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En el centenario de Galdós
La fontana de oro

viernes 6 de marzo de 2020
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“La fontana de oro”, de Benito Pérez Galdós
En La fontana de oro, de Benito Pérez Galdós, Lorenzo, su protagonista, va a contar el desengaño político que sufrirá, años después, Salvador Monsalud a lo largo y ancho de la segunda serie de los Episodios nacionales.
Triste es reflexionar que entre los muchos hombres que han inmortalizado su nombre en las páginas de nuestra historia es contado el número de los que han influido en su prosperidad.
Mariano José de Larra, Vidas de españoles célebres.

La fontana de oro se publicó en 1870. Tenía entonces Galdós veintisiete años. Es una obra, pues, de juventud. En ella, sin embargo, ya aparecen algunos de los rasgos que perpetuará don Benito a lo largo de sus novelas y que, igualmente, aparecerán en algunos de los Episodios nacionales: el continuo roce con el folletín, la indefensión de las personas desvalidas, la huérfana expulsada de una casa de fanáticas, y el recorrido por las calles del Madrid nocturno en busca de una persona a la que apenas si conoce, y de la que se desconoce su domicilio; es una bajada a los infiernos.

Galdós es como el joyero honesto que enseña todas las facetas del diamante, las buenas y las defectuosas.

El folletín, con su eterno juego entre lo verosímil y lo irreal se va a repetir, sin tratar de ser exhaustivos, en La batalla de los Arapiles, donde miss Fly salva a Gabriel Araceli de casi todos los peligros imaginables en la Salamanca ocupada por los franceses.1 Y, desde luego, en Un voluntario realista, donde la bellísima sor Teodora de Aransis convence a Tilín, enamorado perdidamente de ella, y que la acaba de secuestrar, para que suplante a Salvador Monsalud, de quien se ha enamorado ella, en el paredón. Tilín muere fusilado con la esperanza de un amor eterno en el más allá.2 Los ejemplos se podrían multiplicar, pero baste con uno más, el de Fernanda Ibero y Castro-Amézaga en España sin rey, capaz hasta de blandir una espada y de matar a quien cree su oponente en sus amores por don Juan de Urríes y Ponce de León.3 Por supuesto dicha acción le costará la vida.

Las personas desvalidas también irán apareciendo a lo largo de la obra de don Benito. Aparecerán, por ejemplo, en la figura de don Patricio Sarmiento en En el terror de 1824, o en la figura de Soledad Gil de la Cuadra. Son personas, pese a todo, con una gran capacidad de entrega. Soledad llega hasta autodenunciarse delante de la policía de Fernando VII para salvar a la hija de su benefactor. Son personajes sublimes que sólo la maestría de Galdós impide que se desplomen hacia la gazmoñería o el puro y absurdo folletín.

El descenso a los infiernos lo repetirá en Los duendes de la camarilla. Su protagonista, Lucila Ansúrez, acompañada por Ezequiel, recorre las calles del Madrid nocturno, hacia Leganés, para saber si su amante es llevado preso a Filipinas.4 Otro descenso a los infiernos es el de Fortunata.

Por supuesto también aparecen los absolutistas, la intransigencia y la crítica a la hipocresía humana, vestida en esta novela con la piel de tres mujeres, las famosas Porreño, que aparecerán más tarde en uno de los episodios. Le dan cobijo a Carlos Navarro, el hermanastro de Salvador Monsalud.

La fontana de oro, de forma muy breve y resumida, en la persona de Lorenzo, su protagonista, va a contar el desengaño político que sufrirá, años después, Salvador Monsalud a lo largo y ancho de la segunda serie de los Episodios nacionales. Aquí el desengaño se descubre pronto, y se prefiere la paz del hogar a un mundo de intrigas en el que, al parecer, nunca se está seguro de nada; Lorenzo y Clara, los protagonistas de La fontana, como harán luego Salvador y Soledad, se refugian en el pueblo, lejos de la corte, de la política y de sus añagazas. Es la novela de un desencanto.

No vamos a entrar a discutir si esta novela es de las mejores o de las menos logradas de Galdós. No obstante, sí es cierto que, al contrario que en otras obras, se echa de menos en ella una visión más completa de personas y situaciones. Rara es la novela de don Benito en que un personaje, por negativo que sea, no tenga su punto débil o bueno. Galdós es como el joyero honesto que enseña todas las facetas del diamante, las buenas y las defectuosas. Pocas veces aparecen personajes pintados con una sola pincelada o contemplados solamente desde un único punto de vista. Esa carencia de perspectivas en La fontana es probable que se deba a que todavía, dada su juventud, no maneja muy bien los materiales que se lleva entre manos. Así que no le falta razón al profesor José F. Montesinos cuando se rebela contra las iras del escritor. Galdós, al parecer, se espanta de los personajes que él mismo crea, o recrea, y en vez, como hará posteriormente, de tratar de comprenderlos, los insulta quitando, de esta forma, peso a la novela.

Un zoólogo no puede contentarse con insultar a las serpientes. Las Porreño, que ya empiezan a romper el limbo de la prehistoria del novelista y están a punto de adentrarse en su mundo, lo conseguirían del todo si el autor no las abrumara constantemente con sarcasmos y hasta con insultos (“La vieja ridícula, presuntuosa, devota, expresión humana de la mayor necedad que puede unirse al mayor orgullo…”).5

Es cierto, como se puede observar, que don Benito insulta a los personajes, pero no es menos cierto que la novela tiene grandes aciertos, esa doble o triple perspectiva que, más adelante, aparecerá en casi todas las obras. Es modélico, al respecto, el capítulo XLII de La fontana de oro, el titulado “Virgo potens”. En él, el protagonista, Lázaro, se enfrenta a doña Paulita, una de las Porreño, que pasa por santa. Doña Paulita, sin embargo, ha visto tambalearse todo su mundo al conocer a Lázaro, del que se ha enamorado perdidamente. Eso al pobre Lázaro no le cabe en la cabeza, así que no entiende ninguna de las insinuaciones de la beata para huir con él. El diálogo entre los dos está lleno de insinuaciones y malentendidos. Es una pequeña muestra de arte.

Aparece aquí, también, uno de los temas de Galdós que volverá a resurgir con fuerza, la vocación: la mujer metida en un convento, sin ninguna llamada especial, llevando una vida monótona hasta que alguien o algo se la cambia. Doña Paulita, aunque sin su encanto, si se quiere, ni con su poder de persuasión, desde luego, recuerda a la sor Teodora de Aransis de Un voluntario realista. Cuando Salvador Monsalud, huyendo de su hermanastro, se refugia en su celda, aprovechando las escalas dejadas por Tilín, ella comprende, mujer al fin, que es él el hombre con el que ha estado soñando toda su vida, aun sin saberlo. Ese enamoramiento llega al extremo de convencer a Tilín, jugando don Benito con el folletín, para que se deje fusilar en lugar de Monsalud. Tilín acepta, pues de esta forma podrá amar a sor Teodora en el más allá.

En La fontana, por el contrario, doña Paulita ingresa en un convento donde sufre prolongados ataques de catalepsia. No le falta el humor a don Benito:

Creyéronla muerta varias veces, y hasta trataron de enterrarla en una ocasión; mas durante las exequias volvió en sí, pronunciando un nombre, que interpretaron todas las monjas como una señal de santidad, pues entendía que repetía las palabras de Jesús: “¡Lázaro, despierta!”. Indudablemente era una santa. Ocho teólogos lo probaron con ochocientos silogismos.6

Es posible, por otra parte, que La fontana no sea una novela histórica, como dice el profesor Montesinos, o sea una deficiente novela histórica.7 Desde luego los únicos personajes históricos que aparecen son Fernando VII, Alcalá Galiano y Morillo. Más históricos serán los Episodios. Aunque en éstos, sobre todo en la primera serie, se resiente un tanto la verosimilitud, pues no deja de ser un tanto forzado que el pobre Gabriel Araceli corra a todos los campos de batalla y participe en todo cuanto pueda participar por mor de encontrar a Inés.

Don Benito fue, con el tiempo, el excelente novelista que ya anuncia La fontana, una novela que todavía hoy, a más de un siglo de su publicación, se lee muy bien.

Ya hemos dicho más arriba que La fontana de oro la escribió Galdós cuando contaba veintisiete años de edad. E indudablemente aprendió de su propia experiencia de novelista. Pues ni volverá a insultar a los personajes, ni volverá a utilizar a un solo protagonista para narrar la segunda serie de los Episodios. No obstante, ya se percató don Benito de las limitaciones que se imponía en la primera, pues Gerona no está relatado por Araceli sino por Andrés Marijuán. También de La fontana sacó sus enseñanzas, indudablemente. Aunque a veces, a la hora de hablar de personajes, tanto reales como ficticios, lo traicionara su indudable bondad, su humanismo. No obstante, no conviene extraer falsas conclusiones de ello. En 1902 Galdós se entrevistó con Isabel II:

Su prodigiosa memoria le flaqueó, convenientemente, cuando aceptó entrevistarse con Benito Pérez Galdós aquel mismo año. “Don Benito, que era un niño muy grande, salió encantado de la visita, a pesar de su fracaso investigador, cuando tenía que haberse marchado molesto porque un hombre como él hubiese sufrido una especie de toreo o de tomadura de pelo de pura marca borbonesca”.8

Evidentemente ni Pedro de Répide, de quien es esta visión tan boba de don Benito, ni la reina, por supuesto, habían leído La fontana de oro. En el capítulo XLI don Benito habla de Fernando VII, padre de la malhadada Isabel II, y dice esto, entre otras muchas cosas:

Pero con este fin [con la muerte de Fernando VII] no acabaron nuestras desdichas. Fernando VII nos dejó una herencia peor que él mismo, si es posible: nos dejó a su hermano y a su hija, que encendieron espantosa guerra. Aquel Rey, que había engañado a su padre, a sus maestros, a sus amigos, a sus ministros, a sus partidarios, a sus enemigos, a sus cuatro esposas, a sus hermanos, a su Pueblo, a sus aliados, a todo el mundo, engañó también a la misma muerte, que creyó hacernos felices librándonos de semejante diablo. El rastro de miseria y escándalo no ha terminado aún entre nosotros.9

Evidentemente la corte de Isabel II fue un rastro de miseria y escándalo entre amantes, intrigantes, monjas milagreras, maridos impotentes y chantajistas, una madre corrupta, y unos partidos que luchaban por utilizar la corona en provecho propio. La grandeza de don Benito está en haber entendido que toda aquella miseria llevó a la pobre e infeliz reina, digna de lástima pese a todo, a no ser más que la de los pobres destinos. ¿De verdad creyó Pedro de Répide que la reina engañó a don Benito? Cuesta creerlo si se tiene en cuenta La fontana de oro. Y sea como fuere, don Benito fue, con el tiempo, el excelente novelista que ya anuncia La fontana, una novela que todavía hoy, a más de un siglo de su publicación, se lee muy bien, pues no en vano fue una verdadera sensación en su época, un revulsivo novelístico.10

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. La batalla de los Arapiles, capítulos XXII y ss.
  2. Un voluntario realista, capítulos XXIX y ss.
  3. España sin rey, capítulos XXXI y ss.
  4. Los duendes de la camarilla, capítulos XVIII, XIX y XX.
  5. José F. Montesinos, Galdós I, Madrid, 1980. Editorial Castalia, p. 56.
  6. Benito Pérez Galdós, La fontana de oro, Madrid, 1987, Alianza Editorial, p. 391.
  7. José F. Montesinos. op. cit., pp. 52 y 55.
  8. Isabel Burdiel, Isabel II, una biografía (1830-1904). Madrid, 2010. Ed. Taurus, p. 843.
  9. Benito Pérez Galdós, op. cit., p. 362.
  10. José F. Montesinos, op. cit., p. 61.
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