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Macrolectura

miércoles 22 de mayo de 2019
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Macrolectura, por Daniel Buzón

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

lingua sed torpet, tenuis sub artus
flamma demanat, sonitu suopte
tintinant aures…

Entonces me entretuve recorriendo con detenimiento sus rasgos, porque había lanzado una ojeada vagamente soberbia a su compañera, que por enésima vez intentaba digerir la explicación del teorema del coseno, sin éxito. Como ella había mostrado la misma anuencia satisfecha, pero al deber aplicarlo sobre el papel delataba una impericia asombrosa, calibré sin querer que acaso había penetrado por fin aquel matemático misterio. No era realmente el caso. Ya me había llevado desengaños parecidos. Más de seis meses en el cargo de profesora me habían impelido a remusgar que los alumnos no estaban reaccionando adecuadamente a los empeños de pedagogías innovadoras. Éstas conformaban un mosaico descoordinado de contribuciones diversas, a cual más estrafalaria, subvencionadas y promovidas por el Departamento de Enseñanza, que el director del instituto, otro psicopedagogo, debía introducir bajo la rigurosa supervisión de inspectores perseverantes.

Se había creado un equipo de neoinserción escalonada (la burocracia filológica o misológica es quien verdaderamente impera), que ilustraba al profesorado con la retahíla de trípticos punteros en el último grito metodológico, los cuales reposaban sobre un expositor portafolletos inclinado, custodiado en la gran sala. No ya el trabajo cooperativo en el aula ni las TAC ni la educación por proyectos o competencias, conjunto algo obsoleto, poliédrico y difuso, sino otros muchos inéditos procedimientos descendían sobre los profesores como cataratas metálicas y en el fondo hostiles y subrepticias.

A pesar de todo, mis compañeros apenas manifestaban el menor rechazo ni tampoco la mínima aprobación. Acostumbraban a quedarse algunas tardes para recibir una formación también inyectada desde el Departamento, la cual mi condición de sustituta de paso no me obligaba a cursar. Eso no significa que dirección y jefatura de sección no me tratasen con desapego y frívola ironía y que mis compañeros no me mirasen con ligera frialdad.

Sus cerebros eran panales de datos inconexos en compartimentos estancos, acaso competencialmente eficientes, epistemológicamente hueros.

Con pocas excepciones, las conversaciones de mis colegas eran de una convencionalidad deprimente, concordes todos en materia política, complacidos y entregados en cuestión laboral. En una de esas tardes que los otros empleaban en formación conocí mejor al profesor de lenguajes conmutativos, David, la única alma fresca en aquel claustro. Aunque se conducía en el instituto, como yo, tan discretamente que hicieron falta algunas horas de cama para que empezáramos a franquearnos sobre la impresión que nuestro puesto laboral nos daba. Nos reímos mucho un poco nerviosamente dando expresión a desahogos hacía mucho reprimidos. Después de la quinta cita ya no le vi más. Sabíamos que el inspector le debía auditar, pero pensábamos que sería rutinario. Supe por la jefa de mi departamento que pidió (o se vio obligado a aceptar) la baja. Simultáneamente perdí todo contacto, por absurdo que pueda parecer. Aún me despertó durante mucho tiempo, esporádicamente, el recuerdo de su olor.

Apreciaba a mis alumnos, pero lo cierto es que ante mí tenía entes progresivamente vacuos. Al principio creí que mi método resultaba anticuado, tedioso. Luego apliqué tres de las veinte novedosas técnicas con ayuda del departamento de psicopedagogía y del de neoinserción. Fue penoso, llevó muchas horas de preparación y los niños obtuvieron resultados magníficos sobre el papel o en exámenes muy dirigidos. Pero al comprobar sus conocimientos en cortas conversaciones directas éstos eran ínfimos, casi nulos. O, peor, un batiburrillo caótico y lábil que mostraba a las claras la carencia total de lo que una vez se llamó asociación de ideas. Sus cerebros eran panales de datos inconexos en compartimentos estancos, acaso competencialmente eficientes, epistemológicamente hueros. Los muchachos, como animales adiestrados, respondían a estímulos aislados pero nunca comprehendían conceptos y menos aun su continuidad con otros. Intentar entenderse con ellos de manera humana e inmediata era un suplicio de frustraciones y desaires. Dejando a un lado que la denominada otrora “clase de maestro” estaba expresamente perseguida por el inspector, mis escasos intentos por darles la materia sin medios, prescindiendo de innovaciones y basándome sólo en la palabra fueron haciéndose añicos contra inteligencias amaestradas en la reacción adecuada a señales llamativas.

Mi anómala formación en antiguas Humanidades y Ciencias, de la que siempre me he avergonzado, fue capaz de brindarme otra incómoda sorpresa. Tampoco mis compañeros recordaban o hilvanaban un argumento conexo a lo largo de sus lecciones. La lectura moderna, basada en textos de hasta quinientas palabras como máximo, establecida para toda la población hace varias décadas por ley y aplicada con exactitud por el Departamento de Salud junto con el de Educación bajo directriz de la Unión Europea, parecía haber ido minando la secuencialidad intelectiva. O eso es lo que creen una serie de disidentes cuyo nombre es casi tabú en los centros educativos y que han combatido desde entonces la calificación oficial de la macrolectura como “perniciosa práctica atentadora contra la libertad de pensamiento”, bajo una etiqueta parecida a la que clasifica las clases de maestro. Yo arriesgaba mi puesto de trabajo al atreverme a pensar que había que llegar a las mil palabras.

Es cierto que David y yo habíamos bromeado a menudo acerca de la posibilidad de introducir en clase un macrodiscurso o una macrolectura. Sí, es verdad. Y también nos habíamos divertido con la idea de llevar una pistola o entrar desnudos en el aula. Son burradas sin ton ni son propias de profesores más bien quemados por el trabajo. Sin embargo, los alumnos de quinto año se convirtieron en inconscientes colaboradores de los varios crímenes que he cometido.

A sus quince años, mis pupilos, que se sentaban en la cuarta mesa redonda, eran una especie de tábula rasa manchada de los pintarrajos de una educación insustancial. Ellos se mostraban todavía más disgregados que el resto. Resultaban, si cabía la posibilidad, aún peores alumnos que sus compañeros. Estaban en el limbo de la nula respuesta. Eran disruptivos mediante la seriedad flotante e injustificada, la poca comunicación y precisamente el silencio en medio de la dinámica fragorosa, parlanchina y casi frenética del método por proyectos. Mientras yo me desvivía por conseguir que sus delirantes compañeros entendieran algo en mitad de la cháchara alocada, ellos se aferraban a su comportamiento inadecuado, basado en el aislamiento y la mudez. Alguna vez incluso los había cazado hablando tranquilamente, escuchándose por turnos.

Yo estaba alarmada. Me vi obligada a expulsarlos alguna vez de clase y el tutor, alertado por mí, quiso mantener entrevistas con sus responsables legales, sin éxito. Sus familias estaban poco disponibles. Se decía que el padre de uno había sido profesor universitario hasta que los nuevos métodos pedagógicos que ya se imponían en la educación superior lo descabalgaron de una carrera notable.

Debo reconocer que nada me hizo conectar la conducta negativa de aquellos dos con mis dudas al respecto de la innovación educativa. Nada, ni siquiera el último dato mencionado. Para mí eran muchachos renuentes, incómodos, que se te quedaban mirando mansa pero intensamente al ser reconvenidos, sin siquiera la reactiva verbosidad reivindicativa de sus compañeros. Esa mirada muda pudo costarles un expediente. Lo único que me congraciaba con ellos era un acto inconsciente del que más bien era culpable yo misma.

A pesar de que su vestimenta era completamente igual a la de sus compañeras femeninas, había algo en su constitución, por debajo de la ropa, que me desasosegaba. La cintura, el pecho. Luego el pómulo límpido y marcado del pelirrojo, el cuello sedoso y ya musculado del moreno. Los tobillos de ambos. Sus manos. Aseguro que no me daba entera cuenta de lo que me sucedía, pero mi inquietud estaba empezando a quitarme el sueño.

Mi insomnio me empujaba a leer algunos ridículos artículos en papel amarillento que contenían hasta 10.000 palabras y que conservaba desde la facultad. Lo cierto es que sólo era capaz de volverlos a leer con la ayuda del alcohol o alguna droga menor. Hablaban de culturas antiguas, sin los filtros de la selección ética aplicada posteriormente en todo el sistema educativo. Me asustaba aún la llamada “bibliografía”: se recogía al final de los artículos en alucinantes tiradas infinitas de títulos nunca vistos por mí ni que la facultad ya entonces almacenaba. Pero a su modo eran peores las notas que citaban algunas de esas obras en su página 100 o a veces 500 (!). Me mareaba pensar en el número de palabras que tal cantidad de papel podía contener y concluía, como el profesor de facultad que nos mandaba leer esos artículos, que seguramente los libros citados estaban constituidos, en la mayoría de páginas, por láminas e ilustraciones.

Yo quise ceñirme a mi trabajo, sin simpatizar con su pasado, de modo que desempeñé el papel de neoprofesora como mejor supe.

Como el tutor no conseguía contactar con las familias tomé la iniciativa. Visto que vivíamos en un barrio apartado y chico, no era tan descabellado visitar la casa de uno de los jóvenes durante las tres horas de uno de los huecos matinales de mi horario. Ni siquiera sabía si habría alguien en casa. El tutor me había avisado de que aquel padre probablemente golpeaba a su hijo y le sometía a arcaicas prácticas pedagógicas. Estaba por lo tanto advertida y además mi tácita disidencia me hacía menos impresionable, al menos respecto del segundo extremo. Lo que encontré fue sin embargo inimaginable.

Abrió la puerta el padre, que no entendía la insistencia del instituto y decía poner todos los medios por mejorar la actitud del hijo. Me dio la impresión de una de esas familias desestructuradas y de un padre incapaz de cumplir con sus deberes parentales. Agradeció no obstante mi visita. Me franqueó su casa y me invitó a alguna bebida. Yo quise ceñirme a mi trabajo, sin simpatizar con su pasado, de modo que desempeñé el papel de neoprofesora como mejor supe. Le pregunté qué pensaba hacer su hijo en un futuro. Me dijo que lo ignoraba pero que él no podía evitar que saliera a la calle a corretear y de vez en cuando se quedara solo en su cuarto. Entendí que trabajaba en el ordenador. Me contestó que por desgracia su esposa y él no podían permitirse la mitad de los medios tecnológicos de otros hogares. La casa evidentemente no era domótica y cerré los ojos estremecida al comprender que no tenían wifi. Pero sabía que me escondía algo más. Como en los viejos thrillers estadounidenses, quería curiosear por la casa para descubrir la capilla satánica o el cadáver putrefacto de la abuela dada por desaparecida.

Para ello me busqué alguna nimia excusa. El azúcar o los cubitos de hielo, no me acuerdo. Me asomé al pasillo. Una puerta entornada, la luz mortecina de una mañana lluviosa colada por las ventanas. Como en el duermevela interpreté erróneamente como un cuadro de marco ancho lo que parecía ser, dentro de un cuartucho, algo así como una estantería que sostenía objetos de forma rectangular alargada, dispuestos en hileras. Achiné los ojos, vacilante. Luego, mientras oía al hombre volver de la cocina y yo corría de puntillas hasta el comedor, caí en la cuenta. A pesar de mis veleidades, sentí la confirmación de mis sospechas sobre las sordidez del ambiente y el aire serio y reflexivo, conservador y adusto, del personaje. En efecto, había visto libros.

En ese lugar debía crecer el pobre niño y las horas pasadas en su cuarto a que se refería el padre eran de lectura, no sólo de 500 palabras. De hecho ni siquiera su curso podía leer aún tal cantidad, sino frases cortas o las 150 palabras de una ficha de proyecto, convenientemente distribuidas y dosificadas a lo largo de la página. Cuando salía por la puerta estaba completamente segura de que debía denunciar aquella situación a los servicios sociales del instituto. Era mi deber y pensaba cumplirlo, a pesar de mis pasadas ligerezas irrisorias.

Pero al volver al instituto dejé transcurrir la mañana sin hacer nada. No sé por qué dormí más tranquila. Al día siguiente tuve a los muchachos a primera hora. Los observé mientras dirigía la clase. No sabía lo que hacía o quizás sí. Cuando todos trabajaban, me acercaba a ellos, les hablaba, intentaba entenderles. El moreno era sólo un amigo al que había logrado asociarse el pelirrojo, el hijo del maestro y el verdadero raro espécimen. Continué así durante dos semanas. Compartíamos momentos de complicidad, reíamos juntos. Los otros alumnos y el tutor creían que me implicaba para encauzar su conducta.

Había veces en que les daba palmadas en los hombros o en la espalda para que comprendiesen mejor. Creo que por entonces no entendían mucho más que el resto ni sus notas sobre el papel mejoraban. En las siguientes semanas rocé alguna vez sus manos, les acaricié la mejilla. Llegó la evaluación y obtuvieron una anotación desfavorable. Conseguí que la junta y el tutor estuvieran de acuerdo en que les dedicase una hora extra de mi horario, que yo aportaba gratis.

En la pequeña salita del AMPA (la Asociación de Padres), que estaba libre durante el patio, nos sentamos juntos a una misma mesa. Nuestras piernas a veces se rozaban. Ellos estaban más alegres y locuaces, pero el pelirrojo se volvía aún más circunspecto, sin dejar de corresponder a mis tímidos avances. Me atreví a traerles algunos textos adicionales, primero de 200 a 500 palabras. Poemas, cuentos. Leíamos y los comentábamos tranquilamente. La suavidad ingenua de sus manos, que crecían robusteciéndose, me punzaban en la garganta como cristales dulces. El pelirrojo podía leer cómodamente los pedazos estudiados. Me atreví a meter clandestinamente textos de mil palabras. Reaccionaron positivamente. Pero el moreno dejó de aparecer. Temí una delación fatal. Supe que, sin embargo, estuvo malo varias semanas. Mi complicidad con el pelirrojo fue en aumento. En los pasajes más interesantes me gratificaba con un beso en la mejilla. Me abrazaba. Noté su excitación nerviosa, avisté el abultamiento inguinal.

Me asaltaron entonces escrúpulos febriles. Perdí otra vez el sueño, dejé las clases extra durante unos días. Tomé somníferos que dieron poco resultado. Me sumí en mis artículos, en mis largos apuntes de la facultad, algunos de mucho más que 2.000 palabras. De entre los legajos, entresaqué sin esperarlo un fajo de papeles impresos, unido en uno de sus bordes, acaso cuarenta. Era, sin estirar demasiado la semántica de la palabra, un libro, un recopilatorio o antología de una antigua poetisa griega, cuya prohibición se demoró en las facultades porque fue bendecida por su consabido lesbianismo.

Yo no iba allí simplemente a abusar de un niño o a gozar sin más un fruto joven.

Safo, a quien no había entendido demasiado y cuya pederastia me había repelido, libó algunas noches sobre mis sentidos el poema de los efectos del amor. En aquellas circunstancias penetraba mejor en el meollo de los versos, a través de la versión catalana, por cierto de un clérigo, que en su día pude conseguir. Y me calmaba. Lloré, me masturbé, chillé en la noche, deshice la cama, me levanté con terrible resaca, la boca acidulada.

No podía seguir de aquel modo. Le pregunté cuánto le quedaba para sus dieciséis. Aún mucho. Supe que no debía esperar más. Apoyando la muñeca en su hombro, le acaricié la nuca, el pabellón de la oreja. El niño miraba la mesa cabizbajo. Le convencí de que quería enseñarle textos más extensos aún, pero no resultaba posible allí dentro y era mejor aprovechar algún momento en su casa, estuviera o no su padre. Ambos sabíamos que se lo proponía en su ausencia. Con ardor de adolescente programé con él una cita para aquella misma tarde.

Me vestí con una falda de flores, una no sabe en virtud de qué decadente o enloquecida ñoñez. Metí el opúsculo en una bolsita delicada de lino y me camuflé un poco con un sombrero y unas gafas ahumadas. No nos comunicábamos por teléfono. Temí que no abriera. Temí que me obligase a quedarme en el comedor o me llevase a su cuarto infantil, a fin de cuentas acaso vacío del anhelado tesoro. Sentados en el sofá iniciamos la lectura de mi pequeño talismán y yo se lo interpreté con profesional esmero. Por fin conseguí un fugitivo y superficial beso. Luego otro, los labios bisoños, la lengua un exquisito y tierno animalillo desorientado, las manos torpes, perplejas. Jugué un poco con él. A pesar de su edad y del impacto colosal de aquella experiencia para él inédita, una erección inmediata le empujaba algo bruscamente hacia mi cuerpo. Le retuve. Le besé largamente para contenerle. Le sometí al dilatado y algo doloroso placer de sólo saborearse las bocas.

Yo no iba allí simplemente a abusar de un niño o a gozar sin más un fruto joven. Le advertí que estábamos muy a la vista, me hice un pelín la recatada. Con miedo pueril a perder una ocasión que el pobre muchacho creía de pronto manejar, me aconsejó su dormitorio. Le llevé de la mano al pasillo, como en remoto trance, y le enseñé el cuarto de la puerta eternamente entornada. A pesar del evidente cinismo del padre al mantener a la vista del hijo un pecado tan flagrante e inmoral, éste sentía todo el pudor y el horror de lo indebido. Me miró con cierta estupefacción, comprendiendo que ambos actos iban aparejados y que el atentado al pensamiento libre descubría la verdadera naturaleza delictiva de aquella desconocida iniciación sexual. Le volví a besar. Calenté su cuerpo con el mío. Se retesó enderezándose. Por un segundo pensé que se agitaba e iba a abortarlo todo. Luego me sonrió con descomedida malignidad y me condujo él a mí de la mano al corazón de la vedada librería.

Daniel Buzón

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