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Un capítulo de La vida realenga
(novela inédita)

domingo 21 de mayo de 2023
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Un capítulo de la novela inédita “La vida realenga”, por Mario Amengual
Dicen algunos que todo empezó porque unos dirigentes de los esmirriaos estaban protestando por el alto costo de los alimentos y de los servicios públicos, y unos rojos que andaban por allí se les enfrentaron con palos y piedras.

 

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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La calle es una selva de cemento, la calle es lo que somos y lo que aparentamos, la calle exalta las codicias y exhibe sin pudor nuestros fracasos, la calle es el mejor retrato de la vida: no importa cuánto digan y desdigan los discursos de los gobernantes, porque la calle siempre tendrá la última palabra, y ante cualquier amago de moldear los pareceres y las conductas, en la calle siempre aflorarán las rebeldías. Las paredes de la vía pública resumen historias, muestran adhesiones pagadas, delatan las militancias convenientes, exponen los reclamos con buena o mala ortografía, desnudan los discursos presidenciales, demuestran cómo las arrecheras se convierten en metáforas memorables. En los vidrios de los carros que circulan por las calles se denuncian las ineficiencias, las arbitrariedades y las promesas incumplidas de los políticos; también en ellos se anuncian fiestas, los egos publican sus dudosos méritos, se conmemoran éxitos deportivos, se pide a Dios la lluvia por tanto tiempo ausente, se certifican los credos y las devociones: en la calle todo habla con todos los lenguajes de la humanidad, sobre todo cuando las mentiras y las falsificaciones vertebran los discursos oficiales y pretenden convertirse en único lenguaje de un pueblo.

En la calle por donde anda Lucho Rodríguez, en la calle de todos, encuentra respuestas, descubre dudas, reafirma o aplaca su desazón; respira con dificultad por la calina, lleva horas caminando sin saber a dónde quiere ir y sin saber si quiere ir a alguna parte; Lucho anda y desanda calles, andando y desandando su vida, lo que de ella le queda. Perdió la cuenta de las horas que lleva sin dormir, de los días que no se sienta a comer con calma y apetito; no sabe, ni tampoco quiere saberlo, si la esperanza es un territorio posible en sus pensamientos; dobla en una esquina, dobla en otra, va de una acera a otra, esquiva huecos en las aceras, las pocas aceras que no ocupan los buhoneros en el centro de la ciudad; y una frase escrita en letra de molde en una pared lo saca del ensimismamiento: “Ciudadanos, no terminamos de nacer hasta el día en que morimos”. Lucho la lee y la relee, se rasca la barbilla y se estremece: A quién se le ocurrió semejante vaina, porque de ser así como dice andamos todos de fetos por este mundo y ya no vale ni ofende decirle a nadie malparío. En este mundo hay gente para todo, que de todo, aunque sea torcido y sin mucho tino, sacan una frase o una sentencia y van otros más atrás y la repiten y se la restriegan en los labios con aires de sabios doctores. Ahora sí es verdad que me cambiaron la seña, porque yo daba por bien muerto a mi hijo Roberto y según este sabio, que ni el nombre le ponen en esta pared, es el único de mi familia que ha nacido y quién sabe por dónde anda, por los años que lleva de muerto. De haberla leído antes y creer en ella como un evangélico en la Biblia no estaría yo ahora tan apolismado.

Sigue caminando Lucho con la muerte aún más viva dentro de sí, con la vida más muerta en su corazón sin paz, burlándose del sabio anónimo o del estúpido anónimo; a veces, piensa Lucho, la estupidez y la inteligencia parecen la misma cosa, o tal vez son caras distintas de una misma enfermedad. Lleva Lucho su cuerpo a rastras por las calles de San José de Tucupío como si hubiese recogido el cadáver de un indigente, de esos que abundan alrededor del terminal de autobuses, que ya no tienen nombre, ni familia, ni ciudadanía: son sólo escombros parlantes, desechos de humanidad que comen lo que encuentran o lo que roban y beben aguardiente barato, sostenidos en la vida como la piedra que quiere seguir siendo piedra y el gusano que quiere seguir siendo gusano. Lleva Lucho el feto de Lucho a rastras, indiferente a la picardía de los verduleros y fruteros de los alrededores del Mercado Principal, con sus pesos amañados para vender menos por más dinero, aunque ofrecen lo contrario; tropieza con una mujer que discute por el precio de unos cambures y grita que la están robando, sin pistola ni cuchillo, “me están robando con un peso”, y Lucho con el feto de Lucho entre las manos se queda parado junto a la mujer que sigue gritándole al buhonero, un negro muy alto y delgado, con pinta de estrella de la NBA, pero cuya velocidad y sagacidad la emplea en trajinar gente que confía en sus engañosas ofertas. Lucho se olvida del feto y de la frase del sabio o estúpido anónimo, y le grita al buhonero:

—Devuélvele los reales a la señora y métete tus cambures por el culo.

Ahora toda la calle, todo su sentido, toda su razón es la pelea entre Lucho y el buhonero.

La señora voltea a mirar a Lucho con gesto de agradecimiento, y al mismo tiempo ve una lanza negra muy larga estrellarse contra el pecho de su improvisado defensor; luego ve junto a ella dos cuerpos confusos soltando patadas, golpes, escupitajos y mentadas de madre, gotas de sangre salpicando el pavimento, y un gentío ansioso de violencia la aparta, y ni tonta ni perezosa comienza a coger del tarantín del buhonero cuanto pueda (mandarinas, manzanas, peras, cambures) y lo va metiendo en su bolsa de mercado y se larga, se aleja del tumulto sin dejar de mirar atrás por si alguien la sigue. Ahora toda la calle, todo su sentido, toda su razón es la pelea entre Lucho y el buhonero: ambos han cobrado lo suyo, ambos sangran en alguna parte de la cara; aprovechan los carteristas y los arrebatadores de prendas y celulares, y a los gritos para azuzar a los peleadores se suman los de “agarren a ese coño e madre”; media cuadra más abajo alguien le mete una zancadilla a un zagaletón que le había arrebatado el celular a una muchacha que aupaba al contrincante de Lucho y allí se forma otro tumulto de patadas y golpes al zagaletón que pide clemencia como un condenado a muerte; al mismo tiempo llueven, como empujadas por un huracán, toda clase de frutas y verduras, y a uno que iba pasando en una bicicleta le dieron un yucazo en la nuca y cayó con todo y bicicleta sobre el asfalto, donde dejó media cara y algo de cuero cabelludo; una anciana que quedó paralizada en una de las puertas laterales del Mercado Principal al ver semejante desbarajuste, un tomate raudo le quitó los lentes y le dejó la nariz y los ojos rodeados de pulpa rojiza y semillas; al lisiado en silla de ruedas que solía vender estampitas de santos con sus oraciones milagrosas en la puerta principal del mercado, un indigente hediondo y mañoso le arrebató de las manos la media botella de caña clara cuando estaba a punto de empinársela. Ya habían separado a Lucho y al buhonero, la flecha negra de la NBA, cuando llegó la policía repartiendo sin contemplaciones rolazos y bombas lacrimógenas; Lucho logró zafarse del tipo con cara de ladrón que lo sujetaba y se escabulló entre el gentío, asfixiados por las bombas unos y sobándose las costillas y las nalgas otros; iba con el pañuelo quitándose la sangre que le salía por la nariz y que le brotaba de la ceja derecha; ya distante del barullo, entró al baño de una arepera y se lavó la cara con el agua de un tobo, puesto allí para el que tuviera la decencia de bajar la poceta y no dejar a la vista de los demás sus mojones flotantes; se dio cuenta de que la franela parecía trapito de mecánico y se la quitó y se la puso al revés, con los pantalones no había nada que hacer y salió en busca de la barra de El Morichal.

Apenas le sirvió la cerveza, Rosi le preguntó:

—¿Y a quién le pusiste la cara para que te la adornara?

—Un tropezón —susurró Lucho, todavía apretando el pañuelo contra la ceja derecha que no dejaba de sangrar.

—Pero sería un tropezón con un karateca, porque tienes coñazos hasta en la cédula —dijo Rosi, burlándose.

La mirada rencorosa de Lucho bastó para alejarla y dejar en ascuas la curiosidad. Fue al baño y aun con la luz amarillenta y el espejo fragmentado Lucho pudo ver su rostro golpeado, más de lo que creía; ya no sangraba por la nariz, pero de la ceja seguía saliendo un hilo de sangre apurado: tenía cardenales en los pómulos, en las mejillas, en las sienes, en la frente; la nariz y el labio superior estaban inflamados. Volvió a la barra, se disculpó con Rosi y le pidió polvo de café. Ella misma se lo puso en la herida de la ceja; al rato dejó de sangrar.

—Bueno, Lucho —mientras le servía otra cerveza—, cuéntame qué te pasó.

—Salí del trabajo y me eché a caminar. Estaba caminando, pero no quería caminar. No sabía a dónde ir, pero seguía caminando. No quería estar en ninguna parte, pero tenía que estar en alguna parte —Rosi lo miró con franca extrañeza, pero él no lo notó; a Rosi le pareció que deliraba: nunca lo había oído hablar así. ¿Serán los golpes en la cabeza?, pensó Rosi—. Llegué al centro, no quería venir para acá. No quería beber y seguí caminando. La gente me parecían muñecos de cartón. No quería caminar y de repente me encontré con unas palabras escritas en una pared. Sí, ocurrencias de algún loco escritas ahí. A lo mejor de un loco que las leyó en un libro y las escribió en la pared. Decían algo así que uno termina de nacer cuando muere —Lucho rio, mirando hacia ninguna parte—. ¡Qué bolas!, y que uno termina de nacer cuando se muere. Entonces, ¿qué coño hacemos aquí si no hemos nacido? ¿Somos fetos? —Rosi lo confirmó: a este lo volvieron loco a coñazos—. Seguí caminando, sin dejar de pensar en ese disparate que leí, sintiéndome un feto, y de repente estaba una señora peleando con uno de esos buhoneros que venden frutas y que todos sabemos que son unos tramposos de mierda que ofrecen más barato lo que venden, pero resulta que te dan menos e igualito te joden como en los grandes supermercados, con el cuento de la economía informal y con el cuento de que son pueblo. La señora decía que le estaban dando menos cambures de los que estaba pagando y a mí me arrechó la soberbia del tipo, un negro largo como una vara de puyar locos, y me metí a apoyarla y le mandé a meterse sus cambures por el culo y el negro se me vino encima y eso fue coñazo por aquí y por allá, y la verdad no sé qué le hice pero sé que le di porque cuando nos separaron me di cuenta de que tenía sangre en la cara y un ojo hinchado, y ahora sé que yo también llevé, pero me saqué el clavo cuando lo vi sangrando. Ahí se armó un alboroto de padre y señor nuestro, volaron frutas y verduras por todos lados, se repartieron golpes y patadas como caramelos en una fiesta de carajitos, hasta que llegó la policía lanzando bombas lacrimógenas y dando rolazos a diestra y siniestra. Y ya me ves aquí, Rosi, como guanábana de regalo.

—Ya te veo, Lucho. Pero me extraña que te hayas portado así. Yo no te conozco como hombre de andar en pleitos ni buscando camorra…

Están saqueando tiendas y todo tipo de negocios. Tuvo que presentarse la Guardia Nacional y hay varios heridos y tal vez algunos muertos.

Rosi fue interrumpida por la entrada abrupta de un hombre sudoroso y jadeante, detrás de él quedaron las puertas batientes como abanicos agitados por manos nerviosas. Sin hacerse esperar, informó a gritos a la concurrencia:

—El centro está hecho un mierdero. Están saqueando tiendas y todo tipo de negocios. Tuvo que presentarse la Guardia Nacional y hay varios heridos y tal vez algunos muertos. La cosa está fea y no se sabe por qué empezó el desmadre, pero dicen algunos que todo empezó porque unos dirigentes de los esmirriaos estaban protestando por el alto costo de los alimentos y de los servicios públicos, y unos rojos que andaban por allí se les enfrentaron con palos y piedras, y después se fue metiendo más gente en la pelea y aquello corrió como pólvora prendida. Todavía están los guardias disparando perdigones y bombas lacrimógenas, y dándole peinillazos a quienes se les atraviesen.

Rosi y Lucho se miraron sorprendidos y se sonrieron con picardía. El hombre, por todos allí conocido como el Profe, aún sudoroso y jadeante se les acercó; le pidió una cerveza a Rosi. Se tomó la mitad del tercio de un solo trago, a pico de botella; se secó los labios con el envés de la mano y dijo:

—Por mi madre que está tres metros bajo tierra que desde el sacudón del 89 yo no había visto nada igual. No les extrañe que el gobierno suspenda las garantías. Hasta se corren rumores de golpe de Estado, porque detrás de eso andan los esmirriaos, que nunca deja de conspirar.

Sin hablarlo, Rosi y Lucho acordaron dejar que el Profe le diera rienda suelta a sus conjeturas y no decirle la verdadera causa de aquellos desquiciados acontecimientos. Pero ahí no terminaba su secreta diversión: al rato llegó otro de los clientes asiduos de El Morichal, más alarmado y alterado que el Profe. Según él, la situación se le había escapado de las manos al gobierno regional y por eso fue necesario llamar a la Guardia Nacional; abundaban los heridos y los detenidos, y se hablaba de diez o más muertos; a esa hora seguían los saqueos de todo tipo de negocios y nadie sabía a ciencia cierta a qué se debía la revuelta, pero se sospechaba de algunos líderes regionales de los esmirriaos y de agitadores de oficio. Se temía que la revuelta se extendiera a los pueblos cercanos a San José de Tucupío y a otras ciudades; se rumoraba que el Presidente se dirigiría al país en cadena nacional y también se rumoraba que las brigadas populares del partido rojo se estaban armando y preparando para defender al gobierno revolucionario. Y a pesar de la cara y el cuerpo adoloridos, Lucho reía para sus adentros y pensaba: ¡Carajo, hasta dónde pueden llegar unos cambures! Miraba a Rosi, que se las arreglaba como podía para no explotar en carcajadas, y decidió interrumpir la relación del recién llegado, contando un chiste para liberar las carcajadas contenidas de Rosi; así pudo ella reír sin tapujos y, de no salir corriendo al baño, se hubiese orinado encima. Al Profe y al otro tipo les pareció que el chiste no era tan bueno como para reír tanto como lo hizo Rosi, y menos aún para orinarse. Lucho siguió contando chistes, como nunca antes lo había hecho en El Morichal; entonces Rosi consideró definitivo que los golpes recibidos le habían cambiado el carácter a Lucho, al menos en aquellos momentos.

Quedaron en el aire el origen y la gravedad de los hechos; al día siguiente la prensa regional ofreció diversas versiones, pero todos los periódicos coincidían en que los disturbios no se extendieron más de una cuadra del centro, esa en la que en una de sus esquinas Lucho mandó a un vendedor de frutas a meterse unos cambures por el culo.

Mario Amengual
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