XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

Saltar al contenido

Cuatro relatos breves de Maikel A. Ramírez Á.

viernes 1 de mayo de 2020

Europa

Frente a nosotros, el soberbio contorno de Júpiter, y a nuestros pies, una maciza placa de hielo que penetraríamos, según nuestros cálculos, en una semana. Nuestra misión había aterrizado sobre la superficie de Europa cargada de optimismo ante la posibilidad de encontrar nuevas formas de vida agazapadas debajo de aquella capa congelada. Por mi parte, el entusiasmo, o la ansiedad, tomaba la forma de inspeccionar constantemente el funcionamiento de nuestros sumergibles, cuya capacidad para resistir la presión de aquellas profundidades remotas precisaba la perfección. Descendimos al cabo del tiempo estimado. Interesará saber que allí yacían esqueletos que, de acuerdo a su estructura ósea, podían ser agrupados en pares. Interesará saber, sobre todo, que aquellos organismos flotaban esparcidos dentro de una desconcertante y colosal arca de madera.

 

Fábula del mono

Para asegurar su reconocimiento en la comunidad científica mundial por motivo de su recién creada máquina del tiempo, Marcos Sorín envió a su mono mascota al año 2100. De vuelta al presente, el pequeño primate fue interpelado por un equipo de académicos conformado para develar los acontecimientos que le depararía el futuro a la raza humana, pero los hombres de ciencia encontraron que el altivo animalito rehusaba decir palabra alguna; su argumento era simple y elocuente: era mono, no sapo.

 

La voz de él

“Tus ojos son dos luceros
que alumbran los basureros”
(Aterciopelados: La estaca)

Volví a escucharla instantes después de remover el sucio de mis manos y disimular mi pómulo rasgado con algo de un polvo barato que redescubrí en nuestro lavado. Al principio la ignoré con una súbita energía poco usual en mí; por algo mamá me reprochaba que nunca lo abandonaría así me demoliera a puñetazos secos. La voz de él se anunció quejumbrosa una vez atravesé el umbral del comedor. La pared todavía fresca no fue impedimento para que reconociera un inusitado tono suplicante en su voz. Debo decir que aun así no me conmovió ni un poquitico. La mañana siguiente le pedí a un albañil que reforzara la pared con una corpulenta mole de bloques. Con los años, la voz de él apenas se convirtió en un murmullo que empecé a confundir con el telúrico vaivén de la licuadora, con el desangelado desagüe del sanitario y, cuando mucho, con las flatulencias lácteas de los gatos en el borde del tejado.

 

La invasión

La invasión alienígena se inició a las 23:45, justo a la hora cuando los ojos no se recuperan de su derrota diurna y nuestro cuerpo remeda una casa demolida de la que los habitantes se han marchado despavoridos. Vimos el cielo salpicado de la sangre que brotaba de los cuerpos desmembrados de mujeres y niños en el desierto; hombres amarillos que se lanzaban contra los visitantes y eran rebanados mientras se asfixiaba su grito de guerra; calles que exhalaban el tufo de la carne oscura vuelta cenizas. Nuestra nación impuso la victoria luego de que la última nave invasora se rompiera en tirones de metal bajo las tejas del cielo. Ninguno de nosotros, como habíamos previsto con minucia, resultó herido en la guerra que acabábamos de simular. Enseguida desinstalamos nuestros laboratorios y lanzamos a la hoguera los registros de nuestra tecnología avanzada. Al fin habíamos acabado con todas esas razas apestosas y no tendríamos que compartir el planeta con ningún pobre diablo. Lo más alentador era que el culpable siempre sería señalado más allá de las estrellas.

Maikel Ramírez