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La puja

jueves 7 de septiembre de 2023
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Plaza de España (Sevilla)
Volví a ver todos los azulejos de la plaza de España, donde están representadas las capitales de la nación a través de algún hecho histórico.
A continuación se produjo uno de los episodios más tristemente famosos de la historia de Roma. Dos candidatos rivales apostaban por el trono como si se tratara de una subasta.1
Anthony Birley, Septimio Severo.

A decir verdad, cuando leí aquello no me sorprendí mucho. Sabía que desde la época de Augusto los pretorianos, la guardia escogida del emperador y para el emperador, había ido acumulando poder. Tanto que podía, como de hecho lo hizo, asesinar a un emperador, Calígula, y poner a otro, Claudio, en su lugar. Al que consideraron, por supuesto, idóneo para velar por sus intereses de soldados privilegiados. Por la fuerza de las armas, Claudio fue declarado emperador. Años más tarde subastarían el trono en su campamento.

Aquella mañana, tras leer lo anterior, decidí tomarme un respiro e ir a pasear, de nuevo, por otro de los encantadores lugares de Sevilla: el parque de María Luisa. Llegué muy temprano. Prácticamente estaba solo. Aprovechando la coyuntura, volví a ver todos los azulejos de la plaza de España, donde están representadas las capitales de la nación a través de algún hecho histórico. Me llamó la atención que en cada una de aquellas representaciones históricas hubiera una hornacina. Me explicaron que fueron hechas con la finalidad de poner en ellas folletos, mapas e información de cada una de las capitales representadas. Estaban vacías. No me extraña: demasiado cráneo privilegiado que se cree con derecho a ir haciendo pintadas, o a llevarse o destruir lo que le viene en gana.

Tuvieron que abandonar el campamento y sus armaduras. Y así desaparecieron tras doscientos años haciendo trastadas.

Paseando por las amplias avenidas del parque, aprovechando la sombra y el fresco de las fuentes, no hacía sino darle vueltas al sorteo del trono de Roma, tras los asesinatos de Cómodo, el hijo de Marco Aurelio, y de Pértinax, el breve emperador de los ochenta y siete días, que le siguió. Fueron dos quienes pugnaron por el trono, en el campamento de los pretorianos, ofreciendo cantidades de dinero en la puja. Ganó el mejor postor. Fueron éstos Didio Juliano y Sulpiciano. Corría el año 193 de nuestra era. Juliano ganó la puja. Gobernó, pese a la fortuna invertida en ello, setenta y seis días. El senado, cansado de él, lo condenó a muerte. Y Septimio Severo ya se movía, con sus legiones, camino de Roma.

Una de las primeras medidas de éste, cuando lo proclamaron emperador, fue terminar con los pretorianos. Septimio les tendió una trampa. Sin armas, y rodeados por los soldados imperiales, tuvieron que abandonar el campamento y sus armaduras. Y así desaparecieron tras doscientos años haciendo trastadas e imponiendo su voluntad. Seguramente también Severo se haría con el dinero de la puja por el trono.

Mi primera reacción, nada más salir del hotel, y con la lectura de estos hechos muy fresca, fue volver a Itálica y comentarlos con Marco Aurelio. Pero me sucede algo, no sé si tópico o curioso: conforme me voy haciendo más y más mayor, mejor recuerdo los hechos de mi infancia. Y más nítidos se me aparecen los rostros de personas desaparecidas hace muchos años. Recordé entonces un refrán que le dijo mi padre a mi madre como consecuencia de ciertas críticas de ésta a su familia: “De los tuyos —dijo mi padre— mal quieras decir, pero no mal oír”. Silenció a su mujer.

Este refrán me hizo reflexionar, y cambiar los planes de aquel día: me iría al parque de María Luisa en vez de volver a Itálica. Me imaginé que a Marco Aurelio no le haría nada de gracia rememorar la actuación y muerte de su hijo, y todo cuanto sucedió a continuación. No obstante, yo veía una ventaja en ello. Se me despertó una ocurrencia, un castillo de naipes. Era consciente. E imaginé, sentado en un banco a la sombra, cerca de la estatua de Gustavo Adolfo Bécquer, que el emperador estaba a mi lado.

—Estoy harto —comencé a decirle— de las últimas elecciones que hemos sufrido en este país, de los políticos y de sus mentiras, de sus faltas de respeto y de su demagogia. Y ahora sólo faltaban los posibles acuerdos para elegir al presidente del gobierno. Parece una puja.

—Es una lucha política —dijo bondadoso, como siempre—. Y, desde luego, con insultos y descalificaciones no es conveniente acercarse a ella.

—Oyendo a muchos de nuestros políticos podríamos definir la política como el arte de mentir sin sonrojarse ni sentir vergüenza. Al final, no sé si no tenías razón al hacer que al poder sólo llegaran los aristócratas.

Nuestra vida es un suspiro, y nos afanamos por necedades y tonterías.

—No fue una buena solución, como bien sabes. También éstos tenían sus intereses y sus ambiciones. Y luchaban a muerte por ellas. Es algo que, de alguna forma, da pena: el mundo es un punto, ocupamos un pequeño rincón en él, nuestra vida es un suspiro, y nos afanamos por necedades y tonterías. No nos durarán más allá del agua de una clepsidra.

—El hombre debería aprender a bien morir antes que nada.

—A filosofar.

—La filosofía hace décadas que está apartada de nuestro sistema educativo. Y tampoco hay mucho interés por ella. En las librerías, tanto la sección de filosofía como de poesía, apenas si ocupan dos estantes no muy largos ni capaces.

—Una pena, la verdad.

—Sí. Máxime cuando se puede aprender tanto de la filosofía del pasado. Y de la historia. Me gustan mucho los sofistas, y los estoicos. Y volviendo a la historia, tras enfadarme, la ocurrencia de subastar el trono me ha parecido una buena idea. Es una buena forma, creo, de acabar con las demagogias y las mentiras de los senadores.

—No me parece una solución acertada. Predominan en la puja el dinero y la desfachatez.

—Tomémoslo como el inicio de un nuevo sistema. Puede dar sus frutos. Por ejemplo, cuando llegan las elecciones, se saca a subasta el butacón presidencial. Con sólo un mitin para cada partido. Pueden pujar todos los partidos que quieran. Y para que no se diga que esto no es una democracia, los seguidores podrán aportar dinero, sin límites, a sus políticos preferidos. Ganará las elecciones, al cabo de quince días, quien más dinero haya logrado.

—Es una mala solución. Se impondrán los ricos de forma clara. Y se acentuarán las diferencias sociales. No me gusta la idea. Parece mentira que tú…

—Todavía no he terminado. Antes, todos los partidos políticos se deberían comprometer a invertir el dinero de la puja en hospitales, escuelas, salas de concierto y en ayudas a los más débiles. Y en que tendrán personal para ocupar los distintos ministerios. Así nos quitamos de encima a los oportunistas. Creo.

—Sabes que hecha la ley, hecha la trampa. Invertirían una pequeña cantidad…

—No. No lo harían. Pondríamos vigilantes. Personas que no tienen nada que ganar, y que cumplirían con sus obligaciones al cien por cien.

—¿Y dónde vas a sacar a esos seres angelicales?

—Del Hades. Personas muertas a las que no se puede corromper.

—Me estás recordando —dijo riéndose— al arbitrista aquel creado por don Francisco de Quevedo: el que propuso secar la mar con esponjas a fin de que los ejércitos pudieran pasar a pie enjuto a Britania, y atacar así a los infieles.

—Sí. Tienes razón. Todo cuanto estoy diciendo no es sino una necedad. No hay nada que hacer. Resignación.

—Siempre puedes confiar en la educación.

—No. No confío en ella. En absoluto. A no ser que cambiemos el concepto de educación.

Sólo la filosofía nos salvará. Tanto en cuanto la filosofía tenga el poder de cambiar al hombre.

—Por supuesto que hay que cambiarlo. Educación no es ir a la universidad. ¿O no ves un día sí y otro día también a abogados y magistrados haciendo de las leyes un monigote? Lo manejan como un niño trata a su viejo osito de peluche, aunque con mucho menos cariño. Sólo la filosofía nos salvará. Tanto en cuanto la filosofía tenga el poder de cambiar al hombre, de hacerlo bueno y bondadoso, de hacerle percatarse a éste de la brevedad de su vida, de que la muerte la tiene encima constantemente…

—No lo sé. Soy muy escéptico. Ni pujas, ni filosofía ni votaciones cada cuatro años… Y sí, tienes razón: mientras el hombre no cambie, no hay nada que hacer. Y no lleva trazas de cambiar.

—No perdamos la esperanza.

—No la tengo. Tengo, eso sí, un enorme cansancio. Necesito volver a mi casa y estar en mi habitación con mis libros. Allí soy feliz. Esta tarde voy a ir a la estación y, si hay tren, me voy a casa.

—Me parece muy bien. Podemos vernos en otros lugares…

—Sí, desde luego. En Mérida o Segóbriga. Tengo ganas de volver allí. Pero ahora necesito una larga temporada en casa.

—Lo comprendo.

Y diciendo esto nos levantamos, saludé a la estatua de Bécquer con un movimiento de cabeza y salimos del parque. Había un tren a las 18 horas. Saqué el billete y tras dar una última vuelta por la ciudad, me fui a la estación. Tenía mal sabor de boca con mi necedad sobre la puja. Se me pasaría leyendo al autor que siempre me acompaña: Luciano el Samósata.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Anthony Birley, Septimio Severo, Editorial Gredos, 2022. Traducción de José Luis Gil Aristu. p. 147.
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