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Siete relatos de Ana María Fuster Lavín

jueves 20 de agosto de 2015
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El beso de la mandrágora

Su beso devora poco a poco tus latidos mientras tus recuerdos se van perdiendo en el vértigo de esa boca. El tiempo fallece. Tratas de engañarla. Le obsequias una noche de máscaras y mal sexo, pero antes de partir ella te obsequia una canasta de mandrágoras. Éstas son las hijas de tu engaño y terminan por amputarte las piernas y los ojos. Finalmente beben tus palabras antes de partir. Ya no hay sexo que te salve del silencio. Tampoco labios para tus lágrimas, ni sangre para tu sed. Tu leyenda del beso enamorado fue otra mentira. No hay libros en tu morada. Siquiera un antídoto que cure los efectos del beso de una mandrágora engañada. No podrás vivir, tampoco morir, ahora reconoces que no quedan voces para tus sueños. Amanece, es hora de renacer a la soledad.

 

La muñeca

“Quiero esa muñeca, mami, esa, la quiero”. Grita y llora la niña señalando una de las muñecas amarradas en la fachada de una casa abandonada. La mama tiene prisa de llegar a la peluquería, hace meses que no se arregla el cabello. En realidad ni tiene tiempo de arreglarse desde que la hija tiene tres años. Ya son tres años soportando sus caprichos y gritos. Agarra a la niña del brazo, pero ésta se tira al piso y empieza a llorar. Las personas que pasan en los carros la miran, hasta el perro que deambulaba por los adoquines cercanos aceleró la marcha. Entran a la pequeña peluquería. San Juan está lleno de fantasmas y gatos, tenga cuidado de esas muñecas. Los gatos nos salvan de la ira del pasado, comentó la peluquera. La mujer se dejó lavar el pelo. Mientras la niña jugaba con unos gatitos en la terraza, por un rato la mamá se relajó. Cerró los ojos mientras acariciaba a uno de los gatitos que se había subido a su falda. Trató de imaginarse su vida si no se hubiera preñado del guardia de seguridad del condominio de su ex novio. Se sintió tan emocionada que tuvo un agradable orgasmo. Al terminar, pagó, escondió el gatito en su bolso y tomó a la niña del brazo. “Mami, recuerda la muñeca…”. Caminó cuatro cuadras hasta llegar a su casa y preparó la cena para ambas. Esa noche dejó al gato dormir en la cama con la hija. Despertó con los maullidos. Al abrir la puerta de la habitación, solo había una muñeca en la cama. La mujer respiró sonriente y la amarró en la fachada de su casa.

 

Gol

Juan Claudio Morales Villa frente a la portería. El portero tiembla, el árbitro juega con el pito. Juan se persigna y le pide a dios que haga justicia. Piensa en que preñó a la prima. Los medios locales califican a Morales Villa como una de las grandes promesas del fútbol. Frente al portero sonríe, los reclutadores del Barsa están en las gradas. Tienen un jugoso contrato que firmarán con Juan Claudio Morales Villa al terminar el partido. Juan mira al cielo y espera que su novia lo perdone por haberse tirado a su hermanita. Sus padres han hipotecado la casa, empeñado prendas y hasta vendido al perro para enviar a su hijo a los mejores campamentos del deporte en Italia, España, Brasil y Alemania. Recuerda la cara de aquel niño y su gatito a los que atropelló borracho con la motora de su vecino, a quien sentenciaron a tres años de cárcel. Juan Claudio besa su crucifijo y sonríe al portero. El árbitro está a punto de colocar el pito en su boca. “Diosito, ayúdame en esta y no volveré a joder”. Los comentaristas, los reclutadores, su prima, su novia, hasta el vecino pendientes al momento que llevará al primer futbolista puertorriqueño a la gloria. La legislatura multipartidista lo homenajeó la semana anterior por ser un ejemplo para la juventud isleña. El portero brinca en la portería, el árbitro suena el pito. “Diosito, ahí voy”, grita la próxima gloria del fútbol. Juan Claudio Morales Villa tira el penalti a lo Panenka. En ese mismo instante cae un rayo inmenso, que deslumbra a todos, justo sobre Juan Claudio Morales Villa. El futbolista cae achicharrado, humeante, entre sus propios orines y un inmenso vómito de sangre. Todos, sus padres, el público, sus compañeros de la banca, su novia y su hermana, la prima embarazada de cinco meses y hasta el vecino aplauden sonrientes y gritan: ¡GOL!

 

Aquella manía de quererse en silencio

Una noche aquel insomnio se encontró enredado en el silencio de sus sábanas. Miró a todos lados, solo soledad. Intentó tocarse, pero no palpaba cuerpo alguno. Se miró al espejo, yo soy mi amor. Se metió debajo de la cama y abrió una puerta. Cayó al abismo. Mientras caía se dio cuenta de que una protuberancia crecía fuerte entre sus piernas. Se fue frotando el enorme pene mientras descendía, hasta manar un manantial. Sus fluidos fueron tales que pudo nadar al llegar al fondo. Bebió de sí mismo y pudo ver luces, siluetas, puertas con distintos colores y un rico aroma a salitre. No se escuchaba nada. Abrió la puerta violeta y entró. El olor cada vez más penetrante lo invitaba a una cama en el fondo. El insomnio se recostó, dos manos lo palpaban suavemente. Cuatro manos, seis, ocho, diez manos tocándolo rítmicamente. Le crecían los senos, se le endurecían los pezones, se le curveaban las caderas. Descubrió ese deseo el siempre soñado. Fue sintiendo entre sus piernas un enorme laberinto en el que entraban todas las manos, también pasó sus dedos y descubrió la humedad de ser ella de todos los dedos acariciando su vulva. Sintió vértigo y gritó tan fuerte que cayó de cantazo en la cama abrazada entre sus sábanas moradas al amado insomnio. Al fin de cuentas, todo fue consecuencia de aquella manía de quererse en silencio.

 

Última función

Mis manos transparentan recuerdos bajo un cielo de satín, caoba y mármol. De nada vale llorar como Girondo y empaparnos el alma, la camiseta. Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos a nado de nuestro llanto. Esta tarde él me golpeó de nuevo. Me escapé a la última función del cine con una amiga para olvidar. Ella me consuela sin reproches. Pero, ¿quién consuela a las sombras? Esta noche quizás hubiese podido amar por primera vez, pero su sombra fue irreductible. Ahora soy mi propio fantasma y queda poco para recapitularme antes de volar. Aquellas pisadas finales, el estacionamiento soterrado; última tanda: película argentina; los ojos de la protagonista me sonríen el corazón, mientras los dedos de ella juegan al escondite entre mis muslos. Al final nos besamos las tres. Mi memoria todavía permanece intacta en este instante. Ahora todo es frío, después que él se acercó a mis espaldas luego de despedirme de ella. Él nunca comprendió que se puede respirar sin poseer, y así aspiró mi último aliento. La protagonista bailaba un tango con su mejor amiga, mientras ella marca esos compases muy cerca de mis pechos. El tecato, afuera frente a la barra, me había advertido misi que Dios la proteja, pero olvidé darle una peseta. Mis manos comienzan a transparentar. Ella se despidió sin que bailáramos el tango, y él me seguía demasiado cerca. Sus pasos, mis pasos, los de él casi sobre los míos. Tal vez el odio sea la fuente de la energía universal, así como la mentira o el amor, pero cada persona elige su método. Te reto a odiarme, escucho antes de que la sangre bañara mi espalda. No te reirás de mí, puta, y ahora pata. Me volteo a ver si terminaban los créditos del largometraje, pero el sótano oscurea mis pisadas. Su sombra me penetra con un puñal, una y otra vez, el pecho, el vientre, el corazón, sus palabras en off ríen ante mi muerte. Sí, ahora todo desaparece mientras la recuerdo entre satín, caoba y mármol, sin ver mis últimos créditos o mi obituario.

 

La fragancia

Cuando está a punto de amanecer, observamos a lo lejos cómo comienza a clarear, tomando un color a melocotón del que caen pétalos de girasol. Los cuerpos van desvistiéndose del disfraz de sombras. Es el único momento del día en que despedimos una especie de luz. Tenue, pero evidente. Como mezcla de escarcha negra y plateada, se acercaba a mí una silueta que extendía sus brazos. Solté de forma automática una carcajada. Mi noche de terror se convertía en renacimiento. Dijo que me amaba y que me protegería. Su olor era tan familiar.

Cuando es casi medianoche, en cambio, los cuerpos son opacos, grises, púrpuras, casi negros. Algunos siquiera tienen ojos, son de las especies más peligrosas. Y allí, estaba yo, inmóvil. No sé cómo llegué a ese lugar, tampoco estaba segura de quién era yo. Todo apestaba a basura, vinagre, orines. Traté de levantarme, pero el único movimiento que me podía permitir era girar un poco. Quise gritar, de mi garganta solo salía un tenue llanto similar a un maullido, pero más lastimero. Tenía tanta hambre que sentía que el estómago me devoraba la piel. Traté de calmarme chupándome un dedo. No soy más que un pedazo de carne abandonada y sin posibilidades de salir.

Escuché pisadas. Moví la cabeza. Se acercaban los Sin Ojos. Intenté permanecer silente. Cada vez estaban más cerca. Esas sombras emitían voces que no podía comprender. Justo cuando iban a dar conmigo dos vagabundos se movieron al otro lado de los contenedores de basura. Los Sin Ojos pasaron de mí y agarraron a uno de los desdichados. Esa primera víctima era más anciano. Tenía una larga barba y cargaba botellas de plástico, restos de comida y trapos en una inmensa bolsa. Su equipaje cayó a mi alrededor, afortunadamente, sus cosas me ocultaron un poco más. Desafortunado para él, que lo golpearon, lo mordieron y se lo comieron. Pude ver su sangre y pedazos de carne brincando tras las dentelladas. Cuando se cansaron de él, se voltearon hacia mí. El otro vagabundo aprovechó para correr. Los Sin Ojos se olvidaron de mí y se perdieron tras él.

Fue demasiado rápido. Tenía tanto miedo y hambre que no pude culparlos de intentar devorarme. Lloré lo más suavecito que pude, no podía evitar mis gemidos. Sólo me calmaron unos gatos que llegaron a alimentarse de las sobras de comida que había en mi entorno. Uno de ellos se acostó a mi lado. Su ronroneo me calmó y pude descansar un poco hasta el amanecer, cuando el rocío cae como escarcha e hidrata mi terrible sed. Un olor conocido me llenó de esperanzas, abrí los ojos. Una mujer vestida de negro y plata me llevaba con ella. De repente, todo se desvaneció.

Al abrir los ojos una luz inmensa y deslumbrante me dejó ciega. Estaba en el piso, caminé par de pasos. Eran mis primeras pisadas y no tenía hambre. Mi boca estaba húmeda. Tropecé con algo. Tanteé con las manos. Era un cuerpo de mujer. Aspiré fuerte; aquella fragancia se mezclaba con un olor amargo que revolcó mis entrañas. Me agaché hasta ella, comencé a morderla. Bebí su sangre; mastiqué un pedazo de su carne que arranqué con mis pequeñas manos. Comí solo un poco. Toqué mis ojos y solo tenía dos cavidades húmedas y gelatinosas. En ese momento comprendí, ya no volví a sentir miedo.

 

Ladrón de sueños

“Vieja loca, muévase del medio y a sus apestosas criaturas”, grité pateando dos felinos. “Una noche mientras duermas los gatos te robarán los sueños y se los llevarán a deambular entre las sombras”, me dijo esa señora vestida de negro sentada a mitad del puente cercano a mi hogar. No pude dormir. Amo demasiado esas imágenes y aventuras que pueblan mi mente mientras duermo. Estuve tres noches sin dormir, por miedo a la profecía. Antenoche fue la cuarta. Tomé un somnífero y me acosté. No soñé nada, solo recuerdo pequeños ronroneos que salían de mi pecho. Acaba de amanecer el quinto día. Nada, no recuerdo qué ocurrió desde que me senté en el sofá a las 22 horas. Recorro cada rincón de mi casa. Llamo a la oficina, me excuso por enfermedad. Estoy nervioso. Bebo leche, como un poco de atún y me siento en el borde de la ventana. Son las 23 horas, salto hacia la calle, husmeo la basura del vecino antes de seguir mi camino sin rumbo fijo. Al rato me topo con la señora de negro al otro lado del puente. Ella me mira y señala. Siento mi sangre como fuego y le brinco encima. La golpeo con todas mis fuerzas, la muerdo, la araño y le grito: “¡Quiero mis sueños de vuelta, vieja bruja!”. “Los tendrás, serás el ladrón de tus sueños”, me dice con un buche de sangre que sale de su boca. Me da un manoplazo con el que caigo al piso. La mujer desaparece, veo un charco de sangre, sombras de las cuales salen cientos de gatos. El cabello se me eriza, siseo y corro veloz en dirección a mi hogar. Al llegar a mi ventana maúllo con todas mis fuerzas y me escondo bajo la cama.

Ana María Fuster Lavín

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