XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

Saltar al contenido

La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez
Donde respira el mito

sábado 22 de agosto de 2020
Juan Domingo Perón y Tomás Eloy Martínez
Tomás Eloy Martínez (derecha) advierte, con inusitada lucidez, que si biografiar lo real es dificultoso, biografiar a Perón es imposible.
“¿Qué ve una mosca? ¿Ve cuatro mil verdades o una verdad partida en cuatro mil pedazos?”
(Capítulo 10)

Novela y devela

Hace 35 años se publicaba La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez, quien murió hace diez años, el 31 de enero de 2010, en Buenos Aires.

No se puede escribir después de Ezeiza, por eso tal vez la novela culmina ahí.

El periodista de sólido prestigio se deja atrapar por el oficio que lo consume y lo transforma, el de novelista. En el puente de esas dos fatalidades, el escritor pretende ser el biógrafo de Perón. En ese instante, en ese paso donde una escritura deviene en otra, Tomás Eloy Martínez advierte, con inusitada lucidez, que si biografiar lo real es dificultoso, biografiar a Perón es imposible. Entonces decide releer y ordenar sus documentos para trabajar desde un continente que se deje atravesar por la incerteza, la vacilación, la suposición que propone la ficción. Por eso escribe una novela.

El proceso que va desde la entrevista con el general (1966) hasta la publicación (1985) permite constatar —desde la lectura misma de la novela— el pasaje impactante que comienza cerca de la documentación y el testimonialismo, siguiendo por la pululación de contradicciones y vacíos, por la negación, la imposición, cuando no el olvido, hasta el formidable descubrimiento que se apropia del texto para convertirlo en lenguaje en ebullición, en un tejido movedizo, inatrapable, que se reproduce en cada lectura al compás de los nuevos contextos de cada lector, en la escurridiza escenografía de la historia argentina.

“La novela de Perón”, de Tomás Eloy Martínez
La novela de Perón, de Tomás Eloy Martínez (Alfaguara, 2003). Disponible en Amazon

La novela de Perón
Tomás Eloy Martínez
Novela
Alfaguara
Buenos Aires (Argentina), 2003
ISBN: 9788420449319
480 páginas

El procedimiento de Tomás Eloy Martínez es singular: al revés de la estrategia narrativa del realismo mágico, que construía un relato desde la desmesura mítica para decir lo real, el escritor argentino repasa minuciosamente “los hechos reales” para dejar ver que ahí habita la desmesura mítica. Lo real es inasible, narrar lo real es la aventura imposible.

En la increíble trama que envuelve al líder político, a su esposa Eva, a los seguidores de derecha a izquierda, se entrecruzan relatos cuyas potencias van tomando el cuerpo de múltiples novelas internas, amenazando el supuesto control del novelista. Cada personaje es arrojado a su propio destino, que a veces resulta alucinatorio, otras veces esotérico, misterioso, irracional, pero que siempre convoca a la perplejidad y al asombro: historias que se dicen desangrándose, itinerarios que parecen dar cuenta de un país donde la pasión inunda, navega y ahoga.

El aliento con el que abre la escritura de la novela se aproxima más a los pliegues oníricos, mágicos y metafísicos que a la cruda realidad del día que registra la crónica, cuando Perón regresa a su patria tras el largo exilio:

Una vez más, el general Juan Perón soñó que caminaba hasta la entrada del Polo Sur y que una jauría de mujeres no lo dejaba pasar. Cuando despertó, tuvo la sensación de no estar en ningún tiempo. Sabía que era el 20 de junio de 1973, pero eso nada significaba. Volaba en un avión que había despegado de Madrid al amanecer del día más largo del año, e iba rumbo a la noche del día más corto, en Buenos Aires. El horóscopo le vaticinaba una adversidad desconocida. ¿De cuál podría tratarse, si ya la única que le faltaba vivir era la deseada adversidad de la muerte?1

Ese día también cierra la narración, tornándola circular. El episodio colosal de Ezeiza, donde millones de manifestantes libran la batalla que se amasó durante años entre la izquierda y la derecha del movimiento peronista, los modos de la peregrinación popular, las estrategias bélicas para ocupar las cercanías del palco y especialmente la imaginería política que cifraba en ese acto los destinos del país, pueden ser escritos y leídos desde las posibilidades novelísticas, ya no desde la racionalidad histórica. No hay lenguaje que diga Ezeiza. No se puede escribir después de Ezeiza, por eso tal vez la novela culmina ahí; los sucesos que se narran después, como la muerte del general, ya están preludiados en ese día que centrifuga la historia y sus designios.

 

La escritura de Tomás Eloy Martínez también es pródiga en la invención de discursos que se apoyan en la mímica de lo real.

Novela que vela

Un personaje que Tomás Eloy Martínez construye no para reemplazar el nombre de alguien sino como amalgama que representa a otros varios es Nun Antezana, montonero clave en la organización, cuya mirada derrotada y frágil sirve para simbolizar el final de la batalla de Ezeiza:

A Nun se le atravesaron después las imágenes del General, Isabel y López Rega con los brazos en alto, al bajar del avión, y el alma se le convirtió en un desierto de rencor tan interminable, en un vacío tan sin remedio, que abandonó el cobijo de las casas y se internó en la oscuridad, como un sonámbulo.

A las tres de la mañana del 21 de junio una ronda de policías encontró a Nun Antezana inmóvil, a la intemperie, contemplando un eucalipto del que colgaban, ahorcados, tres hombres a los que nadie conocía.2

La reescritura de los hechos, la desconfianza en las fuentes, el cruce de documentos que multiplican los vacíos o las contradicciones y la deliberada invención de personajes (como el citado Antezana) avanza en ese proceso señalado, del biografismo periodístico a la novelización. Pero no termina ahí: la escritura de Tomás Eloy Martínez también es pródiga en la invención de discursos que se apoyan en la mímica de lo real. Cuando Evita conoce a Perón, en 1944, ella le dice algo al oído, en una escena que registra alguna filmación. El escritor imagina una frase funcional a la novela: “Coronel, gracias por existir”. Los historiadores la repiten como si leyeran un documento. Es, entonces, la ficción operando sobre la historia. El mito no se deja atrapar por la escritura, pero sus sueños, a veces, y sus pesadillas, otras veces, escriben la historia. Es la lección del novelista.

La tensión entre documento y versión, entre el hecho y su narración, tiene en esta novela el escenario más propicio. La novela de Perón provoca la discusión de fondo, la zamarrea y la expone:

En las novelas de Martínez la noción de “documento” lleva al extremo la idea de que no sólo se construye el “referido” (la versión novelística) sino también, y con toda deliberación, el “referente” (el hecho histórico).3

 

El pliegue elegido por Martínez reafirma, sostiene, expande y potencia, magistralmente, el principio constructivo de la novela.

Cuando la novela desvela

El deslizamiento de la operación documental a la ficción reconoce otro procedimiento sorprendente en la novela de Martínez: el periodista Zamora, personaje que parece obrar como un “alter ego” del autor, es desplazado por la aparición del propio nombre del novelista, tensionando las categorías posibles del relato: autor/periodista/personaje son la misma persona que entra y sale del juego textual, poniendo el concepto de verdad en encrucijada: si el autor documenta la verdad toma cuerpo, pero si es personaje resbala hacia la verosimilitud, o la ficción. Pero como los hechos reales, en esta novela, ya han sido allanados por la ficción, entonces el personaje con el nombre del autor bien puede ser parte de esa ingeniosa operación escrituraria:

De pronto, Perón se detuvo. Me miró con fijeza, como si al fin me hubiese descubierto y fuera yo el último sobreviniente del universo.

Tomás, me dijo. Usted se llama como mi abuelo. Yo también debí llamarme Tomás.

Me confundí. Dejé caer una frase trivial. Luego, sin razón alguna, le aclaré que yo no era peronista. Sonrió. Me preguntó qué significaba para mí el peronismo. Qué recordaba yo de todo ese pasado.

Lo único que recuerdo es lo que no he visto, respondí. Algo que jamás podré ver. Lo recuerdo a usted abriendo los brazos y saludando a las multitudes en la Plaza de Mayo. Veo los estandartes que flamean, los coros de obreros que no paran de gritar Perón, Perón, mientras usted sigue saludándolos, largo rato. Por fin, su mano contiene el vocerío. Nadie respira. Miles y miles de personas alzan los ojos en éxtasis hacia donde usted está, en los balcones de la Casa Rosada. En el hueco de aquel gigantesco silencio, se abre su voz: ¡Coompañeeros! Le oigo esa sola palabra y lugar vítores otra vez, clamores. Mi recuerdo es algo que conocí en los cines, que oí por la radio. Nada que haya pertenecido a mi realidad.

Lo vi sonreír otra vez. Se me enredaron las imágenes y el General, en ese instante, volvió a tener cincuenta años.

Todo se puede recuperar, me dijo. Oiga el griterío en la plaza.

Lo sentí, oí cómo gritaba la multitud, encendiendo la ciudad como un torrente de lava. Sobre mi memoria llovieron las cenizas incandescentes.

En el jardín se hizo de noche. El General abrió los brazos y exclamó:

¡Coompañeero! Su voz era ronca y joven, la de antaño.

Yo le estreché las manos. Y me fui de allí, como quien se desangra.

La inusual intensidad narrativa del pasaje se construye exactamente donde Tomás Eloy Martínez elige: en el pliegue entre realidad e invención, entre la evanescente materia de lo real y la desesperación de la escritura que pretende atrapar su cintura resbaladiza.

El escritor describe una escena memorable que la historia cifra como indubitable: Perón, la plaza, los obreros, el diálogo mágico, indeleble; pero lo cita desde la construcción del cine y la radio, no desde el testimonio personal. Y Perón, actor central de la escena sin tiempo, reproduce el saludo fuera del tiempo y recrea la escena, como afirmando su mítica presencia. El escritor, que es a la vez personaje de la ficción novelesca, da cuenta del instante donde se alojan todos los instantes pero lo hace desde una frase final (“…me fui de allí, como quien se desangra”) que pertenece a la memoria de la literatura argentina, es decir, al territorio de la ficción.4 El pliegue elegido por Martínez reafirma, sostiene, expande y potencia, magistralmente, el principio constructivo de la novela, el deseo y el logro del escritor y la obsesión de auscultar los latidos del mito.

 

Decir a Perón es advertir los pliegues del mito en la historia, pero decir a Eva es escribir sobre el mito que gobierna la historia.

Novela y velación

Como quien cubre con la textura del lenguaje al universo que estudia, investiga, azuza y prefigura con obsesión durante los mejores años de su vida, así procede el escritor con los sucesos que son el objeto de su perspectiva periodística, en un principio, para ser lanza que lo atraviesa hasta obligarlo a entrar en el texto que ya no le pertenece a él sino al mito que lo imanta y a la vez se le escapa.

Michael Wood ha leído a Martínez desde ese mismo lugar:

Tomás Eloy usa la ficción no para derrotar a la historia o para negarla sino para llevarnos a la historia que está entrelazada con el mito.5

Con la figura de Eva Perón, ese viaje novelístico se afianza y profundiza; decir a Perón es advertir los pliegues del mito en la historia, pero decir a Eva es escribir sobre el mito que gobierna la historia. En el capítulo 13 se puede leer una narración con aliento poético que se aproxima a la mujer que llega, muy joven, a la gran ciudad:

El pueblo la imaginaba rubia y de ojos celestes pero Evita Duarte no era como la pulpera de Santa Lucía cuando llegó a Buenos Aires en 1935 (…). Era (dicen) nada, o menos que nada: un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándose reina, quién lo hubiera creído.6

Ese fragmento reaparece en Santa Evita, novela de 1991, que bien podría leerse como continuidad textual de La novela de Perón. Pero la escritura toma un vuelo propio. No hay referencias a la pulpera de Santa Lucía, tampoco hay nombres de testigos (como el de Pierina Dialessi en el anterior). Tampoco sobrevive el verbo “dicen” entre paréntesis, como borrando la mínima referencia documental. Permanecen y brillan, sí, las descripciones metafóricas y las preguntas del texto original:

¿Dónde aprendió a manejar el poder esa pobre cosita frágil, cómo hizo para conseguir tanta desenvoltura y facilidad de palabra, de dónde sacó la fuerza para tocar el corazón más dolorido de la gente, qué sueño le habrá caído adentro de los sueños?7

El lenguaje poético de Santa Evita desnuda al texto antecedente de nombres, datos, referencias y anclajes en los hechos reales. Vuela al sitio desde donde se comprende mejor lo real, cuando lo real se escapa: el espacio donde respira el mito.

Sergio G. Colautti
Últimas entradas de Sergio G. Colautti (ver todo)

Notas

  1. Martínez, Tomás Eloy: La novela de Perón. 1985. Capítulo 1.
  2. Martínez, Tomás Eloy: op. cit. Capítulo 20.
  3. Pons, María Cristina: “El secreto de la historia y el regreso de la novela histórica”, en Historia crítica de la literatura argentina. Emecé, Buenos Aires, 2000. Tomo 11. Página 110.
  4. Güiraldes, Ricardo: Don Segundo Sombra, Buenos Aires, 1926.
  5. Wood, Michael, citado en “Evita: la construcción de un mito”, de El sueño argentino, de Tomás Eloy Martínez, Buenos Aires, 1999.
  6. Martínez, Tomás Eloy: op. cit. Capítulo 13, “Ciclos nómades”.
  7. Martínez, Tomás Eloy: Santa Evita. Buenos Aires, 1991.