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En defensa de la ciencia ficción

viernes 29 de mayo de 2020
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En defensa de la ciencia ficción, por Maikel A. Ramírez A.
El que explore multiversos, tiempos futuros, realidades virtuales y mundos inexplorados en el universo hace que la ciencia ficción represente la más idónea pantalla de proyección del desenlace de los problemas actuales y de nuestros miedos más profundos. Fotograma del film “Soy leyenda” (2007), de Francis Lawrence y basada en la novela de Richard Matheson

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

“La única manera de descubrir los límites de lo posible
es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible”
(Arthur C. Clarke, segunda ley)

Empezó, si recuerdo bien, con un meme en el que una bibliotecaria anciana le indica a un joven que el libro sobre un político honesto se encuentra entre los anaqueles de ciencia ficción. Un poco después, no preciso fechas, escuché por aquí y por allá que determinado argumento, o algún hecho, era imposible de creer, por lo que, lógicamente, se trataba de ciencia ficción. A ver, me topo con esta equiparación del género con las mentiras de un político, o con la supuesta imposibilidad de los mundos imaginados por el género, y me pregunto si quienes arguyen tales sofismas siquiera se informaron de que hace millones de años el hombre apenas era un homínido primitivo, que nunca habría soñado con tener un teléfono inteligente cuya capacidad de procesamiento supera a la de los equipos que la Nasa usó para enviar el Apolo 11 a la Luna en 1969. En cuanto al funcionamiento del género, convendría prestarle oídos al escritor venezolano Gabriel Payares, quien, en su ensayo Ciencia ficción: un género que se extravía en su referente, concluye que la ciencia ficción es un género en transición, debido a que, por lo común, el discurso científico adelantado de una obra puede convertirse en realidad, lo que, en consecuencia, la excluiría del género. De allí que hoy concibamos el viaje en globo que describió Julio Verne como una obra de aventuras, mientras que la colonización de Marte de Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, visto que no la hemos alcanzado, hace que el libro mantenga su condición de ciencia ficción.

La ciencia ficción resulta mucho más abarcadora que otros géneros en el tratamiento de las enfermedades expansivas.

En lo que resta de este ensayo, me dedicaré a vindicar el valor de la ciencia ficción cuando habla de la pandemia en sus ficciones literarias y fílmicas. Después de todo, al igual que la robótica, la clonación, las mutaciones, la nanotecnología, los multiversos, las vidas alienígenas, los viajes interestelares, las realidades virtuales, las sociedades distópicas y los viajes a través del tiempo, la pandemia es un motivo de reflexión para el género. En su condición de correlato del positivismo científico, la ciencia ficción especula sobre los intereses próximos de la ciencia, como, en efecto, lo hace con situaciones como la presencia actual del coronavirus, o Covid-19, la cual ya había sido advertida por Katherine Harmon en un artículo de la revista Scientific American de 2010 sobre doce eventos que pueden ocurrir antes de 2050 y que cambiarán completamente el mundo. Tal parece que con este virus el destino al fin nos alcanzó.

 

Un asunto global

Al hurgar en la constitución biológica de la especie humana, la ciencia ficción resulta mucho más abarcadora que otros géneros en el tratamiento de las enfermedades expansivas. Un puñado de obras como El Decamerón, de Boccaccio; “La muerte de la máscara roja” y “El rey peste”, de Edgar Allan Poe; La peste, de Albert Camus; El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, y Némesis, de Philip Roth, son harto más locales en sus coordenadas espaciales, en tanto que una obra de la ciencia ficción como, pongamos, El último hombre, de Mary Shelley, la madre de la ciencia ficción, cubre una vasta extensión del mundo. Esto, desde luego, se incrementa en la actualidad mediante una globalización que interconecta el mundo en tiempo real. La novela Guerra mundial Z, de Max Brooks, es un ejemplar a cuento para ilustrar esta dimensión global. Encontramos acá un conjunto de historias, presentadas como entrevistas, sobre una irrupción zombi que comienza en China y se propaga por el mundo, generando una guerra con la que los humanos buscan exterminar esta amenaza a la especie.

El 17 de abril de 2020, provenientes de la Estación Espacial Internacional, arribaron a la Tierra los astronautas Andrew Morgan, Oleg Skripochka y Jessica Meir, quienes manifestaron a la prensa que habían encontrado un planeta completamente diferente al que dejaron en 2019. El joven escritor Andrés Ignacio Torres, estudiante de la Universidad Simón Bolívar, invirtió este orden en un cuento ganador del premio Toparquía 2015, que cuenta sobre la propagación de un virus mortal en otros lugares del universo.

Como se observa, en una clara oposición a otros géneros, la ciencia ficción no se confina a lo local sino que, incluso, se aventura con imaginar cómo se experimentará un virus en el espacio exterior, por lo que quizá el término “pandemia” no atrape lo extensivo de esta condición interespacial.

 

Lo racional

En su best-seller Homo Deus: a Brief History of Tomorrow, el historiador israelí Yuval Noah Harari se apoya en cifras que demuestran que nuestra ciencia tiene la capacidad de detener la devastación que provocaban las plagas de épocas anteriores. Hoy, no sólo somos herederos del positivismo científico en términos de los aparatos y disciplinas que ponen en marcha nuestro mundo, sino que, salvo ínfimos extravíos, tenemos la convicción de que un virus con las características del Covid-19 sólo puede ser curado con el auxilio de la ciencia. Si contrajéramos la enfermedad, asistiríamos de inmediato a un centro médico, en lugar de confiar nuestra vida a poderes mágicos o a la elevación de una plegaria.

El deslizamiento violento del Covid-19 por todo el orbe ha hecho patente la fragilidad de nuestros cuerpos, lo que, a mi parecer, disparará la implementación de inteligencias artificiales, realidades virtuales y la digitalización de muchas de las esferas de la praxis humana. Tan sólo imaginemos la posibilidad de continuar la producción de alimentos si tuviéramos máquinas que laboraran mientras los seres humanos guardan la cuarentena, o las clases que nunca se perderían si un grupo de alumnos y su profesor se conectaran a un aula virtual, o los enseres que estarían a la mano si muchas tiendas ofrecieran reparto a domicilio a través de drones. Por supuesto, este escenario puede terminar complicándole la vida a la humanidad. En un agudo ensayo sobre el papel de China en el orden mundial que derivará del control de la tecnología de inteligencia artificial, AI Superpowers: China, Silicon Valley, and the New World Order, el experto en inteligencia artificial Kai-fu Lee advierte del peligro de la masiva pérdida de mano de obra alrededor del mundo, puesto que, como nunca antes, la tecnología desplazará a la fuerza física y al componente cognitivo, intelectual, por lo que urgirá la redefinición del concepto “trabajo” y la creación de nuevos e inéditos oficios.

Nuestra forma de ser, estar y hacer en el mundo depende, en buena medida, de razonamientos en los que no hay cabida para el pensamiento mágico o mitológico.

Como quiera que sea, el par solución racional y tecnología que le facilita la vida al humano son rasgos centrales de un filme ochentero algo olvidado: Cyborg, de Albert Pyun, y con la actuación estelar del actor y experto en artes marciales Jean Claude van Damme, quien le da vida a Gibson, un sobreviviente de una guerra nuclear del siglo XXI, que lucha contra pandillas a lo largo de una ciudad de Atlanta derruida y azotada por una plaga letal, a fin de que una cyborg entregue el conocimiento que tiene para el desarrollo de una vacuna. Una obra literaria con un aparato tecnológico para sobrellevar los estragos dejados por la pandemia es la novela Lock In, de John Scalzi, en la que uno por ciento de la población mundial que sufre una pandemia, cuatro millones en Estados Unidos, queda consciente, pero sin movimientos, por lo que el gobierno decide crear robots que por medio de interfaces cerebrales estos enfermos pueden controlar a distancia, para así reincorporarse a la sociedad.

La ciencia y la tecnología nos han subjetivado, así que, por más que lo negáramos, nuestra forma de ser, estar y hacer en el mundo depende, en buena medida, de razonamientos en los que no hay cabida para el pensamiento mágico o mitológico, por lo que ningún otro género corresponde mejor a nuestras estructuras mentales que la ciencia ficción.

 

Anticipar lo impensable

El 9 de marzo, habiéndose transfigurado Italia en el nuevo epicentro del Covid-19, el primer ministro Giuseppe Conte decretó la cuarentena nacional. Según nos han informado, los más propensos a morir de esta enfermedad son los pacientes crónicos, las personas con afecciones respiratorias y la población más longeva. Un caso que nos toca profundamente entre estos últimos es el del ilustrador argentino de fantasía y ciencia ficción Juan Giménez, quien contrajo la enfermedad en España y llegó a su tierra natal sin sospechar que moriría pocos días después. Debido a esta fuerza destructiva sobre los ancianos, el Covid-19 nos hace pisar tierra firmemente: un simple evento contingente puede arrastrarnos a la involución, visto que en un pestañeo la humanidad puede perder la insustituible acumulación de conocimiento y experiencia que la sostiene.

Precisamente, un escritor italiano, Niccolò Ammaniti, se adelantaba a un escenario similar con su novela de 2015 Anna. La historia se ocupa de niños italianos sobrevivientes de un virus llamado La Roja, que aparece en Bélgica y se extiende por el mundo, aniquilando a la población adulta, pues sólo infecta a los mayores de catorce años. La tragedia que atestiguamos los lectores es que Anna, la protagonista, su hermano Astor y el resto de los infantes, están destinados a morir, por estar desprovistos de capacidad física y, sobre todo, cognitiva, para resolver problemas y encontrarle una cura al virus. Prestemos atención al siguiente fragmento y pensemos cuánto el problema descrito entorpece una cadena de condiciones para vivir y ensayar alternativas contra la enfermedad:

Cuando la central hidroeléctrica de Guadalami, la última que funcionaba en la isla, cesó su actividad, dejando para siempre sin energía la Finca de la Morera y todo el norte de Sicilia, Anna estaba tumbada en el sofá viendo Oficial y caballero, la única película buena de la colección de su madre. Astor dormía a su lado como si fuera un muñeco.

Otra remarcable ramificación de la enfermedad imposible que avizora la ciencia ficción es el filme distópico de 2019 Light of my Life, escrito, dirigido y protagonizado por Casey Affleck. El metraje nos cuenta que la niña Rag (Anna Pniowsky) es inmune a un virus que exterminó a la población femenina mundial. Su padre (Affleck), por tanto, debe protegerla de un mundo masculino feroz que podría violarla y matarla. La relación padre-hija se ensancha durante una travesía que, por encima del movimiento físico, implica un movimiento al interior, a la contemplación, la reflexión y el descubrimiento del otro. El viaje conduce al aprendizaje y el crecimiento personal. El filme termina con una imagen de Rag cuidando del padre, que evoca a la célebre escultura de Miguel Ángel La piedad.

De manera que, en virtud de que sus postulados científicos y tecnológicos se adelantan a los actuales, la ciencia ficción rebasa los límites a los que se ciñen otros géneros, condición que, paradójicamente, lo convierten en el más atendible al respecto. En otros términos, los escenarios de la ciencia ficción antes corresponden con lo extraordinario y lo mutable de las enfermedades que irrumpen súbitamente en el mundo real. La ciencia ficción, en suma, hace pensar en lo inverosímil para el lector y el espectador actual, pero una probable realidad en el porvenir.

 

El nuevo orden mundial pos-Covid-19 corre el peligro de ser una realidad vigilada a escala mundial.

La biopolítica y el nuevo orden social

Un hecho científico: cuando estamos asustados hay un incremento en la secreción de la hormona norepinefrina, cuyo efecto sobre la amígdala central es nuestra pérdida de concentración y nuestras respuestas controladas. Dicho con simpleza, cuando estamos asustados no podemos enfocar un problema que nos pide una respuesta racional. Otro hecho científico: dado que las ideas forman parte física del cerebro, éstas sufren cambios cuando nos encontramos bajo condiciones traumáticas. Un hecho acaso más relevante es que los gobiernos actuales no sólo disponen de este conocimiento de la naturaleza humana, sino que financian proyectos científicos y tecnológicos que les garanticen la modificación de los individuos para beneficio propio. Una ejemplificación magistral la encontramos en la crónica El hambre, del escritor argentino Martín Caparrós, con el caso del plan meticuloso de los nazis para hambrear a las poblaciones mediante una cantidad de calorías diarias que permitieran extraer trabajo de sus cuerpos, al tiempo que languidecían lentamente. Una situación que rápidamente nos puede venir a la mente es la ultraviolencia de la novela La naranja mecánica, de Anthony Burgess, que el Estado pretende erradicar mediante la modificación de los instintos humanos, en vez del funcionamiento de la justicia y las instituciones. Otra práctica de esta índole es la llamada doctrina del shock, según la cual se deben implementar leyes y demás políticas mientras una población esté bajo una situación de estrés, en razón de que no tendrá capacidad para notar las modificaciones sobre su realidad, así como mucho menos podrá tener una respuesta o alguna articulación colectiva en réplica. Fijémonos, por ejemplo, en el incremento de la unidad tributaria en Venezuela el pasado 17 de marzo, o en el aumento de los encarcelamientos de opositores, periodistas y médicos, mientras la población venezolana se recluye presa del miedo atávico a la muerte por una enfermedad desconocida.

Justo cuando desde todos los flancos se acusaba a la lectura de Michel Foucault de demodé, en pocos días su nombre pasó al uso hasta en boca de los menos avezados en su obra. Otro nombre puesto en circulación por estos días es el del filósofo italiano Giorgio Agamben. La razón de este interés es encontrar una respuesta a la función determinante que cumple nuestra condición biológica en las políticas que implementan los Estados actuales y, por lo que nos concierne, en el nuevo orden mundial pos-Covid-19, que, según pensadores como Yuval Noah Harari y Byung-Chul Han, entre otros, corre el peligro de ser una realidad vigilada a escala mundial por medio de dispositivos y un sofisticado aparataje tecnocientífico.

Naturalmente, el que explore multiversos, tiempos futuros, realidades virtuales y mundos inexplorados en el universo hace que la ciencia ficción represente la más idónea pantalla de proyección del desenlace de los problemas actuales y de nuestros miedos más profundos. Un ejemplo nítido de su incursión en un orden mundial emergente pospandemia es la influyente obra maestra de Richard Matheson Soy leyenda, que, en contraste con sus populares adaptaciones al cine, entre ellas las de Boris Sagal de 1971, The Omega Man, y la de Francis Lawrence de 2007, I Am Legend, se centra en el surgimiento de una especie de individuos entre los cuales Robert Neville, el protagonista, ya no tiene ninguna cabida. La nueva normalidad que confronta Neville es la del vampirismo: “Robert Neville looked out over the new people of the earth. He knew he did not belong to them; he knew that, like the vampires, he was anathema and black terror to be destroyed”. Una vez evaluada su situación, Robert Neville entiende que su única salida es el suicidio. Será leyenda.

La salud y sus dispositivos para la vigilancia y biocontroles de los cuerpos como un mecanismo en beneficio del Estado se hace evidente en las primeras páginas de la novela The Living, de la escritora rusa Anna Starobinets, en las que el interrogatorio de un doctor es equiparable al de un policía. Por lo demás, el control sobre la relación sexual y la maternidad en esta parte nos recuerda la política de “un solo hijo por familia”, operativa en la China comunista desde 1979 hasta 2015, cuyas nefastas consecuencias son examinadas en el magnífico documental One Child Nation, de Nanfu Wang y Jialing Zhang. Afirma la filósofa Judith Butler que la “despersonalización o individualización” es una de las manifestaciones de la biopolítica. De allí que reivindique la protesta como una unión de cuerpos que, además de hacerse visibles ante las instancias del poder, estrechan vínculos y configuran una comunidad, una condición básica de cualquier proyecto de cambio político y social. Por contra, lo que encontramos en el filme distópico Equals, de Drake Doremus, es una sociedad en la que las emociones son consideradas una enfermedad, y, por consiguiente, son estabilizadas mediante medicamentos. Adicional al recurso de la medicina, los individuos deben mantener una estricta distancia social. La consecuencia lógica de esta forma de interacción es la falta de empatía por los problemas y sufrimientos ajenos, así como el desinterés por cuestionar e intentar modificar el estado de cosas.

La ciencia ficción incursiona en tiempos futuros y lugares otros para advertirnos sobre el indeseable mundo por venir.

El aspecto que debemos subrayar es que estos instrumentos de controles no necesariamente se imponen de forma violenta por los gobernantes, puesto que un sector amplio de la población estará ávido de conceder sus derechos o bien por el miedo muy humano a morir, o bien porque no cuenta con los dispositivos para enfrentar la enfermedad. Un ejemplo inmejorable de esta doble cara es la estupenda novela Cadáver exquisito, de la escritora argentina Agustina Bazterrica. Esta distopía nos cuenta que un virus que contrajeron los animales del planeta resulta mortal para los humanos. El problema evidente es que el cuerpo necesita proteínas para su funcionamiento normal, por lo que grupos empiezan a matar clandestinamente y a comerse a sujetos que, apropiándonos de la terminología propuesta por Giorgio Agamben, podemos llamar “homo sacers”, esto es, sujetos que se consideran sin ningún derecho, condición que los convierte en “matables”. En específico, la matanza y el canibalismo empiezan a practicarse sobre bolivianos e inmigrantes. Los gobiernos del mundo terminan legalizando el consumo de carne humana y su cultivo, tras la presión de compañías frigoríficas interesadas en el lucro que el nuevo alimento dispensará. Como bien lo supo George Orwell, todo nuevo orden social totalitario se acompaña de una neolengua que, si la escrutamos, resulta un espejo de las emergentes concepciones del mundo. Bazterrica, entonces, imagina un mundo en el que los sujetos comestibles no pueden ser esclavizados, como si convertirse en alimento fuese menos grave: “La esclavitud es barbarie”, repiten. La sociedad pospandemia de las que nos habla este libro, salvo casos aislados, no se muestra disconforme con las soluciones alcanzadas por los gobiernos del mundo.

Allí donde los otros géneros se muestran cortos de vista y cortoplacistas debido a su restringido cronotopos, la ciencia ficción incursiona en tiempos futuros y lugares otros para advertirnos sobre el indeseable mundo por venir.

 

El zombi: nuestra metáfora

“Pero las pesadillas colectivas no se pueden desvanecer demostrando que son, intelectualmente y moralmente, engañosas. Esta pesadilla —la reflejada, en varios tonos, en las películas de ciencia ficción— está demasiado próxima a nuestra realidad”, escribe Susan Sontag desde una perspectiva que, aunque estaba condicionada por los filmes de ciencia ficción de su tiempo, a día de hoy aún mantiene vigencia. Y el mayor desastre de nuestros días lo representa el zombi que surge de una pandemia que alcanza hasta el último recoveco del planeta. Las imágenes que circularon recientemente de animales salvajes moviéndose por el centro de la ciudad, como el jabalí en Madrid, y de la ciudad de Nueva York despoblada, nos recuerdan el segmento inicial del filme Soy leyenda, de Francis Lawrence, y numerosos momentos de la novela Zona uno, de Colson Whitehead, respectivamente.

Mientras escribo, entra un mensaje a mi WhatsApp para aclarar que un reciente artículo que le atribuía al Covid-19 una fabricación sintética en un laboratorio de Wuhan es fake news. Una de las teorías conspirativas sobre este virus deletéreo consiste en que es en una maniobra del partido comunista chino para asegurarse el nuevo orden mundial. Lo que pretendo hacer notar, al margen de las verdaderas causas, es que el zombi de nuestros días es un ente que, en lugar de emerger por la magia negra o cualquier otro origen sobrenatural, denuncia la práctica de la ciencia sin ningún imperativo ético. Nuestro zombi puede ser el resultado directo o lateral de una ciencia que se desarrolla sin ningún miramiento de sus posibles resultados y efectos sobre la humanidad, sobre todo cuando la domina el afán de lucro de corporaciones que ejercen un poder similar al de los Estados, como lo ilustra muy bien la corporación Umbrella, de la serie de videojuegos Resident Evil y sus adaptaciones al cine.

Al mismo tiempo, el zombi entra en escena como un “otro” dador de identidad, pues como ocurre con las pandillas del filme El amanecer de los muertos, de George Romero, y la hijastra del filme Here Alone, de Rod Blackhurst, o el personaje Negan, de la novela gráfica The Walking Dead, de Robert Kirkman (guion) y Tony Moore (ilustraciones), los humanos suelen ser más crueles que los zombis, pues éstos, a fin de cuentas, no tienen material cognitivo ni voluntad alguna, mientras que la especie humana actúa con absoluta libertad de decisión y con pleno, o al menos parcial, conocimiento de las cosas. No obstante, el zombi, por igual, puede poner en la superficie lo mejor de un personaje, como es el caso del redimido Juan, cuyo espíritu combativo ha quedado certificado a lo largo de toda una vida precaria en la isla de Cuba. Él siempre ha sido un sobreviviente de periodos especiales que ni siquiera retrocederá ante la horda de no muertos comandados por el zombi mayor Fidel Castro, como se muestra en el segmento final del filme Juan de los muertos, de Alejandro Brugués.

La pesadilla más devastadora es que el zombi aparece para susurrarle a los personajes, lectores y espectadores, que no es más que otra especie animal sobre la faz del planeta. Vuelve a susurrarle: ¿qué harías si destruyo las ficciones que sostienen el funcionamiento de tu mundo? Insiste: ¿qué te quedaría si pulverizo tu tejido social? ¿Para qué te servirían las leyes y las reglas? ¿Tendría sentido la cultura con la que creciste? Toda gran obra sobre zombis nos presenta personajes que se aferran a la civilización que conocieron. Su lucha, por tanto, no se restringe a lo físico, sino que atraviesa dilemas morales. Pensemos, por ejemplo, en Robert Neville atormentado por si inconscientemente quiere violar a una mujer infectada.

Nos toca ser como Neo: desoír a quienes digan que la ciencia ficción tiene que ver con las falsedades de los políticos y con disparates inviables en la realidad.

La ciencia ficción, por una parte, nos ofrece el zombi para ponernos en contacto con nuestra propia condición humana en sus dimensiones biológica, existencial y cultural, y por la otra, nos recuerda que el sueño de la razón puede engendrar sus monstruos. El zombi es el mayor símbolo del colapso de la civilización cuando la ciencia no se rige por la ética.

 

A modo de cierre

En el mítico filme Matrix, de los hermanos Wachowski, el agente Smith (Hugo Weaving) le dice a Morfeo (Laurence Fishburne) que los humanos son un virus que lo destruye todo. Esto, sin embargo, nunca engañará a Morfeo, pues es libre y puede ver la realidad como realmente es. A nosotros, en cambio, nos toca ser como Neo: desoír a quienes digan que la ciencia ficción tiene que ver con las falsedades de los políticos y con disparates inviables en la realidad. Y al contrario, ver que la realidad es que la ciencia ficción atiende nuestra condición y las preocupaciones que nos definen como una forma de vida en el universo.

Maikel Ramírez
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