Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Entre pícaros y marginados

martes 30 de mayo de 2017
¡Comparte esto en tus redes sociales!
Masía abandonada
Mucho canto del campo y de la vida natural, pero las masías están despobladas y los corrales también.

Es raro cómo en estas charlas deshilvanadas
lo que parece lógico toma visos de incoherencia.

Azorín, El escritor.

Al día siguiente de la comida con doña Paquita saludé al resto del personal de la residencia, y a unos cuantos internos que me apreciaban. Les mentí a todos, pues a todos les hice creer que acababa de llegar de Alemania. Me acordé, desde luego, de aquella sentencia de que antes se pilla a un embustero que a un cojo; pero dudaba de que alguien de la residencia me hubiera visto por la ciudad. Además, siempre tenía la precaución de llevar sombreros, gafas de sol o gorros de lana. Y tal vez si alguien, pese a ello, me había reconocido, habría comprendido que mi deseo era no dar explicaciones de nada. Mi viaje a Alemania se convirtió en una verdad incuestionable.

—¿Sabe lo que me hace mucha gracia de las novelas y películas policíacas? —dije cuando pudimos, por fin, retirarnos a nuestro rincón de la sala.

—Usted me dirá; sorpréndame —me respondió doña Paquita en tanto nos tomábamos el primer café de la mañana.

—No creo que le sorprenda, pero eso es lo que menos importa. Mire, cuando yo era joven muchas veces salía a recorrer la ciudad con la esperanza de encontrarme con alguien, de tener alguien con quien hablar…

—No tenía usted muchos amigos —dijo en un tono a medias entre la pregunta y la afirmación.

En las novelas policíacas, en ciudades descomunales, el detective o el poli siempre, en el segundo o tercer bar, se tropieza o bien con el asesino o con un testigo.

—No. Nunca he tenido muchos amigos. He sido siempre una persona bastante solitaria. Por eso a veces, cansado de la situación, salía de casa siempre con la esperanza de encontrarme con alguien, y de mantener alguna pequeña charla.

—Y nunca daba con nadie.

—Así es. Nunca daba con nadie. En una ciudad tan pequeña como la nuestra, nunca me tropezaba ni con compañeros del instituto, o de la universidad, o, simplemente, con conocidos.

—Suele suceder.

—Sin embargo, en las novelas policíacas, en ciudades descomunales, el detective o el poli siempre, en el segundo o tercer bar, se tropieza o bien con el asesino o con un testigo, o con alguien que lo puede llevar a la resolución del caso.

—Hombre, tenga en cuenta que la novela es una convención. Imagine usted una novela policíaca en la que el detective se pasa toda la novela sin descubrir a nadie relacionado con el caso, ni habla con nadie, ni hay tiros o sobornos…

—¡Claro! —dije con una lógica aplastante— dejaría de ser una película de la serie negra.

—Podría convertirse en un monólogo interior. Pero en ese monólogo interior se podría contar la resolución del caso, y crímenes y persecuciones.

—Sí, pero eso sería ficticio. El sueño del detective, no la solución real. O peor aún: se podía convertir en esa tontería de los adivinos, alcahuetes de los muertos, y demás.

—Pues parta usted de un crimen imaginario y dele una solución onírica. ¿Quién lo impide?

—Supongo que nadie. O, tal vez, la misma novela. Es una novela de fuertes contenidos, de bastante carga social. Si fuera todo un sueño del detective, el autor estaría haciendo ciencia-ficción. O tal vez no, no lo sé.

—No. La novela de ciencia-ficción también tiene su carga de denuncia, recuerde a Tomás Moro. De todas formas, y ya que ha salido el asunto, me gustaría charlar con usted de algo que dijimos ayer, cuando estábamos comiendo. No recuerdo si fue usted o yo, uno de los dos desde luego, estableció un paralelismo, o tendió un sutil hilo, entre el detective privado y el pícaro. Estuve meditando sobre ello, ¿sabe?

—Creo que fui yo quien dijo esa ridiculez, doña Paquita. Fue una tontería de taberna, algo sin meditar, y, desde luego, sin estudiar ni analizar.

—No seamos tan académicos. Ya no lo necesitamos. Ni rigurosos. Podemos fantasear un poco, al menos un poco. A estas alturas, y aquí, ya no tiene ninguna importancia lo que digamos o callemos.

—Eso es cierto. Verá, yo no conozco más novelas picarescas que el famoso Lazarillo y El asno de oro. Y las dos distan mucho, muchísimo, de tener ninguna relación con las novelas policíacas americanas. Ahora, puestos a buscar paralelismos y a ser brillantes…

—No se trata de lucirse. Yo tampoco conozco mucho la novela negra americana, pero ¿no le parece que ésta, como la picaresca, nace en un momento de crisis, de cambio? Y ahí sí que se podrían encontrar, creo, muchos paralelismos.

—Esos paralelismos los podría encontrar en todo momento y época. También fue uno de los temas en los que picoteamos ayer. Cuando le hablé del presidente electo de EEUU, de Trump, del Gran Patán, usted me hizo caer en la cuenta de que ya hubo un Calígula, un Nerón, un Hitler, un Mussolini, un Stalin, y no sé cuántos monstruos más. Éstos tenían un poder ilimitado. ¿Usted cree que al Gran Patán le van a dejar llegar a esos extremos?

—Espero que no. Pero al mismo tiempo lo veo todo tan frágil, tan pendiente de un hilo. A veces, aunque ya no tengo edad para ello, todo esto me asusta y me da miedo.

—No quiero ser descortés, pero ese miedo tiene más que ver con nuestra edad, con las experiencias que hemos tenido, que con la realidad.

—¿Usted cree? ¿No es eso una forma de consolarse, de pensar que no va a suceder nada? ¿Que vamos a seguir disfrutando de paz y de tranquilidad?

—Si se refiere usted a guerras y demás, no creo que por ahora vayamos por ahí. Y por otra parte, y le doy a usted la razón, muy pocas veces el mundo ha sido gobernado por gente inteligente, honesta, buena y desinteresada. Siempre hay intereses de grandes empresas que defender. Y éstas no miran sino por su provecho.

—¿Y entonces en todo esto qué incidencia puede tener la novela picaresca o policíaca con toda su denuncia social?

—No lo sé: ambas hacen lo mismo que hacía Sócrates: describen un estado de cosas, pero no dan soluciones.

—Sí, en eso tiene razón: son novelas, no tienen por qué convertirse en tratados de política. Ahora bien, cuando se termina de leer esas obras, ¿no se queda el lector con un cierto desasosiego? ¿Con la noción de que algo no funciona bien?

—No sabría decirle así a bote pronto. Es inquietante, desde luego, que en muchas de estas novelas el planteamiento, el crimen por decirlo de alguna manera, no parta de seres marginados sino de gente bien, o muy bien, situada. Es, tirando mano de la brocha gorda, como si el conde Duque de Olivares, o don Rodrigo Calderón, se nos hubiera transmutado en Lázaro.

—Fue peor que eso, mucho peor. Los validos fueron los seres más corruptos del país. Eso sí, no les faltó el aguachirle de turno que los cantara y bendijera, como siempre. ¿Los protagonistas de las novelas policíacas son nobles y ricos?

—No. Ellos promueven la acción. Pero descargan la solución de sus problemas en un ser tan marginal, el detective privado, como el mismo delincuente o el propio pícaro. Y es al intentar descubrir el origen del mal cuando el detective sirve de excusa para adentrarnos en un mundo sórdido de drogas, dinero, sexo y muerte. Una vida humana allí vale bien poco.

—En las novelas picarescas no hay asesinatos ni muertes, que yo recuerde. Hay una ejecución en El buscón, que da pie a un relato de humor negro en el que verdugo y amigos terminan por comerse, en pasteles de a cuatro, a aquel que acaba de ser ejecutado. Y se alarga más el chiste. Ahora bien, no puedo dejar de recordar la ternura, deferencia si quiere, de Lázaro hacia el escudero: el criado termina por dar de comer al señor… No sé si en la novela policíaca se habla de esto. Y del hambre.

Con Horacio me pasa lo mismo que me sucedía con algunos de mis amigos que se llamaban ecologistas: mucho canto del campo y de la vida natural, pero las masías están despobladas y los corrales también.

—No. No hay humor negro, al menos de ese tipo. Y tampoco se dice que nadie se muera de hambre, o pase hambre. Aunque lógicamente se busca el dinero para no tener que trabajar, para tener poder y disfrutar de lo que ellos entienden que son las cosas buenas de la vida: coches, rubias, dinero, influencias políticas, inmunidad…

—Y que no lo son. Y de ahí surge la crítica.

—Sí. Y también la ternura, que también la hay: siempre el ser marginal, el detective, desengaña al pobre hombre o mujer que se ha dejado llevar por los espejismos…

—Es una nota de consuelo y esperanza, ¿no cree?, hasta en los ambientes más sórdidos surge algo de bondad.

—Sí, algo de eso hay. Mire, hace algún tiempo, cuando fingí uno de estos viajes a Alemania, guárdeme el secreto, me fui a mi pueblo natal. Había quedado con un amigo de la infancia para recorrer todos los alrededores del mismo y fotografiarlos. Nos dimos unas buenas caminatas. Y vimos, perdidas en la sierra, masías, ya derruidas y abandonadas y viejos corrales en idénticas situaciones. Allí, en medio del monte, aislados de todo y de todos, sin ninguna comodidad de ningún tipo, sin teléfono, radio, coche, nada de nada, habían vivido personas y trabajado y muerto. Me contó mi amigo que el hijo de uno de aquellos masoveros, cuando veía a alguien dirigirse a su masía, se escondía debajo de la cama, tanto era el miedo que le daban los desconocidos. ¿Qué tiene de extraño que uno de estos chicos, cuando lo llamaban para hacer el servicio militar, único momento en que el Estado se acordaba de ellos, visto en la capital lo que se estaba perdiendo en la sierra, se metiera donde fuera para no volver a la masía?

—Tal vez nada. Y, sin embargo, no es aquí donde ha proliferado la novela policíaca.

—Aquí no ha proliferado nada salvo el incienso en busca de prebendas. No lo hubieran permitido. Le estoy haciendo el trasunto, trasladándolo de una de las novelas en las que el granjero busca una vida mejor, y no recuerdo si termina haciéndose boxeador y cayendo en manos de la mafia, o atracador, no tiene más salida el pobre hombre, y eso sí que es lo triste… Sea como fuere ambos regresan a la granja con unas pocas monedas uno, y con varios agujeros de bala en el estómago el otro.

—¿No será eso un beatus ille al revés? La picaresca no lo es, desde luego. Ahí están los siete palomares que se caen del pobre escudero.

—Lo del beatus ille es pura propaganda, una mentira y una necedad. Sí, la poesía será todo lo bella que usted quiera, no se lo discuto. Pero con Horacio me pasa lo mismo que me sucedía con algunos de mis amigos que se llamaban ecologistas: mucho canto del campo y de la vida natural, pero las masías están despobladas y los corrales también. Y los pueblos se van quedando sin habitantes. El trabajo del campo es muy duro. Deberían leer las Geórgicas, de Virgilio: la belleza de la poesía no oculta la dureza del trabajo, ni mucho menos.

—Bueno, entonces —me dijo sonriendo doña Paquita— es que han aprendido la lección de aquellos seres, y ahora se va toda la familia a la ciudad pero no para hacerse boxeadores ni criminales. Es un pequeño avance.

—No estoy en contra de ese éxodo, entiéndame. En una de aquellas excursiones por el monte vi los corrales, en medio de la sierra, donde pasaron mucho tiempo mi abuelo, mi padre y todos mis tíos. Ver aquellas ruinas me hizo comprender muchas cosas. Sin caminos, estaban alejados de toda civilización. No tenían nada más que las estrellas y los animales… Y el vino.

—No hay nada como viajar aunque el viaje no termine en Alemania.

—Así es. Y allí, sentado en medio de tanta decadencia, de tanta teja y pared por el suelo, se percibe que muchas cosas son uno y lo mismo.

—Si nos olvidamos de taxonomías académicas.

—Exacto. Siempre hay un momento en la vida en el que es necesario quitarse el refajo.

—Va a hacer usted que me sonroje.

—No era mi intención.

Vicente Adelantado Soriano
Últimas entradas de Vicente Adelantado Soriano (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio