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Añejas tradiciones

martes 16 de enero de 2018
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Añejas tradiciones, por Vicente Adelantado Soriano

Tengo un solar reducido, ¡Oh, atenienses! [dijo Foción] y en él salió una higuera, en la que se han ahorcado muchos ciudadanos; teniendo, pues, resuelto edificar en aquel sitio, me ha parecido bien anunciarlo públicamente para que si alguno de vosotros quiere ahorcarse, lo ejecute antes de arrancar la higuera.

Plutarco, Vidas paralelas (Antonio)

Estas pasadas navidades tuve que desplazarme a una ciudad del norte, donde vive uno de los pocos familiares maternos que todavía me quedan con vida. Su estado de salud era delicado. Me llamó con una voz débil y lastimosa, y me presenté en su residencia con toda la celeridad posible. No me gusta conducir, y temo, además, todos los avisos y consejos que se dan a los conductores desde la DGT durante el mes de diciembre. Cogí un tren en el cual pasé largas horas leyendo. Me costó, no obstante, dominar el nerviosismo: estaba un tanto preocupado por la salud de aquel pariente a quien, además, hacía años que no veía. Recordaba, no obstante, mis conversaciones con él, siempre amenas e interesantes.

Era tarde cuando llamé a la puerta de su casa. Antes, desde la estación, tuve la precaución de anunciarle mi inminente llegada. Me abrió enseguida, cosa que le agradecí, pues hacía mucho frío. Me sorprendió, nada más entrar en su casa, ver que tenía un belén montado e iluminado en el salón de la misma. No dije nada, no obstante.

—¿Te gusta? —me preguntó el tío Ricardo, pues ese era su nombre, haciendo un amplio gesto hacia él.

—Sí, está muy bien puesto —dije por decir algo.

—Pero, te ha sorprendido un poco, ¿no?

—Sí, un poco. En casa siempre te hemos tenido por un descreído…

¿Quién se va a creer que un emperador romano da la orden de empadronarse a la gente en el mes de diciembre?  

—Y lo soy. Pero mi mujer era muy creyente, ya lo sabes, sin ser beata; un día se fue a no sé dónde, y se trajo todas estas figuras. Todos los años las montaba; yo las pongo ahora en memoria y recuerdo suyo, no porque sea creyente, aunque, la verdad, me gustan las figuritas, los belenes, las luces de colores, las estrellas luminosas y toda esa parafernalia.

—Sí, hay mucha gente —dije un tanto tontamente— a la que la Navidad no le gusta nada.

—A mí me encanta —me explicó animado por mi presencia—. Me gusta caminar por las calles, ver salir a la gente de los grandes almacenes; sobre todo, me gusta caminar por esas alfombras rojas que algunos comerciantes ponen en las puertas de los comercios. Y el frío. Me encanta el frío.

—Pensaba que estarías en contra de todo esto.            

—Es todo una enorme mentira —me dijo tras explicarme que me había esperado para cenar—. ¿Quién se va a creer que un emperador romano da la orden de empadronarse a la gente en el mes de diciembre, y que en el mes de diciembre, lloviendo y nevando, comienza la gente a ir de aquí para allá para empadronarse?

—Y, sin embargo, repitiendo año tras año lo mismo, han llegado a hacer que todo el mundo se lo crea.

—No, no creas, la gente no se cree nada. Además, nunca se habla de esto de las fechas: se da por descontado que Cristo o Jesús nació, si es que lo hizo, en diciembre y en un portal. Y nadie cuestiona nada. O tal vez lo hagan cuatro intelectuales.

—Creo que ahí te equivocas. Últimamente se está cuestionando todo.

—Sí, tienes razón. Pero no por sentido crítico: en algunos ayuntamientos, cierto es, ha ganado una cierta izquierda y se ha empeñado en liquidar una cierta tradición, la de poner belenes, cantar villancicos, y esas cosas.

—Una tradición que no tiene muchos años por cierto.

—Eso es lo de menos. Una persona ha visto a lo largo de diez o veinte años hacer lo mismo, y ya te dice que toda la vida se ha hecho lo que ella lleva viendo durante veinte años. Claro, por toda la vida entiende el tiempo que ella ha vivido.

—Es una forma de creerse inmortal.

—O seguro. Las tradiciones te dicen lo que va a pasar, lo que va a suceder, y a lo que te tienes que atener. Si a eso le añades un bienestar más que pasable, no se desea otra cosa más que todo siga como está.

—Sí, está claro; pero los tiempos cambian. No deja de ser significativo todo el lío que se está montando ya por la famosa cabalgata de los reyes magos. Personajes que, por cierto, sólo nombra un evangelista y de pasada.

—Bueno. Pero hay muchos intereses por el medio, y si le quitas la magia a esos hombres, privas a muchos otros de un boyante negocio. ¿Tú crees que a un niño, inocente como él solo, le importa mucho que en la cabalgata haya lesbianas, homosexuales o la burra de mi padre? Esto último te lo digo porque en el pueblo, qué tiempos aquellos, el organizador de la cabalgata le pedía la burra a mi padre para presidir la mágica marcha. Y el rey negro llevaba la cara tiznada con carbón; a nadie se le ocurría acusarlo de racista o de cosas peores.

—Sí, nos hemos vuelto muy finos —dije animado al ver que mi pariente estaba hablador, y nada achacoso, como había esperado encontrarlo.

—El otro día vi una película, El país de la comida rápida, creo que se titula, en la que se cuestiona la hamburguesa americana; se ve un matadero, se acusa a éste de que en él se mezcla la carne con las heces de las vacas… Va allí una especie de inspector, y tiene una conversación, en un bar, con el mediador entre la cadena alimenticia y los ganaderos. Le viene a decir dicho hombre, al inspector, que el país se ha vuelto sensiblero. ¿Cuándo no han comido heces con carne, o porquería con los alimentos? Y, al final, todo sigue igual. Hay una enorme cadena de intereses. Y hay que respetar la tradición. En este caso la hamburguesa.

—Una cierta tradición, podríamos decir —añadí animado—. Porque estos que no quieren que en la cabalgata de reyes se introduzcan ciertos elementos paganos, como si no lo fueran los personajes de la televisión que sí aparecen, son los mismos que cristianizaron unas celebraciones romanas que nada tenían de cristianas. Y aquello también era una tradición.

—Sí, pero los pobres romanos estaban equivocados y los cristianos, no.

—La pena, creo yo, es que Juliano el Apóstata muriera tan joven. Por cierto, ¿sabes que este hombre no persiguió a los cristianos como estos mismos han dicho?

A veces la innovación consiste en pelar cebollas, en quitar capas más que en buscar cebollas donde no las hay.  

—No me extraña. Ya sabes que para justificarnos siempre necesitamos a un enemigo, y a ser posible que sea muy malo. O ya nos encargaremos nosotros de malearlo. Siempre es la misma triste y repetitiva historia. Y eso sí que es una tradición, pero de las buenas y con mayúsculas.

—Viniendo en el tren, he leído un ensayo de Montaigne que habla de Juliano. Sine ira et studio, como se debe hablar de estas cosas. Siempre me ha parecido que está muy bien que aparezca alguien que rompa con la tradición, y que dé una visión que no sea la aceptada por todos, siempre y cuando tenga fundamento, claro. Porque también me ha tocado lidiar con cada cosa…

—La vieja tradición de que algunos tienen que ser innovadores.

—La misma. Y a veces la innovación consiste en pelar cebollas, en quitar capas más que en buscar cebollas donde no las hay.

—Y en llorar.                                            

—No necesariamente. No creo, si te refieres a eso, que Montaigne llorara mucho porque nadie, o muy pocas personas, lean sus Ensayos. Los había leído la persona que a él le interesaba, y le habían servido a él. Lo demás es floritura. Creo yo.

—Hombre, aquí discrepamos: si uno escribe es para que lo lean.

—No necesariamente. Aunque te concedo que es una fuerte tentación eso de publicar. Pero no es imprescindible. Eso de compartir las cosas con los demás es otra absurda tradición. Al fin y al cabo cada uno dice su canción a quien va por su camino.

—Y tienes que tener muy claro cuál es tu camino…

—Si no te quieres perder, desde luego. Recuerda, además, que Sócrates no quiso escribir nada para evitar que sus escritos cayeran en manos inadecuadas.

—¡Qué diferencia con lo que sucede ahora! Todo el mundo escribe, y todo el mundo publica.

—A lo mejor eso está en consonancia con la desintegración de la cabalgata de reyes. No, no te rías. Los vestidos siempre se suelen romper por los extremos. Tal vez esos pequeños descosidos están indicando que algo está cambiando. Y el hombre ya no ve más inmortalidad que en contar su vida, o escribir su nombre sobre cualquier piedra.

—Como si eso tuviera alguna importancia.

—Fantasías, por supuesto. Pero se las creen. Y lo repiten una y otra vez.

—Ahí está la clave: la tradición es repetición. ¿Tú crees que si nos hubiéramos reunido más a menudo estaríamos siendo tradicionalistas?

—A nuestro modo, sí. Pero eso ni nos iba a librar de la muerte, ni de nada. Y tampoco nos iba a ser muy útil. En Pompeya se han descubierto inscripciones en las que alguien afirmaba que en tal lugar había sido feliz jodiendo con la tabernera o con quien fuera. ¿Tú crees que leer eso ahora, tras excavar las casas sepultadas por el Vesubio, le va a servir de algo a aquel pecador?

—De nada. Evidentemente. ¿Y sirven de algo las tradiciones?

—Para huir de ellas. A veces. El año pasado pasé la noche vieja con la tía Julia…

La música clásica no forma parte de las bonitas tradiciones de este país.  

—Falleció la pobre.

—Sí, falleció. Pero antes me hizo tragarme el programa de noche vieja en la televisión. Y, en serio, de verdad, y ya sé que es una tradición, pero en mi vida ha visto tanta ordinariez, tan mal gusto, tanta necedad y tanto cutrerío junto. Espero que tú no me pongas la televisión esta noche ni nunca.

—No te preocupes por eso: yo sólo la utilizo para ver películas. Y el concierto del primer día de año, que es la única vez en la que se puede ver un concierto por la tele. La música clásica no forma parte de las bonitas tradiciones de este país.

—No es problema para quien sabe buscarla.

—Por cierto, si el año pasado estuviste con la tía Julia y ésta falleció poco después, ¿quiere eso decir que esta va a ser mi última noche vieja en la tierra?

—O la mía, que nunca se sabe.                  

—Por si acaso vamos a cenar bien y con moderación, y luego nos tomaremos las uvas, ¿te parece? Podemos permitirnos el lujo de ser tradicionalistas.

—Por supuesto. Mantengamos la higuera de Foción por unas horas aunque sea. Pero antes, y también por si acaso, te voy a dar tu regalo para que lo disfrutes el máximo tiempo posible.

—¡Hombre, muy agradecido! La cena corre de mi cuenta.

—Contaba con ello. Faltaría más.

Vicente Adelantado Soriano
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