño, tan indefenso… Has sido mi alegría perenne durante estos dos o tres años últimos. Nunca me cansaba de tenerte en mi regazo, de acariciar tus manitas, tan suaves, tus piernas tan robustas ya, y de anegarme en aquella sonrisa tuya que ya nunca más veré. He tenido la suerte, te lo digo con todo mi corazón, de no ser rica: no fuiste amamantado, como hacen las señoras, por una criada, o una esclava. Fui yo quien te crie. Te di el pecho y lo hice de mil amores. Sí, aquellos, sin duda, fueron los momentos más bellos y felices de mi vida. Y quizás también de la tuya. Tan breve.
Tal vez para consolarme me imagino que has sido un afortunado al morir sin haber conocido otra cosa que los besos y abrazos de tu madre. Y no puedes imaginarte cuánto te he querido. Cuánto. Pues, dentro de poco, de unos años, hubieras debido ingresar en el ejército, y participar en una de las tantas guerras, infinitas, que estos señores, emperadores y senadores, se empeñan en mantener una y otra vez. Dicen que por el bien y la grandeza de la patria. ¿Qué patria se puede hacer grande llevando a sus hijos al matadero? Son ellos quienes se enriquecen con nuestra sangre, como esas bestias que no dejan comer a nadie en tanto se alimentan ellas. Hasta las carroñas de sus propias criaturas engullen.
¡Cuánto hubiera sufrido yo, pequeñito mío, al verte partir con tu escudo y tu lanza! Nunca, antes de parirte, di importancia a aquellas palabras que, según los defensores de la muerte, ahora me doy cuenta de ello, dicen que decían las madres espartanas a sus hijos cuando éstos se iban a la guerra: “Vuelve con el escudo o sobre el escudo”. ¿Qué madre es capaz de pedirle eso a un hijo? No me lo creo. No me lo creo… Yo te hubiera querido siempre junto a mí, vencedor o vencido. Y volver tú con vida, niñito mío, ya hubiera sido un triunfo. Aunque ni llevaras el escudo y llegaras cubierto de heridas. Te las hubiera curado de mil amores…
Tú has sido lo mejor que me ha sucedido en toda mi vida. Y te he perdido.
Todo son patrañas y mentiras lanzadas por aquellos que desean adueñarse de tierras y más tierras a costa de la sangre de los otros. ¿Y qué obtienes a cambio si logras sobrevivir? Un pedazo de tierra, con suerte, sembrado de piedras. Y gracias si lo puedes trabajar. Gracias si en alguna gloriosa batalla no has perdido alguna mano, un brazo, un ojo o una pierna. Se me hubiera partido el corazón al verte partir hacia cualquier guerra. ¿Qué nos importaba a nosotros que estos o aquellos no reconocieran la superioridad de las águilas de Roma, o dominaran unos mares por los que los senadores no podían enviar sus barcos a comerciar y enriquecerse? Tenía suficiente, más que suficiente, con tu padre, nuestro pedazo de tierra, y tu presencia. Tú has sido lo mejor que me ha sucedido en toda mi vida. Y te he perdido. Como lo he ido perdiendo todo desde el momento en que nací. Pero ningún dolor ha sido comparable a este que estoy sintiendo ahora. He llegado al límite, al fondo del abismo. No hay más profundidad. No hay más dolor, ni yo estoy dispuesta a soportarlo más.
¿Qué hago yo sola en aquella casa y en aquel pedazo de tierra? ¿Cuánto tiempo crees que va a tardar en reclamarla algún legionario, falto de escrúpulos? Quizás hasta me obligue a convivir con él, como esclava o concubina. Todo por un mendrugo de pan, por no vivir por las calles o en los lupanares como esas criaturas abandonadas a las pocas horas de nacer. No. De ninguna manera. Prefiero la muerte. Hubiera luchado con uñas y dientes por conservarlo todo para ti. Pero tú ya no estás. Ni estarás. La vida es muy cruel. No merece la pena vivirla.
Sí, mi pequeño hijo, en mis momentos de dolor me he recreado pensando que nos volveremos a ver allá en el Hades, en el otro mundo. Pero eso no dejan de ser fantasías y más fantasías. ¿Acaso no he visto en las tumbas y en las piras que nada queda del difunto? ¿Qué iba a ver de tu cuerpecito? ¿Qué iba a acariciar que no fuera una sombra? ¿Y no te daría pánico verme a mí tan demacrada, con estos andrajos que me asemejan más a una Furia que a la madre que tanto gozaba dándote el pecho? Te fuiste tú de entre mis brazos, y te llevaste mi vida contigo. Quizás haya sido una suerte para los dos: verte partir hacia estas incesantes guerras hubiera sido una doble muerte: la espera, la incertidumbre… ¿No podría alimentarse la muerte de esos seres que, ya caducos, no tienen esperanzas? ¿Por qué esa crueldad de arrebatar a los niños que apenas saben balbucear? Sí. Cierto es: ya no tengo nada que hacer en esta vida, ni nada puedo dar a la gloria de Roma. Desapareceré sin más, y nadie me echará en falta. ¿Quién iba a hacerlo? Tú eras la razón de mi existencia. Y ya nada tiene sentido. Moriré abrazada a tu tumba. Aquí. Sin moverme. Tal vez luego me entierren ahí contigo, pero ya no seremos nada. Polvo, ceniza. Olvido. Nada.
- Silencio - jueves 30 de noviembre de 2023
- Asociaciones - jueves 23 de noviembre de 2023
- El cazador - jueves 16 de noviembre de 2023
Notas
- Lucrecio, De la naturaleza de las cosas. Libro III, 1.029 ss. Cátedra Letras Universales. Traducción del Abate Marchena.