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Ni azeite ni olio

domingo 13 de marzo de 2016
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Eurovisión

Por donde prueva que todos los hombres somos más obligados a ilustrar y enriquecer la lengua que nos es natural y que mamamos en las tetas de nuestras madres que no la que nos es pegadiza y que aprendemos en libros.
Juan de Valdés, Diálogo de la lengua

Siguiendo mi sana costumbre, y dado que siempre he dormido muy poco, me levanté muy temprano, todavía de noche, y me fui a caminar durante un par de horas. Regresé hambriento y con ganas de darme una buena ducha. Pero en la sala de lectura ya se hallaban doña Paquita y el señor Tomás. Estaban hablando tan animadamente que me sorprendí. Quise pasar de largo para ir a mi habitación; pero fue imposible. Doña Paquita me ordenó, así como suena, que me presentara ante ellos. No me dejó ni desearles los buenos días. Sin decir nada me puso un periódico delante de los ojos.

Si piden cantar en catalán, quieren romper el país, y si cantan en inglés reconocen que ya está rompido y troceado.

—No puedo leerlo teniendo las hojas tan cerca —dije alejando el diario.

—Pues aléjelo; pero lea, lea usted. ¿A usted le parece?

Leí una noticia anodina y banal por encima, sin entender nada. Perplejo me quedé mirándola. Disimuladamente enfoqué al señor Tomás por si este me hacía alguna señal. La mujer se percató.

—No, no mire a ninguna parte que no estoy loca.

—No he dicho tal cosa, señora mía. ¿Qué es lo que pasa? —pregunté volviendo a clavar mis ojos en una foto.

—¿Pero usted ha leído la noticia? No, no lo debe haber hecho —se respondió ella misma— porque no ha soltado ninguna blasfemia.

—A ver, si me deja…

—¡Siéntese! —me ordenó. Lo hice—. ¿Qué le parece a usted? No se preocupe: se lo explico. Alguna lumbrera, de las muchas que tenemos en el país, ha decidido que una cantante nos represente en el festival de Eurovisión cantando ¡en inglés! ¡Ay, Dios mío! ¡Hace falta ser imbécil! ¡Cantando en inglés!

—¡No me diga! —dije sintiendo ganas de reír ante el insulto de la mujer.

—No le veo la gracia por ninguna parte —me replicó todavía más enfadada.

—No se lo tome así, doña Paquita, que le va a dar algo. Ya le he dicho infinidad de veces que este país, y más últimamente, se ha convertido en un vodevil de los malos, con chistes gastados y sin ninguna gracia. Creo que nos hemos convertido en el hazmerreír del mundo entero.

—Pero, bueno, ¿a usted le cabe en la cabeza?

—A mí lo único que me sorprendería de esta piel de toro es que el sol saliera por Antequera. Lo demás…

—¿Recuerdan ustedes —preguntó el señor Tomás— el revuelo que se montó hace años, cuando éramos jóvenes, porque un cantante, Joan Manuel Serrat, puso como condición para ir a Eurovisión y representar a España cantar en catalán?

—¡Hombre! —dije yo tratando de calmar a doña Paquita—. No compare. Si piden cantar en catalán, quieren romper el país, y si cantan en inglés reconocen que ya está rompido y troceado. ¿Al fin y al cabo el inglés no se habla en Gibraltar? Pues también es una lengua peninsular. Punto.

—No pensaba yo —me recriminó doña Paquita con amargura— que iba usted a reaccionar así. ¿No le importa el desprecio hacia la lengua?

—Señora —le respondí—, me importa tanto que si usted quiere esta tarde compramos varios botes de pintura, nos vamos a cualquier museo y donde veamos un autorretrato de Velázquez, Goya, o de quien sea, tachamos el título y escribimos selfie porque la palabra autorretrato ha desaparecido ya de periódicos y revistas, radios y televisiones. Nos detendrán, seguramente; pero alegaremos delante del juez que lo hacemos por patriotismo, para que entiendan lo que se representa en el cuadro.

—Sí, tiene razón. Ya lo sé: los periodistas escriben cada vez peor.

—Y le recuerdo —terció el señor Tomás— que Gibraltar no pertenece a España, es un robo en el cual se habla el inglés.

—No recuerdo quién, pero fue un rey árabe. Le dijo este a su hijo, cuando cayó Toledo en manos de los cristianos, que un tejido siempre se deshilachaba por las orillas. Al-Andalús se estaba rompiendo por el centro…

—¡Justo! —exclamó doña Paquita—, si acabamos con la lengua, con lo nuestro, con el corazón, se acabó todo…

—No exagere. Las orillas ya están casi deshilachadas. Portugal se fue, lo mismo que Andorra, y Cataluña se quiere ir. Y yo suspirando por el Imperio Romano.

—No exagero. Valiente contradicción monta usted. Siempre he oído decir —contó dolida— que si una persona habla bien de Francia es francés, si lo hace de Inglaterra es inglés, y si alguien desprecia lo español, es de España.

—¿Qué quiere que le diga? —le pregunté—. Aquí ha tenido interés la lengua cuando se ha podido utilizar como arma política. No hace falta que le recuerde lo mal que lo pasaron algunos compañeros nuestros cuando comenzó toda aquella imbecilidad, tan explotada políticamente, de que si el valenciano y el catalán, el dialecto y las lenguas, y todas las otras necedades que se les ocurrieron a los necios de turno. Como si no pudieran decir tonterías en latín o en inglés. O por hablar una lengua u otra una población fuera superior a otra.

—No vamos a aprender nunca.

Ya en el siglo XVII Quevedo se revolvió contra los pisaverdes que utilizaban el francés a toda hora sin conocerlo. ¡Estaba de moda!

—¿Usted quiere que sientan un poco de interés por la lengua, que no lo van a sentir? Diga mañana en la televisión que los gallegos, o mejor, los catalanes nos quieren imponer su lengua al resto del país. Y verá la que se monta.

—¿Y eso va a servir para que alguien estudie el español o se la tome en serio?

—¿Cree usted que alguna persona humana, como dicen algunos periodistas, de los que fueron a las manifestaciones en contra del catalán, se leyó algún libro para comprobar si tenían razón estos o aquellos? Por supuesto, me refiero a los clásicos, no a interpretaciones. Pocos en Valencia han leído a sus propios autores. Hablo de los del Siglo de Oro, para evitar suspicacias.

—No, no lo creo.

—En eso tiene usted razón —dijo doña Paquita ya más calmada—. Le pregunté a un alumno que si había leído tal o cual libro para protestar con propiedad, y su respuesta fue la absurda de “no necesito leer nada para saber quién tiene razón”. Estaba claro. Como dijo don Miguel de Unamuno, el órgano de volición de los españoles es eso, los c…

—El de volición y, muchas veces, el de cognición.

Mire, señora —intervino el señor Tomás—, esto es un negocio. Y si algún mercachifle ha decidido que el producto se vende mejor en inglés, y esta lengua, al contrario que el catalán, por muy nuestra que sea, no causa problemas, a España se la representará en inglés. Y no hay más. Olvídese de patriotismos y lenguas maternas… No tiene más que ver lo que está sucediendo con los políticos. ¿Qué es lo que mejor demuestra que haya habido tanta corrupción y que esta se haya consentido? Que importa más el bienestar de unos pocos, la vida de un partido político, que la buena marcha o buen gobierno de un país. Y así hemos llegado a donde hemos llegado.

—Y si la gente —dije yo— no se ha movilizado por el dinero que le estaban robando, ¿cree usted que se va a movilizar porque la representen cantando en inglés o en bosquimano? Caso distinto, insisto, sería que trataran de hacerlo en catalán. Y a partir de ahí se pueden sacar infinidad de conclusiones.

—Muchas, desde luego —dijo el señor Tomás—. Es para replantearse muchas cosas.

—De todas formas —volvió a la carga doña Paquita, centrada en sus pensamientos— no sé de qué me quejo. Ya en el siglo XVII Quevedo se revolvió contra los pisaverdes que utilizaban el francés a toda hora sin conocerlo. ¡Estaba de moda! Y lo mismo hizo Torres de Villarroel y Larra… ¡Dios mío, don Miguel tenía razón! Para España no pasan los años. Pasan los otros. Así si antes decían pont levu para significar zapato, ahora van a ver arte a las iglesias cuando una pobre mujer, intentando restaurar un cuadro, hace un borrón. Y todos acuden a ver el borrón como los moscardones a la m…, a los excrementos.

—¿Y qué se esperaba usted? ¿Cuántas veces le han preguntado en su instituto para qué sirve la literatura o el arte? ¿Sabe usted cuántas veces he tenido que justificarme yo por estudiar latín?

—Tiene razón —contestó la mujer más calmada—. Al fin y al cabo el centenario de la segunda parte de Don Quijote está pasando desapercibido. Aquí lo único que importa es encontrar los huesos de Cervantes.

—Porque eso supone una nueva ruta turística, y los bares de los alrededores se llenarán de clientes…

—¡Hombre, pero los libros!

—¡Ay, los libros, los libros! Los libros, doña Paquita, cuestan mucho de leer. Y los dioses no dan nada gratis. La belleza, una mediana cultura, y tratar de no ser conducido como un borrego cuesta trabajo y esfuerzo. Es más fácil conectar la tele y dejarse llevar. Y tomar cervezas en los bares y hacerse una foto ante un ladrillo de cerámica con la cara de Cervantes, o de quien sea.

—Así pues, como decía Valdés, ni azeite ni olio.

—Ni oli —añadí rápidamente—, oil queda más mejor, como decían los infantes cuando yo era joven.

—¡Estamos apañados! —exclamó doña Paquita.

—No les llega para más ni a los políticos ni a sus asesores…

—No nos pongamos estupendos que yo me tengo que duchar.

—Sí, váyase, váyase que yo tengo el olfato muy fino.

—Señora —dije levantándome—, ha sido usted quien me ha llamado.

—Vamos a escribir una carta protestando.

—Ya empezamos otra vez con las firmas —dije saliendo a toda prisa, pues comenzaba a tener hambre. Y no me apetecía firmar manifiestos por la lengua ni nada de nada. Nunca han servido, ni nunca nos han hecho caso.

Vicente Adelantado Soriano
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