
“I may be paranoid, but not an android”
(Radiohead, “Paranoid Android”)
“A lo mejor son precisamente los humanos
el componente de caos que mantiene vivo el mundo”
(Olga Ravn, Los empleados)
I
Reformulemos una verdad de Perogrullo: la novela Frankenstein (1818) anticipó la singularidad. Instalada al sesgo del Reinado del Terror de la Revolución Francesa, esta ficción de la escritora Mary Shelley prefiguró que, en contraste con su ancestro mitológico, el Prometeo moderno no engendraría vida humana, sino que ensamblaría un ser artificial de inteligencia superior. El problema, sabemos, es que éste acabaría destruyendo a su creador y a otros seres humanos. Atraviesa las páginas de Frankenstein el espectro de una futura rebelión colosal y cruenta cuando la inteligencia artificial (IA en adelante) determine que los seres humanos somos superfluos. El escritor Isaac Asimov denominó “complejo Frankenstein” a la fobia a la IA que esta novela implantó en el imaginario colectivo. Hoy, el sueño de los románticos que producía monstruos en el siglo XIX acecha con ferocidad en la realidad fáctica, a la marcha de los avances en IA en las diversas prácticas humanas.
No obstante nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente, como bien lo supo Borges, y al objeto de evitar arrojarnos a nebulosos terrenos especulativos, podemos beber de una fuente autorizada en el saber y la praxis de la IA como la personifica el ingeniero informático Kai-Fu Lee, quien en su más reciente ensayo, AI 2041: Ten Visions for Our Future (2021), impugna las proyecciones tanto de los distopistas como de los apologistas de la singularidad, por cuanto la eclosión de una IA superinteligente, o Inteligencia Artificial General (IAG), requeriría al menos una docena de descubrimientos científicos inalcanzables en los próximos veinte años, lo cual, por demás, se puede evidenciar a la luz del deep learning,1 el que ha sido el mayor avance de la IA en sesenta años. La creación de una inteligencia que emule capacidades humanas como la creatividad, la empatía, las destrezas de coordinación y de desenvoltura en espacios desconocidos, y otras demasiado humanas, aún no se avista en algún punto del horizonte. Acompañados de Kai-Fu Lee, sin embargo, seamos brutalmente francos: el mundo que conocemos está en vísperas de cambiar radicalmente, y con ello el sentido que coordina nuestra existencia.
Lo que encuentra a continuación es devastador: hombres solitarios, depresivos y obsesivo-compulsivos que habitan planetas-islotes infértiles para la formación de comunidades.
II
Tras constatar que todo cuanto existe en su minúsculo planeta queda en perfecto orden, el pequeño alienígena se echa a recorrer la galaxia. Lo que encuentra a continuación es devastador: hombres solitarios, depresivos y obsesivo-compulsivos que habitan planetas-islotes infértiles para la formación de comunidades. Estos hombres están condenados a una existencia vacua, solipsista y monótona en bucle. El punto en común que los entreteje es su devoción enceguecida por el trabajo. Si examinamos sus acciones y sus precarios intercambios comunicativos, no resulta aventurado afirmar que la identidad de cada uno reside en el trabajo. Me temo, sin embargo, que El principito (1943), la obra magna de Antoine de Saint-Exupéry, al igual que cualquier otra obra literaria, se encuentra constreñida a los marcos referenciales de su tiempo, por lo que la visión que dibuja ha quedado muy distante en el tiempo, sin que tenga mucho que ver con el festivo y orgulloso sujeto laboral actual.
Uno se pregunta cómo podrá asimilar la pérdida del trabajo una especie que descubrió un atributo singular en las cosas: “monetizable”; una especie que ahora no controla sus emociones, sino que las “gestiona”; una especie que no espera un favor recíproco, sino que le “paguen” con otro; una especie que ya no acepta o cree en una idea, sino que la “compra”; una especie que lamenta que alguien muera precozmente, pues el destino segó su promisoria productividad; una especie que ya no le desea a su prójimo un día feliz, sino uno productivo; una especie que no descansa, sino que se metaforiza a sí misma como un mecanismo que “repone baterías”; una especie que ha convertido su hogar y su computadora y teléfono celular personales en respectivos sitios y herramientas de trabajo; una especie que ya no escenifica arrebatos de desamor, sino que “factura”, tal como ocurre en la letra de la canción que Shakira le dedicó a Gerard Piqué, lo que impone recordar el ensayo El fin del amor: querer y coger en el siglo XXI (2019), de la escritora argentina Tamara Tenenbaum, que examina la concepción actual del amor y las relaciones sexuales como ramificaciones del trabajo; una especie que interpreta El principito, para colmo, à la carte de las demandas del trabajo. Un ejemplo prototípico es el artículo “7 enseñanzas de El principito para ser mejor en tu trabajo” en la revista Forbes.
En fin, esta especie para la que el trabajo es su alfa y omega, su razón de ser, o acaso su ser mismo, encarará el hecho insoslayable de verse desplazada por una IA. Verá que de nada le sirve haber interiorizado la ética del trabajo instaurada a sangre y fuego en su origen, como ya lo explicó el sociólogo Zygmunt Bauman en Trabajo, consumismo y nuevos pobres (1998). Los nichos mermarán, visto que, a diferencia de la Revolución industrial, la IA suplantará muchas labores físicas, así como algunas áreas que reclamen operaciones cognitivas.
Hago causa con Kai-Fu Lee cuando, por una parte, señala lo imperativo que resulta gestionar nuevos oficios y profesiones, para lo cual, a no dudarlo, habrá que convertir lo inconcebible en pensable, proceso que, a fin de cuentas, no parece discrepar mucho de lo que ha sucedido a lo largo de la historia; si no, exploremos la Grecia Antigua a ver si existían disyoqueis, astronautas, mototaxistas, beisbolistas, gamers profesionales, maestras de preescolar, ingenieros en informática, gestores de redes sociales, actores de películas de pacotilla, o vendedores ambulantes de cachapas2 con queso de mano, como los que abordan los autobuses cuando hacen paradas en la Autopista Regional del Centro. Aunque esta enumeración suene como un remedo atolondrado de la categorización presente en “El idioma analítico de John Wilkins” (1952), cuento de Borges que, digamos de paso, fue el acicate que condujo al filósofo Michel Foucault a escribir el ensayo Las palabras y las cosas (1966), se trata de abrir el entendimiento a nuevas realidades y a conceptos con que resignificar el mundo, e incluso superar nuestra inteligencia actual. Como quiera que sea, estos nuevos oficios y profesiones han de emerger a la luz de las capacidades humanas apuntadas arriba, a saber: la creatividad, la inteligencia emocional y demás destrezas de manipulación delicada y de dominio espacial en casos de contingencia.
Por otra parte, lo siguiente que debemos resolver es si seguiremos afincando el trabajo como el centro de gravedad de nuestras vidas. Es apremiante decidir si, en lo sucesivo, el trabajo copará cuanto somos en este mundo.
Mary Shelley supo que si la criatura creada por Víctor aspiraba a la condición humana, su subjetividad debía ser mediada por un corpus literario de hondo calado.
III
En la Inglaterra decimonónica del auge de la burguesía y de la industrialización, el romántico era el dotado de la sensibilidad necesaria para entender que la última ciudadela de lo humano es el arte. Mary Shelley supo entonces que si la criatura creada por Víctor aspiraba a la condición humana, su subjetividad debía ser mediada por un corpus literario de hondo calado. De allí que ésta aprenda a través de Las cuitas del joven Werther, de Goethe; de Vidas paralelas, de Plutarco, y de El paraíso perdido, de John Milton. Esta prueba fehaciente de la humanidad de una IA mediante el arte es un artilugio recurrente en obras de ciencia ficción. Recordemos a Andrew tallando la madera en el cuento “El hombre bicentenario”, de Isaac Asimov, o a uno de los androides asumiendo de cantante de ópera en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick. Reiteremos lo ya apuntado: dos de las esferas en las que los humanos seremos aventajados en la incipiente era de la IA son la creativa y la de las emociones o sociales. Pese a que ha sido vilipendiada por no claudicar ante el utilitarismo de la sociedad de hiperconsumo, la literatura representará un lugar ideal de concurrencia de nuestro ingenio, nuestra empatía y nuestros lazos sociales.
El diagnóstico de este marco contextual hace palmaria la acuciante necesidad de teorías literarias que aporten instrumentos conceptuales para bucear en el océano de significados de lo humano. Debo acotar, no obstante, que la condición sine qua non para la preeminencia de estas teorías es que superen la noción de muerte del autor postulada por los filósofos Roland Barthes y Michel Foucault,3 ya que el aparato perceptor humano no tiene la capacidad de distinguir entre una obra creada por un humano y otra creada por una IA, sobre todo si tenemos en cuenta que esta tecnología se perfeccionará con el paso del tiempo. En una palabra, las teorías no deben restringirse al estudio inmanentemente textual, en detrimento del autor como un agente productor de significado. Dos dimensiones de lo humano se apuntalan como núcleos rectores de las futuras aproximaciones teóricas: la psicológica y la emocional.
IV
En el sentir de Aldous Huxley en el ensayo Literatura y ciencia (1963), una legión de escritores de nuestro tiempo ha renunciado a inquirir en el material metafísico, político y cultural que la ciencia habilita. A este tenor, George Steiner imaginaba, en Extraterritorial: ensayos sobre la literatura y la revolución del lenguaje (1971), una poscultura en la que el lenguaje y las nociones científicas pudieran trasladarse al lenguaje común. En estos términos, querría yo mantener que confío plenamente en los aportes de las ciencias cognitivas en cuanto a lo psicológico y lo emocional demasiado humanos, por lo que haré un recuento sumario de algunos beneficios que este enfoque multidisciplinar puede reportarle a los estudios literarios.
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El principio capital de la teoría cognitivista es que los seres humanos son agentes orgánicos y cognoscentes. La IA, ya vemos, no puede retarnos acá, dado que carece de materia biológica y de un cerebro en el que ocurran procesos complejos de pensamiento. Respecto a esto último, la lingüística cognitiva tiene algunos pasos adelantados al estudiar la escritura por proceso, en el que todo cuenta a fin de entender un resultado final, incluso esto vale para los errores. Estamos ante un rasgo distintivo de lo humano, visto que, a diferencia de una IA, la escritura es un proceso arduo que implica planificación, proyección, textualización, selección (material experiencial y bibliográfico), relectura, corrección e, incluso, factores extratextuales como la hora de la escritura y el lugar donde se escribe.
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Contra el dualismo cartesiano, la noción de embodied cognition (cognición corporizada) no separa el cerebro del cuerpo, en razón de que éste interactúa con el entorno físico y cultural desde la niñez, y la reiteración de estas experiencias permite que los individuos perciban y extraigan esquemas, patrones e imágenes que constituyen la base para entender experiencias posteriores. Estas experiencias terminan conformando un sistema conceptual.
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Los conceptos abstractos son cognoscibles gracias a que proyectamos sobre ellos dominios fuentes concretos. Las metáforas conceptuales son corporal y culturalmente motivadas.
A contramano de las tradiciones literaria y retórica inauguradas por Aristóteles, George Lakoff y Mark Johnson, en Metáforas de la vida cotidiana (1982), demuestran que nuestro sistema conceptual es de naturaleza metafórica. Bajo este lente, los conceptos abstractos son cognoscibles gracias a que proyectamos sobre ellos dominios fuentes concretos. Las metáforas conceptuales son corporal y culturalmente motivadas, mas no arbitrarias en el sentido que Ferdinand de Saussure le da a este término en el libro fundacional de la ciencia lingüística Curso de lingüística general (1916). El padre de la lingüística ha sido la voz más representativa de la corriente objetivista para la cual el significado se produce sin la intervención humana, puesto que las subjetividades no pueden sino alterar la realidad objetiva, que a fin de cuentas no es otra cosa que la verdad. En cambio, el cognitivismo ha demostrado que el cuerpo humano y la experiencia son materia prima del significado. Dicho esto, me parece que resulta evidente que la aproximación del cognitivismo es más afín a una teoría con foco en lo humano.
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La imaginación es un rasgo inherentemente humano y cotidiano. Ilustremos este punto con el caso del hablante que para elogiar a un amigo metaforiza a su hijo como la cagada suya. Notemos que no hay rasgos físicos objetivos entre el excremento y el niño que lleven a inferir un parecido con el papá. Remarquemos que se trata, en rigor, de una experiencia corporal compartida entre los hablantes (se parece a ti porque salió de tu cuerpo como lo hace el excremento). Por ser una especie sustancialmente metaforizadora, el humano crea sentido que otros pueden reconocer automáticamente en un sustrato más profundo. Por otra parte, esta característica humana permite la creación de metáforas al primer contacto con nuevas experiencias, mientras que la IA debe aguardar hasta la acumulación de suficientes datos que la alimenten.
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Mark Turner ha dado cuenta de que los procesos mentales de la lectura son los mismos del pensamiento cotidiano: predecir, evaluar, planificar, explicar, reconocer, metaforizar y metonimizar. Más relevante aún: proyectamos las ficciones que leemos sobre la realidad y sobre otras ficciones, lo cual ensancha nuestro conocimiento de nosotros mismos y del mundo circundante. Cada lectura conlleva resignificar la realidad. En suma, nuestra mente es literaria, y puede que en la narrativa esté el propio origen del lenguaje humano.
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En su ensayo Leer la mente: el cerebro y el arte de la ficción (2011), el escritor mexicano Jorge Volpi asevera que la ficción ha sido una herramienta mental en función de la supervivencia y la evolución humana. Asimismo, Volpi relata el descubrimiento de las neuronas espejo por parte del científico Giacomo Rizzolatti y su equipo de investigación. Dichas neuronas desempeñan un rol central en la empatía y se disparan cuando vemos a otros actuar, cuando leemos y cuando soñamos. De modo que cuando estamos frente a la triste historia de los padres que han perdido un hijo, como ocurre en una de las narraciones de Crónicas marcianas (1950), de Ray Bradbury, no sólo nos identificamos con este par de ancianos, sino que hacemos nuestro su dolor, nos ponemos en sus zapatos, experimentamos en carne propia su desdicha vía regiones motoras de nuestros cerebros y extensiones nerviosas de nuestros cuerpos.
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Si instalamos una colonia en Marte, probablemente el predominio del color rojo del planeta se traslade a la creación literaria.
Los géneros literarios se originan en la experiencia y en ideologías o sistemas de ideas. De allí que durante el confinamiento por la pandemia, por ejemplo, hayan brotado crónicas y diarios personales, o que durante las luchas nacionalistas de los románticos en el siglo XIX haya habido una apropiación de la fauna y la flora del suelo patrio por la poesía. Así, pues, si la misión Juice encuentra que la vida en Júpiter es factible y terminamos colonizando este planeta, es probable que al inicio emerjan “crónicas jupiterianas”, con sus derivados atributos morfosintácticos, semánticos y pragmáticos; o si instalamos una colonia en Marte, probablemente el predominio del color rojo del planeta se traslade a la creación literaria en término de matices. Ya ni hablemos de una primera generación nativa de este planeta, para la que el aparato perceptor experimentaría alteraciones en relación con el nuestro.
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A menudo, uno encuentra académicos y no académicos que incurren en afirmaciones del tipo: “los griegos pensaron que…” o “los romanos pensaron que…”, las cuales, por bienintencionadas que sean, desvirtúan la realidad, pues, que se sepa, no hay evidencia de una cultura en la que todos sus miembros exhiban tal unificación del pensamiento. Esto ni siquiera ocurre en los ambientes bajo el yugo de regímenes totalitarios, ya que, en paralelo, surge una corriente de resistencia. Lo conveniente en este caso sería hablar del pensamiento hegemónico de los griegos o el de los romanos, o, cuando menos, en el pensamiento de algunos griegos o algunos romanos. Designamos con el nombre de “distribución heterogénea” los conceptos impugnados que se hallan diseminados en una cultura.
Esto es importante al momento de entender la literatura, por cuanto éste es un concepto impugnado que se distribuye heterogéneamente en una sociedad y en un tiempo. Bastaría salir a la calle y preguntarles a personas al azar qué obras literarias leen, para encontrar, por ejemplo, un grupo que señala a Shakespeare como lo verdaderamente literario, otro que considera a Harry Potter como la verdadera literatura, y otro que registra lo literario sólo en los libros de Paulo Coelho. Aunque parece fácil ningunear a Harry Potter y, supongo, mucho más a Paulo Coelho en esta enumeración, el hecho incontrovertible es que el propio origen de las obras clásicas está signado por una condición bastarda similar. La historia de muchos clásicos es también la de obras marginadas en sus contextos genéticos, en virtud de que no correspondían con los rasgos identitarios del modelo literario en la mente de sus contemporáneos. Dichas obras no eran visibles, identificables ni concebibles como literarias. Sólo el paso del tiempo y el cambio de sistemas de ideas de una época puede redistribuir el concepto de literatura, lo que haría reconocibles las obras periféricas.
Se puede conceder que un rasgo muy humano en el terreno literario es la creación de obras al margen de la hegemonía ideológica y el mainstream.
En este orden de cosas, parece improbable que, al menos en el corto y mediano plazo, una IA desarrolle la capacidad de resistir el statu quo y su modelo imperante de literatura, orientada por un rechazo deliberado al orden del discurso instituido. Se puede conceder que un rasgo muy humano en el terreno literario es la creación de obras al margen de la hegemonía ideológica y el mainstream (pensemos en las vanguardias del siglo XX y su desdén por la burguesía), pero no sólo desde la conciencia, sino, además, desde las emociones más viscerales. Para ponerlo en los términos estudiados por George Lakoff, digamos que la del ser humano letrado es una mente política.
De cualquier forma, las bondades de la teoría cognitivista no se agotan acá, pues aún es un campo en desarrollo que hasta aporta líneas para estudiar la IA, lo cual pudiera generar un análisis contrastivo que conduzca a entender mucho más la naturaleza humana frente al acontecimiento literario.
V
Ahuyentemos la parálisis del cortoplacismo, pues de lo que se trata, en sustancia, es del inicio de una era. Advirtamos que, por ejemplo, un escaso margen de tiempo nos separa de la cristalización del metaverso y de la colonización de Marte. De manera que a la humanidad le restan muchas experiencias nuevas para transformar en materia de lenguaje y de creación y disquisiciones literarias. Dicho esto, añado mi estimación de que el género mejor equipado para entender una era poshumana es, con mucho, la ciencia ficción, por cuanto indaga en ficciones sobre la inteligencia artificial, las realidades virtuales, las mutaciones y las clonaciones, los viajes a través del tiempo y los multiversos, los desastres naturales y el cambio climático, los viajes interestelares y las exploraciones de otros mundos, y las posibles formas de vida alienígenas, entre otras preocupaciones del porvenir.
VI
A mi entender, puede que apenas seamos una generación urgida por elevar un puente a fin de facilitarle la transición a las siguientes, las cuales, como cabe esperar, acabarán estableciendo y normalizando relaciones simbióticas con la IA y otros dispositivos vitales para su subjetivación y su interacción en el mundo futuro.
El astrofísico Carl Sagan conjeturó que la Tierra será consumida por el Sol en unos pocos milenios. Por lo pronto, contentémonos con reflexionar sobre los desafíos que en este quiebre de albores nos interpelan.
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Notas
- Tecnología que utiliza grandes conjuntos de datos para enseñarse cosas a sí misma.
- Torticas de maíz propias de la gastronomía venezolana.
- El significado se centra en el discurso escrito y en el lector, por lo que el autor es irrelevante.