
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario
Me atengo a todas las indicaciones de la filosofía budista desde hace más de treinta años. Tengo ochenta y ocho años y gracias a la práctica diaria de la meditación, y a la convicción de que se trata de una forma de vida saludable, he adquirido una gran serenidad.
No tengo gurú ni amistades que compartan mi modo de vivir, y como no le hago mal a nadie con mis creencias me dejan en paz. Desde hace unos años comencé a eliminar de mi vida los contactos con personas negativas y con otras con las cuales tenía poco en común. Me asiste una muchacha sudamericana y mis hijos, nietos y bisnietos viven cerca de mi casa. Los viernes acostumbraba cenar junto con mi familia y ese era mi único contacto social.
Acostumbrada a vivir sola, no sufrí por estas nuevas reglas, al contrario, disfruto del gran silencio.
Un buen día de hace casi dos meses, me entero de la existencia de un virus implacable que invade China y que con la velocidad de un relámpago se expande por el mundo. Este virus ataca a todos sin distinción de razas o credos y redobla su virulencia con violencia contra las personas ancianas.
Mis hijos se alarman y, sabiendo que según mi estilo de vida con casi ningún contacto, me informan que hasta los encuentros semanales de la familia se suspenderán para evitar el contagio. Desde entonces no veo a nadie más que a la ecuatorianita, a mi perro y cada tanto a mi hijo que, selladas boca y nariz con un barbijo, me deja la bolsa de las compras en la puerta de casa. Cambiamos unas palabras a dos metros de distancia como quieren las nuevas disposiciones y nos damos besos virtuales.
Yo, acostumbrada a vivir sola, no sufrí por estas nuevas reglas, al contrario, disfruto del gran silencio, ya que los coches y los camiones dejaron de pasar por mi calle y en pocos días ese silencio me envolvió como un manto protector y me agudizó los sentidos. El canto de los pájaros, que antes casi no escuchaba, se convirtió en la atracción principal del jardín. Reconocí el gorjear de los jilgueros, el graznar de los cuervos, el arrullar de las palomas y los chillidos de las cotorras que llegan todas las tardes a las cinco en punto, en una algarabía verde. Al mismo tiempo que los pájaros llenaron el aire con trinos a pleno plumón, los perros enmudecieron. No se escuchan ladridos ni al crepúsculo, cuando por lo general se celebra la cotidiana asamblea canina del vecindario.
Mi creatividad, que se había jubilado con la edad, volvió con el júbilo de los pájaros, y me deja cada día un regalo:
Lava candente
Trepando por el muro
de una ciudad de Oriente,
te esparciste en la tierra
como lava candente.
La respuesta del hombre
no llega a contenerte,
vas sembrando el espanto
en ráfagas de muerte.
Conseguiste a zarpazos
de fiera enfurecida,
cancelar las fronteras
de Europa estremecida.
¿Qué armas tiene el hombre
para salvar la vida?
En estos momentos de aislamiento navego por Internet más de lo acostumbrado y en uno de mis viajes aprodé a un mito griego que habla de una raza especial: los hiperbóreos, una raza sagrada del norte de Grecia cuyos componentes no envejecían, eran eternos y estaban libres de enfermedades, trabajos y guerras.
Creo que hoy en día todos quisiéramos pertenecer a esta raza.
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