Para Joaquina Adelantado y María Genes
Esta es la ley que la naturaleza ha establecido para los astros: la salida de los más luminosos oscurece a los pequeños y débiles.
Plinio, Cartas.
Ludovicus Plinio suo plurimam salutem dat. Confío en que haberte sacado a ti, con tus preciosas cartas, no me haya oscurecido mucho a mí con mis pobres y libres comentarios sobre ellas. Y espero y deseo que algún día nos volvamos a encontrar, se oscurezca quien se oscurezca, pues creo que ha llegado ya el momento de poner fin a esta correspondencia que tanto me ha hecho disfrutar y tanto trabajo me ha costado. Ha sido un acierto dirigirme a ti, y ha sido un acierto leer todas tus cartas, a veces en latín, y a veces traducidas al castellano. No me importa en absoluto, por otra parte, que tu salida haya podido oscurecer mi débil luz. Estoy convencido de que ha sucedido todo lo contrario: creo que la has aumentado.
Leyendo tus cartas me he encontrado bien y a gusto, tranquilo y feliz. Pero ni aun así la obra de un autor, por muy excelente que sea, es como para demorarse en ella toda la vida. Bien es cierto que se quedan algunas noticias por comentar, y tal vez debería haberlo hecho. Pero el cansancio, el deseo de novedad, de otras voces y otros ámbitos, me impelen a cerrar tu libro, tan subrayado como lleno de notas, y a abrir otros. Es bueno y saludable buscar cosas nuevas, como también lo es volver sobre lo anterior de vez en cuando. Como sabes, y es patente, me encanta el género epistolar. Y ese encanto me lleva a evocar, como cierre de esta correspondencia, algo que tenía muchas ganas de contarte a ti y a quien leyere.
Nunca más ni mi madre ni mi padre volvieron a contar nada sobre la familia delante de mí.
Creo que mi interés por el latín corre paralelo con mi gran interés por mi familia, por mis antepasados, por mis raíces si quieres. Desde muy pequeño escuché, con suma atención, todas las historias o anécdotas que contaban mis padres, bien sobre ellos, sobre sus hermanos o, incluso, sobre sus abuelos. De forma inconsciente al principio, y sabiendo lo que hacía después, fui anotando todo cuanto oía de boca de mis progenitores. Lo reescribía luego, y al hacerlo iba descubriendo lagunas que trataba de rellenar preguntando e inquiriendo. No obstante, pronto me percaté de que si bien mis padres hablaban entre ellos abiertamente, bastaba que yo hiciera una mínima observación para que cerraran la boca o cambiaran de tema. Fue como si hubieran intuido en mí al cronista que iba a airear todas las cosas, buenas y malas, de la familia, cosa que a ellos no les hacía ninguna gracia, y que a mí me divertía mucho.
La cosa llegó a su punto álgido cuando le presenté a mi madre, bastante inconscientemente, cierto es, un primer ensayo sobre su madre, que era hija ilegítima. Mi madre, leyendo mi manuscrito, montó en cólera, se puso a llorar, rompió los folios, y no me cruzó la cara a guantazos porque yo ya tenía mis años. A mí francamente aquello me pareció puro teatro. ¿Quién nos conocía? ¿Quién la iba a señalar con el dedo? ¿Qué daño le iba a hacer aquello a la abuela que ya llevaba 30 años muerta? ¿Y quién puede decir que en su familia todos son puros e inmaculados? No le dije nada, pese a todo. La dejé llorando y balbuciendo amenazas contra mí. Pues en el fondo no me creí que llorara por airear yo secretos y tonterías de su familia sino por algo más profundo, más serio y más intangible. Sea como fuere se cerró como una cámara acorazada. Y no es que ya no respondiera a mis preguntas u observaciones, es que nunca más ni ella ni mi padre volvieron a contar nada sobre la familia delante de mí.
Mi familia, tanto la materna como la paterna, se ha caracterizado por una continua movilidad. Nunca han estado más de diez años en el mismo sitio. Eso no ha supuesto para mí ningún problema. De hecho, estudiando el bachillerato nunca hice dos cursos seguidos en el mismo instituto. Llevo en la sangre una cierta vida nómada. Y me gusta. No me considero, por lo tanto, ni de aquí ni de allá, y de no ser por mis documentos oficiales diría, como Séneca, que soy ciudadano del mundo.
En toda familia que se precie, sin embargo, siempre hay una oveja negra, alguien que difiere del resto. Tal fue el caso de mi tío Serafín. A éste lo sacaron del pueblo cuando era un crío de pocos años, lo llevaron a la capital y lo metieron interno en un seminario, para que pudiera estudiar, del que se escapó varias veces. Siempre lo volvían al viejo establecimiento religioso, pero la última vez, ya con el bachillerato terminado con gran aprovechamiento, se plantó, se negó a volver y se buscó un trabajo. Más tarde se licenciaría en lenguas clásicas. Se ganó la vida dando clases de latín y de griego.
Siempre he lamentado mucho no haber conocido a tan ilustre pariente, el único que he tenido con estudios serios e importantes, y que murió en una edad relativamente temprana. Una pena sobre todo para mí.
Se le escapó a mi madre, una vez, que tenía un arcón que siempre la acompañaba allá donde iba en sus continuas migraciones. En él guardaba recuerdos familiares. El arcón, tapado por una vieja manta y varios fardos de periódicos y papeles, estaba en una buhardilla de la casa. Lo vi un día que subí a dejar un montón de revistas que ya había leído. Y recordé, enseguida, un tebeo, cómic se dice ahora, que leí de pequeño. Era un tebeo apaisado. Y en el segundo número, si no recuerdo mal, un chico joven sube a la buhardilla de su casa, y allí se encuentra un sombrero, una máscara, una espada, un revólver y una camisa agujereada por los disparos del pelotón de fusilamiento. Su hermano, lo descubre entonces, era el legendario Zorro. Lo fusilaron, pero él decide resucitar al Zorro, lo hace, y yo seguí comprando aquel tebeo ya no sé cuántos jueves seguidos.
Desde entonces, y tal vez desde antes, quizás por lo mismo que me gusta el latín y saber el origen de las palabras y de mi familia, tenía yo mucha afición por las buhardillas y cuartos trasteros. Así que aprovechando una tarde en la que mis padres se fueron a visitar a un pariente lejano enfermo, subí a la buhardilla con un manojo de llaves y una potente linterna. No me hicieron falta las llaves, pues mi madre, que tan celosa era con la historia de su madre, se había dejado el arcón abierto. Aquella fue para mí una tarde de gloria. Tal como si me encontrara ahora un manuscrito tuyo, querido Plinio, o de Cicerón… El corazón comenzó a latirme con fuerza. Pero antes de hacer nada, me fijé en cómo estaba todo para dejarlo igual: no quería que el baúl se cerrara ante mí como la boca de mis padres.
Encontré muchas cosas, muchísimas. No sé todavía cómo no se me paralizó el corazón de gozo y contento. Pero lo que me atrajo inmediatamente con una enorme fuerza fue una especie de cuadernillo, cuatro folios entre dos cartones, y sujeto todo con una cinta de color rojo. Estaban escritos los cuatro, por ambas caras, con pluma estilográfica. El tiempo había vuelto un tanto marrón lo que debió de ser una tinta negra. La letra era preciosa, elegante y entendible. Era de mi tío Serafín, como constaba al principio y al final de las hojas.
Contaba, con un estilo sencillo y directo, que sus padres, mis abuelos, lo habían sacado del pueblo en una edad muy temprana. Tenía ocho o nueve años. Sus padres también habían emigrado. Lo hicieron tras pelearse con toda la familia por cuestiones, somos mediterráneos, de repartos de tierras y herencias varias. A mi tío Serafín todas aquellas peleas le parecían un enorme absurdo, y para ilustrarlo contaba que los hermanos, su padre y sus tíos, llegaron a las manos por una crucecita de plata, obra en mi poder, heredada de una bisabuela, que no sirve ni para pagarme una cena, y que además ni les iba a aprovechar a ellos, todos ateos redomados y blasfemos congénitos.
Sea como fuere, mi tío Serafín jamás se sintió desvinculado ni de su pueblo, al que añoraba, ni de su familia. De hecho una de las veces que se escapó del seminario se fue allí andando. Sus tíos lo delataron: ni por asomo deseaban que sus padres pensaran que lo habían secuestrado, seducido o lo que fuera. Lo devolvieron al lugar de donde se había fugado. Serafín en aquel viejo convento nunca dejó de suspirar por sus amigos de la infancia, y por el campanario de su pueblo que, para él, se convirtió en el símbolo de la libertad. Según decía, la imagen del campanario era la que siempre tenía presente en los momentos de duelo, y de dolor. Esperaba que su fina silueta, con su espadaña y sus campanas, lo acompañaran en su hora final. No sé si fue así.
Dice el poeta que todo pasa y todo queda. Y Serafín, poco a poco, tal vez no podía ser de otra forma, se fue olvidando de su pueblo, de sus amigos y de sus parientes. Nunca más se volvió a escapar para visitar las calles de su infancia. Perdió el poco contacto que tenía con amigos y familiares e hizo algunas amistades entre los compañeros de trabajo y gente de su edad. No se le ocurrió, durante ese tiempo, volver por el pueblo.
No había tren hasta cuatro horas más tarde. No lo esperó. Comenzó a caminar por la vía camino de la capital, haciendo el camino inverso a cuando se escapara del seminario.
Pasados muchos años, muchos, un día recibió una carta, la conservaba entre los manuscritos, en la que una prima lo invitaba a visitarla, a reanudar los lazos familiares, pues al fin y al cabo, le decía su prima, ellos no tenían la culpa de las desavenencias de sus padres ni de sus riñas. Le dijo su prima que quería reunir a todos los primos para que recuperasen a la familia. No hizo falta más.
Cogió el primer tren que pasaba por su pueblo. Llegó antes de que se hiciera de día. Nada más bajar del tren se acercó a una fuente de la que solía beber a su salida del colegio, y a la que acudió, pese a su lejanía, la vez que se escapó del seminario. Según contaba tuvo allí su primer aviso: no recuperó el sabor que recordaba; el agua no estaba fresca, la sensación no era la misma…
Caminó por el pueblo sin ver a nadie. Por su parte a duras penas reconoció las calles, las casas, la plaza o la iglesia: todo había cambiado. Y mucho. Aun así estuvo paseando largo rato, pasó por la casa por donde naciera, buscó en vano los lugares donde jugaba de pequeño. Maldijo a sus padres por haberlo sacado de allí, recordó sus infantiles llantos el día en el que se fueron… No obstante, gracias a eso, precisamente, había estudiado, sabía latín y griego, y vivía mejor él de lo que jamás lo hicieron sus antepasados… Se perdió buscando el viejo cementerio donde reposaban algunos de sus tíos y abuelos. No lo encontró. Se percató entonces de que su pueblo sólo existía en su mente. Allí es donde estaba todo lo que iba buscando. Lleno en ese momento de terror, corrió hacia la estación. El sol comenzaba a despuntar. No había tren hasta cuatro horas más tarde. No lo esperó. Comenzó a caminar por la vía camino de la capital, haciendo el camino inverso a cuando se escapara del seminario. No vio a ninguno de sus parientes.
Contaba como colofón que, paseando por el pueblo, intentando reconocer la casa de su abuelo, la paterna, la de alguno de sus amigos, maldijo a sus padres, como hiciera muchas veces, por haberlo sacado de allí. Durante unos minutos se derrumbó por dentro. Parecía, según él, un castillo en ruinas. Pero al ver los bancales, a uno u otro vecino que, inclinados por la edad y el duro trabajo, iban hacia los campos, se percató de lo que se había escapado. Y siguió caminando y lamentándose por todo… Luego se dijo que era mejor dejar las cosas como estaban, y no quiso ver a nadie. Emprendió el camino de regreso a pie. Decía, en la última línea del manuscrito, que le costó muchos kilómetros recomponerse, volver a su antiguo estado. Y así fue como superpuso su recuerdo sobre la realidad que acababa de ver. Nunca más volvió por el pueblo. Ni contestó a las cartas de los familiares. Tampoco estaba muy a gusto en la capital. Terminó diciendo que su patria eran sus libros y su habitación. Nada más.
Y aquí quería llegar: mi patria ha sido, durante largos meses, tus cartas. Me da igual que oscurezcan las mías, pues nadie las lee… Seguramente algún día, como hiciera el tío Serafín, también volveré a ellas, y a mi viejo pueblo, y abrazaré a mis primas… No seré el mismo, desde luego. Y no veré lo mismo entonces que lo que veo ahora. No obstante, creo que el viaje del tío valió la pena. Y la lectura de tus cartas también. Y nada más, querido Plinio. Valga esta pequeña anécdota como despedida. Gratias plurimas tibi ago et vale.
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