
Toda argumentación se basa en posibilidades, lo cual implica en conjunto una lógica y una visión clara de las conductas humanas habituales, aceptadas y razonables.1
Jacqueline de Romilly, Los grandes sofistas en la Atenas de Pericles.
Por pereza, por unas cosas y por otras, había estado un par de semanas sin salir a caminar. Eso me generó problemas de conciencia. De vez en cuando se me presentaban voces e imágenes, oídas y vistas infinidad de veces, sobre enfermedades cardiovasculares propiciadas por la falta de ejercicio. Era preciso moverse. Concienciado, el viernes por la noche lo dejé todo preparado: mochila, botellas de agua, bocadillos y ropa de abrigo, más chubasquero, por si acaso. No había lluvias anunciadas. Pero también los meteorólogos son humanos y pueden equivocarse. Con la idea, pues, de salir al día siguiente, me fui pronto a la cama.
La verdad es que me apetecía bien poco, por no decir nada, abandonar mi habitación. Prefería estar en casa leyendo u oyendo música. No obstante, y a mi pesar, me lancé a la calle en busca de un tren de cercanías. A fin de acallar la conciencia, iría a un pueblo cercano, caminaría durante un par de horas, y si podía regresar poco después de comer en cualquier bar o tasca, miel sobre hojuelas.
Tardaría una hora, más o menos, en llegar al destino escogido. Subí al tren. Me senté al lado de la ventanilla, saqué un libro de la mochila y me puse a leer. Todavía era de noche. Estaba solo. Pero no tardó en aparecer un hombre mayor, bien vestido, corbata, chaleco y chaqueta. Elegante y pulido. Me saludó. Se sentó frente al vacío asiento de mi izquierda. Así pudimos estirar las piernas los dos. Abrió su periódico y se enfrascó en la lectura de algún artículo. Seguí leyendo esperando que el tren arrancara de un momento a otro.
Cerré el libro con disgusto. Con aquellas voces era imposible leer.
Miré el reloj. La hora en punto. Y en punto, en un último suspiro, subió un nuevo pasajero. El más joven del grupo. Nos saludó con una voz de trueno, como si ambos desconocidos estuviéramos sordos como una tapia. Asentí con la cabeza. Mi vecino lo saludó tendiéndole la mano. Imaginé que se conocerían.
—Yo, cuando te he visto —siguió con el mismo tono de voz que por poco no hizo vibrar los cristales de las ventanillas— me he dicho, a este lo conozco. Tienes la misma carica que cuando eras joven.
Cerré el libro con disgusto. Con aquellas voces era imposible leer, aunque me hubiera ido no a la parte más alejada del vagón sino del tren.
Contó parte de su vida para llegar a donde, sin duda, le interesaba. Tenía un público indefenso. El tren estaba cogiendo velocidad. Se creció.
—¡La de veces —comenzó a contar con ganas y brío— que tu padre y el mío me llevaron a los toros! Y ¿qué te parece? Ahora me insultan y me dicen de todo en el pueblo porque me gustan los toros. ¿Es eso un crimen? ¡Coño! Con tantas guerras que hay por el mundo…
—Hombre —le replicó su conocido—, no es lo mismo una cosa que la otra.
—Pues toreros mueren bien pocos —replicó sin menguar el tono de voz—. Y en un día de guerra, con tanques y bombas, mueren más hombres, mujeres y críos, que toreros han muerto desde que el mundo es mundo, y se inventó el toreo.
—Ya. Pero no se protesta por los toreros. Gracias a Dios mueren pocos, desde luego. Es por la tortura…
—¿Qué, de los animales? —preguntó interrumpiéndolo—. Pues están bien criados y alimentados por allá por los campos. Vale la pena esa vida por unos minutos de sufrimiento. No como las vacas, encerradas en los pesebres o en las granjas, sin ver una hierba ni un bancal, y muertas en un matadero con la silla eléctrica o algo así.
Comparados con los esclavos que trabajaban en las minas los gladiadores eran unos privilegiados, desde luego.
Recordé haber leído, en alguna parte, una justificación parecida sobre los gladiadores en Roma. Morían en la arena, pero también llegaban a ella bien entrenados y alimentados. Comparados con los esclavos que trabajaban en las minas eran unos privilegiados, desde luego. Máxime cuando no se teme a la muerte, viniere como viniese. De la mano de un compañero o de un extraño. Siempre hay justificación para todo.
—¿A usted qué le parece? —me preguntó dirigiéndose a mí.
—No me gustan los toros —le dije de la forma más amable que pude—. Bueno, en realidad, y por no hablar de lo que no sé, he de decirle que jamás he ido a una plaza de toros. Lo siento. No me atrae el espectáculo.
—Y algunos del pueblo —siguió clamando ignorando mis palabras— me llaman facha y de derechas porque me gustan los toros. Y sí. Soy de derechas, y ¿qué pasa? ¿Le hago daño a alguien?
—Eso tú lo sabrás —le dijo el señor trajeado.
—Seguramente a los toros —añadí yo por lo bajo.
—Si no fuera por las corridas de toros, esos bichos ya no existirían.
—¿Y qué? —le repliqué—. Vale más no haber nacido que hacerlo para servir de distracción y ser atormentado hasta la muerte.
—Claro. Y entonces dejaremos de comer carne. Esto es un mundo de locos. Tanto meterse con los toros, y nadie dice ni mu con las guerras que hay por ahí. Y cada día más.
—¡Hombre! Protestamos y hacemos lo que podemos. Se dice contra ellas. Y mucho.
—Sí. Como esa imbecilidad —prosiguió con lo suyo— que ha salido ahora, y anda que no hace falta tenerlos… Ahora resulta que teniendo todos una misma lengua tenemos que hablar la de casa y buscar a un traductor para que nos entiendan los otros, que también hablan nuestra lengua, pero también tienen otra distinta… Es como si nosotros fuéramos chinos, habláramos los tres el chino, pero yo me empeñara en hablar en el chino amarillo, de mi pueblo; usted —me señaló a mí— en el azul, del suyo, y tú —señaló al del traje— el morado, del tuyo. Y nos hicieran falta uno o cinco traductores cuando nos podemos entender de maravilla sin necesidad de nadie. ¡Y luego se meten con los toros!
El señor del traje esbozó una leve sonrisa.
—¿Tengo o no tengo razón? Más que un santo. Y si no este señor que estaba leyendo un libro te lo dirá.
—¡Hombre! —le dije tratando de ser conciliador—, en los libros siempre se procura ir al original. Quiero decir que si un libro está escrito en chino, y se conoce esa lengua, mejor leerlo en chino que en una traducción.
—Comprenderá usted —me dijo el hombre del traje— que no se pueden dominar todas las lenguas.
—Por supuesto. De ahí la necesidad de los traductores.
—Yo no tengo estudios como ustedes —dijo aquel buen hombre que no estaba dispuesto a perder comba ni a bajar la voz—. Pero no hace falta ir a la escuela para saber que lo que está bien, está bien. ¿No somos todos españoles? ¿No hablamos todos el español? ¿Para qué andarse entonces con tonterías y zarandajas? ¿Ofendo por eso a algún catalán o a algún vasco? ¿Es usted catalán? —me preguntó con un tono entre de disculpa y amenazador.
—No, señor —le contesté sonriendo—. Soy de un pueblo en el cual se habla muy mal el español. No obstante, mal que bien, nos entendemos entre nosotros. Pero ahora al alcalde le ha pegado por decir que no hablamos el español. Que nuestra lengua es anterior a la creación del mundo y que va a deslatinizar el español que hablamos, corrompido por los romanos cuando nos invadieron. Ahora ya no iremos al ambulatorio, sino al sitio donde toman la tensión. Los romanos no se la tomaban. Y a poner en valor las calles. Y a escribir tan mal como hablamos, madicho por me ha dicho… Y algunas majaderías más.
—Pues muy bien, coño. ¿Las lenguas no están hechas para entenderse? —preguntó sin haber entendido nada—. Pues si nos entendemos todos con una, ¿para qué buscarle cinco pies al gato?
—Pues porque en España se hablan más lenguas que el español —intervino el hombre del traje.
—Y para toros los de Guisando —añadí yo, socarrón.
Que cada uno en su casa coma lo que quiera, pero que no me vengan a mí dándome acelgas y berzas.
—¿Y qué? —preguntó desafiante—. Y en mi pueblo se come cocido, y en el otro, potaje, y en el de más allá olla podrida. Y que cada uno en su casa coma lo que quiera, pero que no me vengan a mí dándome acelgas y berzas. La carne de toro está bien buena, guisada como le gusta a este señor o cocida —dijo dirigiéndose a mí casi sin respirar—. Cuando haya toros en el pueblo, que le avise este —señalando al del traje— y nos damos un almuerzo como unos señores. Guisado el animal, ya que le gusta así.
—Así lo haré —le respondió en tanto se levantaba y me guiñaba un ojo—. Y vámonos para la puerta que estamos llegando al pueblo.
—Espera que me despida de este señor.
Diciendo eso me tendió una mano con la mejor de sus sonrisas.
—No lo he ofendido, ¿verdad? Soy como soy. Un poco pesado, a veces. Pero soy buena persona. No le habré ofendido, ¿no? —volvió a preguntar.
—No. No se preocupe —dije levantándome y estrechando su mano—. No me ha ofendido.
—Pues eso es lo importante: no ofender ni faltar al respeto, que la educación es la educación.
—Tiene razón —le contesté apretando su mano con fuerza.
Bajaron. Me quedé solo en el vagón. Cuando el tren se puso en marcha de nuevo me asombré del enorme silencio que me rodeaba. Aun así todavía sonaban en mi cabeza las voces y los ecos de aquel amante de los toros de recia voz. Me felicité por haber salido de casa. No sé a cuántas personas podían representar las opiniones de aquel hombre. Pero, seguramente, me dije, a unos cuantos. No le di más vueltas. Eso sí, me iba a comer los toros de Guisando guisados. Iba a ser aquella una comida muy pesada. Tanto que me entraron muchas ganas de caminar.
Me bajé en la próxima estación y me fui monte arriba rápidamente.
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Notas
- Jacqueline de Romilly, Los grandes sofistas de la Atenas de Pericles. Seix Barral, 1997. Traducción de Pilar Giralt.