Todo hombre odia lo que le estorba.
Epicteto, Manual.
Pasar la revisión en el ambulatorio siempre me afectaba y me ponía nervioso. Y siempre, cuando me llegaba mi turno, tenía la tensión alta. Para evitarme explicaciones innecesarias, o pedir la posibilidad, que me hubieran negado, de esperar mi turno en la calle, y que me avisara alguien de dentro, me compré un tensiómetro; todas las mañanas, yo mismo, me tomaba la tensión. Así, con la hoja de mis tensiones, tranquilizaba a la enfermera e impedía que me remitiera al médico de cabecera en busca de pastillas y más pastillas.
—Me parece que es usted —me dijo doña Paquita cuando conseguí sentarme a su lado— más influenciable de lo que yo pensaba. Mucho más.
—Digamos —repliqué dándole la razón— que soy un hombre irascible, que no sabe adaptarse al momento, y poco inteligente por lo tanto.
—¿Cree usted que es inteligente quien sabe adaptarse? —preguntó asombrada.
¿Cree usted que esos llamados diplomáticos, los políticos en un debate, por ejemplo, no sienten las pullas o indirectas que les dicen los contrarios?
—Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Unas veces creo que sí, que me gustaría ser como esos políticos que no se inmutan ante las barbaridades que se tiran en cara mutuamente, y otras el parlamento, donde aparentemente se dicen tantas verdades, me parece que es el albergue de una hipocresía mayúscula, la casa donde todo está pactado, pensado y medido, y no para buscarle soluciones al país sino para preservar el estatuto de sus señorías. El resto es teatro, del malo.
—¿Por qué no se ha de decir lo que se siente, y siempre se ha de sentir lo que se dice? —me dijo sonriendo—. Versos de Quevedo —me apuntó por si no lo sabía.
—Tal vez porque a nadie le gustan las verdades, aunque según Séneca, creo que fue él quien lo dijo, feliz es aquel a quien sus amigos se las cantan.
—Más que cantar —subrayó sonriendo— es mejor que se las digan con una pizca de educación y dulzura. Como dijo Azorín, con educación y buenas maneras se puede decir todo. ¿No le parece?
—Es posible. Aunque no creo que sirva de mucho.
—Y por otra parte —dijo sibilinamente reconduciendo la conversación—, ¿cree usted que esos llamados diplomáticos, los políticos en un debate, por ejemplo, no sienten las pullas o indirectas que les dicen los contrarios? ¿Qué opina de lo que ha pasado últimamente con la muerte de la ex alcaldesa de Valencia?
—¿Tenemos que hablar de esto necesariamente? —pregunté con pena, desgana y tristeza.
—Hombre, si tanto le molesta…
—Creo —dije no sé por qué— que es importante en esta vida saber retirarse a tiempo. Yo estoy en las antípodas de esta señora, pero no dejaba de darme pena en los últimos días de su vida, cuando todo el mundo le volvía la espalda, cuando nadie ni siquiera le dirigía la palabra, cuando la trataban como si fuera una leprosa.
—Pero ahora, con la muerte, todo le ha sido perdonado.
—En esta vida no hay nada como morirse para ser bueno. Es muy clarificadora la posición del españolito medio ante la muerte: se muere uno y deja de ser lo que era. Se produce el catasterismo, si el muerto era importante, desde luego, o se creía tener alguna deuda con él. Los griegos transmutaban a hombres y mujeres importantes en constelaciones; nosotros los hacemos beatos o santos, o baúles de virtudes.
—Me parece más divertido lo primero. Además, el recuerdo de uno, de esta forma, parece más indeleble, ¿no cree?
—¿Y vale la pena ser recordado? Desde luego, si alguien ha hecho algo importante para la humanidad… ¿Por qué tanto miedo al olvido? Estamos condenados a él.
—El otro día se quejaba un residente de que cuando fallece un maestro o un médico, o un simple albañil, ni el arzobispo oficia una misa por él, ni el ayuntamiento discute si ponerle su nombre a una calle. Caemos en el olvido. Parece que sólo los políticos tienen derecho a ser recordados.
—¿Y qué? Es mejor el olvido, no lo dude. Mire, los romanos utilizaban el olvido como castigo. Tenían una pena, la damnatio memoriae. Y la aplicaron en algunos casos. También se ha aplicado actualmente: personajes que desaparecen de fotografías en las que aparecían al lado de alguien que luego consideraron que no era bueno que los vieran juntos… Siempre he pensado, y le hablo sin ningún fundamento, con la misma libertad que el otro día hablamos de la novela picaresca y la policíaca, que eso, esa damnatio memoriae, es lo que el alabadísimo Augusto, un dictador en el fondo y en la forma, quería aplicarle a Ovidio, pero con él no pudo ser. Dio con piedra berroqueña.
—¿Usted cree que no fue efectivo? ¿Cuántas personas cree que serían capaces hoy de hablarle de Ovidio?
—¿Y cuántos serían capaces de identificar a algunos de los personajes que han dado nombre a nuestras calles? ¿Qué importa un nombre si está vacío de contenido? Y tal vez —dije contestando a su pregunta— me hablaría de Ovidio el mismo número de personas que sería capaz de hablarme de Augusto. Aunque de Augusto me dirían cuatro cosas, y de Ovidio… ¿Ha leído usted las Heroides?
—Lo siento, pero no —respondió como si la hubiera cogido en falta.
—Yo se las regalaré. Tiene que leerlas. Son poemas, cartas, escritas por mujeres a hombres que amaban o que aman, quejándose de su abandono y ausencia. Una verdadera maravilla. Una joya de la literatura de todos los tiempos.
—¿Las ha leído usted? —me preguntó tontamente.
—Leídas y releídas, y subrayadas y vueltas a subrayar. La última vez hace apenas dos semanas.
—¿Cuando estuvo usted en Alemania? —me preguntó sonriendo.
—Sí —le contesté respondiendo a su sonrisa con una más amplia y divertida—. En Alemania hacía mucho frío, llovía mucho, y no me apetecía salir de casa. Me pasé los días leyendo y releyendo el bellísimo libro de Ovidio.
Releyendo de nuevo las Heroides, he tenido unos fuertes ramalazos de melancolía y tristeza.
—¿Tanto le gustó?
—Me encanta. ¿Recuerda que el otro día me dijo que también en el dolor hay un cierto placer?
—Sí, lo recuerdo. Y creo que me pasé…
—No, no se pasó lo más mínimo. Es verdad. Hay un cierto placer en el dolor. Es curioso: en casa tengo muy pocas obras completas. Y las pocas que tengo me han sido regaladas por amigos que, a su vez, las robaron. Uno de una librería; lo cogieron con las manos en la masa y tuvo que pagar las obras completas de Flaubert en francés; el otro, años después, me regaló las obras completas, en bilingüe, de Ovidio. Se las robó a su cuñado.
—¿Y a usted no le remordió la conciencia? ¿Fue capaz de leer esos libros?
—Pues mire, sí, sí que me remordió la conciencia. Y créame, estos días, al cabo de tantos años, releyendo de nuevo las Heroides, he tenido unos fuertes ramalazos de melancolía y tristeza: me parecía que era una pena, una verdadera pena, un crimen, que quien se había comprado aquel libro, que no debía ser barato, no hubiera disfrutado de su lectura, de su belleza.
—¡Ay la corrupción! —dijo sonriendo.
—Sí. Tiene razón. Me aseguré, en uno de mis paseos por la ciudad, de que podía conseguir el libro en una librería, y llamé al amigo que me lo había regalado: deseaba devolvérselo para que a su vez se lo devolviera a su cuñado a fin de que éste lo leyera y disfrutara de él tanto como lo estaba disfrutando yo por enésima vez.
—¡Vaya por Dios! Eso le honra.
—No, no me honra, ni mucho menos: no lo hice por tener problemas de conciencia, que no los tenía, ni por nada parecido, sino porque consideraba que el verdadero robo estaba en privar a alguien de la belleza de aquel libro. Pero no lo pude devolver. Mi amigo, cuando quedé con él en una cervecería, me dijo, gritando y con amplios gestos de rechazo, que su cuñado era un imbécil, que tenía el comedor lleno de obras completas de este y de aquel autor, pero que no leía nada ni a nadie, que no leía ni las etiquetas de lo que compraba en el supermercado, así que se iba a casa con productos a punto de caducar… Me fui con el rabo entre piernas, y con el libro metido en la misma bolsa en que se lo había llevado. Y entonces lo volví a releer y lo subrayé todo, y me apropié de él por completo. Y casi reviento de gozo de tanta belleza…
—Y fue enormemente feliz.
—Mucho, muchísimo. Me caía la baba leyendo las cartas de aquellas bellas mujeres, tristes y abandonadas, o a punto de morir por su propia mano. No me puedo quitar de la cabeza la belleza de tantos y tantos versos, de tantas y tantas bellas palabras… Siempre me llegan al alma las primeras que le dirige Penélope a Ulises: Esta te envía tu Penélope, lento Ulises; pero no me contestes: vuelve tú en persona.1.
—Dígame, ¿es por eso por lo que se fue a Alemania? —me preguntó sonriendo nuevamente.
—Pues mire, ahora que lo dice, sí. En mi casa, en Alemania, le pude sacar todo el jugo a todo el libro de Ovidio. Nada mejor que leer en un lugar lleno de fantasmas las Tristia, o las Cartas desde el Ponto, por poner otros ejemplos. Aquí en la residencia es todo demasiado aséptico y frío; las paredes no me dicen nada; allí, por el contrario, las tinieblas se preñaban de fantasmas, de ausencias queridas… y sí, en el dolor había un cierto placer, mucho. Era levantar la vista del libro de Ovidio y sentirme tan acompañado en la soledad como nunca en la vida lo he estado. ¿La grandeza de la poesía, la importancia de los lugares..? Notaba las ardientes lágrimas de Helena cayendo sobre mis hombros, los lamentos de Dido llenaban mi habitación hiriendo mis oídos y mi corazón; veía a Medea con los cabellos desechos, rompiendo su peplo; a Cánace junto a mí escribiendo a su hermano y esposo, contando el terrible fin del hijo de ambos, arrojado a las fieras, nada más nacer, por su abuelo, y la espada regalo de su padre para que use de ella y le devuelve el honor a la familia. Carta y vida fenecen casi al unísono. Veía a Ariadna, y sentía su pecho contra el mío, subiendo al risco desde donde, con los cabellos al viento, y las mejillas surcadas por las lágrimas, llamaba al lejano y sordo Teseo, que se alejaba por el mar… Ariadna, sola y abandonada, caminando por la orilla de la playa, evocando a Teseo… Y me moría de tristeza y de tanta belleza… Ni Teseo regresaba, ni nada ni nadie regresa… Ariadna sentada en un risco, empapada en lágrimas, en tristeza y en soledad. Nos quedábamos roncos gritando, llamando en vano al barco que se aleja, haciendo más y más pequeñas sus velas… Nada regresa, pero allí estaban todos. Todos. Todos, todos, todos.
—Creo —dijo sonriendo doña Paquita, sin duda para quitarle hierro a mis apasionadas palabras— que eso son películas que se monta usted: yo disfruto por igual de Garcilaso aquí, en Toledo, o donde usted quiera. Pero, claro, ese es el problema que tiene usted: se deja influenciar demasiado por el medio. Y eso es peligroso: ya sabe que le sube la tensión.
Ovidio fue enterrado en vida; pero, créame, su obra es una maravilla. Y por escribir cosas así vale la pena haber vivido y haber sufrido el más cruel de los exilios.
—Por eso mismo pensé que, tal vez, debiera leer las Tristias en un lugar tan frío y aséptico como este. Eso me trasladaría fácilmente a aquel rincón perdido del mundo donde el divino Augusto tuvo a bien desterrar al pobre Ovidio, que le molestaba mucho. Pero no, no funciona en este caso: necesito mi vieja mesa, mi vieja habitación llena de recuerdos y de fantasmas… Y así me siento más cercano a aquel pobre exilado que fue capaz de crear tanta y tanta belleza aun en medio de un pueblo de bárbaros, solo, y alejado por miles de kilómetros de sus amigos, de su mujer y de la añorada Roma.
—¿Por qué lo desterró Augusto?
—¿Me permite que no sea nada académico?
—¡Uy! —exclamó alarmada—, no me salga con tacos.
—No lo iba a hacer —le mentí—; la madre de Augusto era una santa, y él el hijo de una santa, pero como todo hijo de santa, y que quiere transformar la sociedad, siempre para bien, faltaría más, expulsó a aquel que molestaba. En realidad no sé si lo desterró por eso, pero creo que sí. Y si tanto le molestaba el Ars amandi, como dicen algunos críticos, lo podía haber compensado con las Heroides. Pero, claro, cuando lo condenan a uno, con razón o sin ella, sólo hay dos soluciones: el exilio o la muerte. Y sí, Ovidio fue enterrado en vida; pero, créame, su obra es una maravilla. Y por escribir cosas así vale la pena haber vivido y haber sufrido el más cruel de los exilios. El imbécil de Augusto no se enteró o no quiso enterarse. Se comportó como un necio y un estúpido, el problema de todos quienes gozan de poder ilimitado o de mayorías absolutas. De verdad, doña Paquita, lea las Heroides.
—Espero que mañana sin falta me las deje. Me ha intrigado usted.
—Tengo que ir a Alemania a buscarlas —le dije sonriendo—, pero cuente con ellas dentro de dos o tres días. No me acordé de anular el pedido en la librería cuando iba a devolverle el volumen a mi amigo, así que se lo regalaré. El mío está lleno de subrayados y notas. Está inutilizado para todo lector que no sea yo. Le gustará. Seguro.
—Lo que se pierden algunos —dijo suspirando y golpeando levemente el pequeño volumen de las poesías de Garcilaso con la tapa de la pluma estilográfica.
—Pero lo ganan en intoxicaciones. Yo me considero un afortunado por haber leído tal libro. Y no una vez ni dos.
Doña Paquita rió levemente, quizás por educación.
—¡Tráigamelo! —dijo de forma imperativa en tanto se levantaba de su sillón.
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