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Dora Bruder, de Patrick Modiano
El secreto inenarrable

sábado 8 de agosto de 2015
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Dora Bruder Patrick Modiano Seix Barral Buenos Aires, 2014
Dora Bruder
Patrick Modiano
Seix Barral
Buenos Aires, 2014
“Todos a su alrededor habían olvidado ya
qué es una broma. Y eso, a mi entender,
anunciaba ya la llegada de un nuevo período de la Historia”.
Milan Kundera, La fiesta de la insignificancia.1

Los afanes de la filosofía o la historia suelen necesitar de una generalización que las obsesiones de la literatura eluden para focalizar individuos o personajes. La microscopía de la narración literaria, en los textos más logrados, propone entonces una perspectiva distinta, oblicua y disruptiva a veces, pero siempre inquietante y lúcida, sobre las formas de pensar lo humano y el sentido de la historia que nos cobija y construye.

En Dora Bruder, novela que Patrick Modiano (Premio Nobel 2014) publicó en Francia en 1997, cobra relieve y profundidad esa diferenciación: el narrador cuenta la historia ausente de la niña Dora Bruder, desaparecida en París en diciembre de 1941, durante la ocupación nazi y, desde la peripecia mínima de la joven, desnuda el estremecedor momento de aquella experiencia europea. El texto adquiere turbación, además, porque la narración se despliega desde un presente (1997) desde el que se observa y dilucida un pasado diverso (la ocupación nazi, los sucesos de Argelia, la juventud del narrador, las biografías desgarradas de los padres de Dora) que culminan construyendo otra dimensión novelesca, ya no con el tenebroso período que va de 1941 a 1942 en la Francia ocupada, sino en el mundo contemporáneo que nos contiene y a la vez nos expulsa hacia fugas que el escape de Dora dice, representa y expone.

El relato comienza con una nota en el Paris-Soir: “Se busca una joven, Dora Bruder, de 15 años, 1,55 m, rostro ovalado, ojos gris-marrón, abrigo sport gris…” (pág. 13), que instala desde ese momento una larga serie de datos precisos y documentales que el narrador recopila y expone como maníacas búsquedas de información del paradero de una niña que, más allá de su fuga del internado de las Hermanas de las Escuelas Cristianas de la Misericordia (nombre de brutal colisión con su destino) no registra episodios singulares; su itinerario se inscribe, en todo caso, en la penumbrosa y escalofriante seguidilla de millones de perseguidos, secuestrados y asesinados. El solo nombre de los lugares por los que pasa exime al narrador y al relato de las descripciones últimas: el cuartel de Tourelles, el campo de Drancy, un convoy con dirección a Auschwitz. El recorrido dice la historia de la niña judía en la Francia ocupada.

Contar la biografía imprecisa, silenciosa y silenciada de Dora Bruder es contar las biografías de todos los hombres y mujeres.

Todo ese periplo está diseñado por la investigación detectivesca y minuciosa del narrador: “Lleva tiempo conseguir que salga a la luz lo que ha sido borrado. Quedan pistas en los registros pero se ignora dónde están escondidos…” (pág. 19). La mirada perseverante rastrea documentos, notas, recortes de diarios, informes de instituciones, testimonios perdidos. Intenta anclar en la realidad del registro cotidiano el perfil de una joven y una historia personal que terminan escapándose del relato para dejarse atravesar por las suposiciones, los pareceres, la imaginación y la intuición del escritor para convertir la investigación en novela, la historia en escritura, la información en sentido. Ese pasaje, tejido con paciencia y maestría por el novelista (que se sabe distante del detective y del historiador), es el logro mayor del texto, el que da cuenta de un personaje ausente para convertirlo en centro gravitacional de lo narrado, el que acaba simbolizando en el pasaje fugaz de la niña judía todo el temblor de una civilización que se destruye a sí misma, que convierte su memoria histórica en experiencia del horror.

El modo en que el narrador introduce en el cuerpo textual (donde se ha desplegado antes toda la información documental acumulada) se puede advertir desde el estilo de sus frases dispersas: “Me pregunto qué pasó con Dora entre el 15 de junio y el 17 de junio. Tal vez decidió…” (pág. 68). “Ignoro si la proximidad de la estación de Lyon animó a Dora a fugarse” (pág. 68). “Seguramente era la única de origen judío del internado. ¿Lo sabían las monjas, lo sabían sus compañeras?” (pág. 116). Las preguntas son grietas en las que el texto se abisma, pero también son espacios vacíos que el contexto político e histórico deja presumir, intuir o sospechar para interrogarnos después sobre el devenir de la experiencia humana contemporánea.

Cuando se entrecruza, como en todo el espacio textual, la biografía de Dora con la del narrador, se recupera ese sentimiento de orfandad existencial, de amenaza metafísica que se cifra en el trayecto de la joven Bruder, pero que la propia sensación del narrador expone: “Habría que ver si ese 14 de diciembre, día de la fuga de Dora, hacía buen tiempo. Uno de esos domingos apacibles y soleados que nos hacen experimentar un sentimiento de vacaciones y de eternidad, el sentimiento ilusorio de que el curso del tiempo se ha detenido, que basta deslizarse por esa brecha para escapar de la tenaza que está a punto de cerrarse sobre nosotros” (pág. 56).

Contar la biografía imprecisa, silenciosa y silenciada de Dora Bruder es contar las biografías de todos los hombres y mujeres, parece decir quien narra desde la reconstrucción trabajosa y tenaz de su propia biografía.

Seis escritores se despliegan, como citas oportunas y plenas de sentido, en el entramado novelesco: Víctor Hugo, que en Los miserables describe un jardín extraño e idéntico al del convento donde estaba internada Dora Bruder; Friedo Lampe, escritor alemán, autor de Al borde de la noche, asesinado en un jardín por soldados rusos en 1945; Félix Hartlaub, escritor de Bremen, muerto en combate con un uniforme “que le habían impuesto pero que no era suyo”; Roger Gilbert-Lecombe, francés perseguido en la ocupación, muerto en 1943, autor del libro de poemas La vida, el amor, la muerte, el vacío y el viento; Jean Genet, que en Milagro de la rosa habla del muro de Tourelles, donde también estuvo preso en 1943. La constelación literaria acompaña y vigoriza el texto, lo nutre del sentido último que la novela propone y expande: el mundo como un jardín extraño e inhóspito, rodeado de muros sombríos.

 

 

Insignificancias

Una carta hallada “en una librería de los muelles del Sena”, escrita por un hombre secuestrado en el campo nazi de Drancy, a punto de salir en un convoy hacia la muerte, en junio de 1942, es reproducida como un documento. La carta abunda en pedidos que parecen pertenecer a la rutina de un hombre que emprende un viaje temporario: “Me quedaban todas las conservas, el chocolate y el salchichón” (pág. 110), “Mi silencio no significará nunca que la cosa va mal” (pág. 110), “Os agradecería me enviasen dos o tres pastillas de jabón, jabón de afeitar, brocha…” (pág. 111), “Se agradecerán galletas de soldado” (pág. 111), “Les pido que acompañéis a mi madre, pero sin desatender vuestras necesidades, claro” (pág. 113). Ese tipo de solicitudes y recomendaciones habitan la carta desplegando una suerte de inventario de la insignificancia rutinaria del viajero, pero entre sus renglones, semiescondidas y lacerantes, se incrustan algunas frases que remiten a otro orden de lo humano: “Muchos lloran, tienen miedo” (pág. 110), “También hay arios en el campo, se les obliga a llevar la insignia judía” (pág. 111), “Una atmósfera siniestra se cierne sobre todo el campo” (pág. 111), “Hoy me van a pelar al cero” (pág. 112). Latiendo detrás de la descripción trivial de los pedidos, la tragedia entrevista e inevitable aparece en el cuerpo textual como el quiebre de lo insignificante, la ruptura brutal de aquello que normaliza las vidas pequeñas y simples de los hombres y las mujeres para sumergirlos sin permiso en la maquinaria bestial de la historia que los traslada del papel de ínfimos protagonistas a víctimas sin elección. La sucesión de lo insignificante, es decir, el cotidiano vivir, naufraga en las turbulencias del drama político, económico y militar de la guerra. Como enseña a ver Kundera, referido en el epígrafe, otro tiempo de la civilización aparece cuando lo insignificante del vivir es reemplazado por la significación de la tragedia.

En el párrafo final de la novela, todo lo que fue expansión y desarrollo de una búsqueda histórica y pública pero también personal e íntima desde la minuciosa recopilación documental hasta la audaz, escéptica y luminosa imaginación que la escritura transforma en espacio literario, es ahora condensación y profundidad: asistimos aquí a una de las piezas más brillantes de la producción literaria de estos años. La condensación de la novela toda, la profundización de su sentido global y último adquieren en ese párrafo una solidez narrativa y un aliento poético que convendría repasar:

Nunca sabré cómo pasaba los días, dónde se escondía, en compañía de quién estuvo durante los primeros meses de su primera fuga y durante las semanas de primavera en que se escapó de nuevo. Es su secreto. Un modesto y precioso secreto que los verdugos, las ordenanzas, las autoridades llamadas de ocupación, la prisión preventiva, la Historia, el tiempo —todo lo que nos ensucia y destruye— no pudieron robarle (pág. 127).

Del orden de lo extraordinario en su concepción, el último párrafo contiene en su puño a la novela toda y, a la vez, abre su mano para dar cuenta de la libertad que deseó, quizás, Dora Bruder en la inmediatez de su destino, en un mundo que nos ensucia y nos destruye, convertida ya en secreto inviolable y puro. La lección de Modiano se concentra en ese párrafo inolvidable: el narrador no sabe, la clave de la historia no puede contarse; la literatura es, ahora, el territorio de la incompletud, del vacío narrativo y, sin embargo, renueva su conmoción desde lo no dicho, desde lo que no pudo saberse, desde el secreto inenarrable.

Sergio G. Colautti

Notas

  1. Kundera, Milan, La fiesta de la insignificancia, Buenos Aires, Tusquets Editores, 2014.
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