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Hybris

jueves 11 de octubre de 2018
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Serie “Narcos”, de Chris Brancato, Eric Newman y Carlo Bernard, y producida por Netflix

El hombre debería reflexionar siempre sobre todas las cosas humanas. Precisamente en eso consiste la sabiduría más excelente y divina, en conocer con certeza y en profundidad, y en tener estudiadas las cosas humanas, en no admirarse de nada cuanto acontece y en pensar, antes de que suceda, que no hay nada que no pueda suceder.
Cicerón, Tusculanas.
Nos curaremos, si queremos.
Cicerón, Tusculanas.

Harto, imagino que como mucha gente en este país, de las monótonas noticias sobre Cataluña, cuando, cansado de leer o estudiar, daba en poner la televisión, evitaba, por encima de todo, programas llenos de sesudos contertulios que igual sirven para un frito que para un asado. Se sabe, por otra parte, que cadenas televisivas y periódicos son negocios en manos de gente con dinero, que, lógicamente, defienden sus intereses, su capital por encima de todo. Así que hacen como aquel viejo cura: poner un expendedor de preservativos en la puerta de la iglesia y aceptar la prostitución como un mal menor. De esta forma el buen hombre recaudó el dinero que antes iba a parar a manos de desalmados fabricantes de látex y demás. Es decir, jugamos al policía bueno y al policía malo; y, de paso, nos hacemos con cierta reputación de objetividad al dar el micrófono a todas las voces. Éstas, sin embargo, no aportan ninguna novedad, pues tan sesudos contertulios no acuden a los estudios televisivos o radiofónicos a dilucidar o a tratar de explicar los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, o a corregir la situación, hasta donde se puede, o a hacerla más llevadera, sino a defender los intereses de la mano que les da el mendrugo. Salvo contadísimas excepciones.

Seguir una serie, hablo de Narcos, que es la serie que está de moda, ha sido interesante. Y más compararla con los folletines y novelas por entregas.

Harto, pues, de semejantes dolores de cabeza, de los periódicos y de la palabrería de la inmensa mayoría de los artículos, di en volver al siglo XIX, cosa que tuvo un cierto regusto, un tufillo a bolas de alcanfor que, la verdad, me gustó, tal vez porque me recordó a mi lejana y perdida infancia. Y así, al igual que en el siglo del romanticismo se leían novelas por entregas, que era el cuento del nunca acabar, ahora se ven series televisivas, que llevan la misma marcha y tal vez tienen la misma finalidad. Aunque en estos tiempos, en lugar de dividirse en capítulos esas historias interminables, se dividen en temporadas. El resultado es el mismo. Y, tal vez por eso, me resistía a ver ninguna serie. Hasta que Cataluña se apoderó de todo, hasta de las mentes más pretendidamente objetivas. Y hubo que salvarse como fuere, incluso viendo series televisivas.

Seguir una serie, hablo de Narcos, que es la serie que está de moda, ha sido interesante. Y más compararla con los folletines y novelas por entregas. Como se sabe, una de las características de estas novelas era la defensa de una cierta moralina: la virtud siempre tiene su recompensa, y el malvado siempre termina recibiendo su merecido castigo. Exactamente lo mismo que sucede con los malvados narcotraficantes. Viendo el final de estos personajes, invariablemente marginales y salidos de la miseria, muertos a tiros, o encerrados de por vida en una cárcel americana después de haber llevado una vida de lujo, se pregunta uno si ha valido la pena asesinar, extorsionar, tener las mujeres más bellas que no más inteligentes, etc., etc. ¿No es mejor la aurea mediocritas? —me preguntaba viendo tanto crimen, tanta bestialidad y tanta violencia.

Tal vez más de un honrado espectador haya llegado a esta conclusión y haya abandonado su posible camino de perdición. Pero evidentemente hay gente que no ha visto la serie, así que los narcos se reproducen en diversos lugares del planeta, como si su polen, llevado por alguna ave misteriosa, y de largos vuelos, fuera de país en país diseminando semillas de maldad. Estas criaturas nuevas, al no haber visto la serie, no se plantean nada salvo salir de la miseria en la que nacieron. Se dedican, pues, al mundo de las drogas, que no exige ninguna titulación, que da mucho poder, mucho dinero y, tal vez, menos muertes que las pretendidas en las series de televisión. Y éstas, las series, por supuesto, siguen y siguen derramando su mensaje por aquí y por allá. Y las drogas no desaparecen.

Puede darse el caso también, por qué no, de que los verdaderos capos nunca hayan sido apresados ni, mucho menos, asesinados. Es posible que alguno, cómodamente sentado en su salón, frente a una televisión de última generación, como se dice ahora, se ría, tal vez con un poco de tristeza y conmiseración, al ver cómo el policía, honrado a carta cabal, entrega una serie de grabaciones que nadie cuestiona, y que supone el derrumbamiento, ni más ni menos, que de todo el gobierno de un país. Aquí en las Españas, por eso de que somos una nación de naciones, con argucias y artimañas, todas legales, por supuesto, se ha impedido, pese a todas las grabaciones habidas y por haber, que un simple tesorero fuera encarcelado. Y ni de lejos se ha logrado acabar con la corrupción de un partido político. Ni con él, ni con su capo o dirigente, faltaría más. Y mientras, las heroínas iban, pese a la miseria y la terrible enfermedad de la mamá y del hermanito pequeño, y pese a los requiebros del señorito, con su virginidad a cuestas entrega tras entrega.

Es curiosa, en la mitología griega, la cantidad de castigos que los dioses ofrecen a los mortales cuando, en su loco orgullo, éstos han tratado de parecerse a ellos y se han creído intocables.

Esta serie, Narcos, y alguna que otra similar, no sólo me ha recordado las novelas por entregas sino también la mitología griega. Pues me ha parecido ver, en más de una ocasión, que el narcotraficante caía en desgracia, o era asesinado a tiros, o tras sufrir horrendos tormentos, en el momento en que se creía imbatible, intocable. Gracias, al parecer, a que muchos de ellos, como algunos contertulios, estaban muy próximos al poder y contribuían a su manutención con el dinero que sacaban de forma nada lícita. Y es que para algunos llegar al poder no tiene precio. Y así nos va.

Es curiosa, en la mitología griega, la cantidad de castigos que los dioses ofrecen a los mortales cuando, en su loco orgullo, éstos han tratado de parecerse a ellos y se han creído intocables. Particularmente los que más gracia me han hecho siempre han sido aquellos en los que el mortal de turno ha sido transformado en un bicho, ave o animal. Algunas de estas transformaciones, sin embargo, tienen muy mala baba. Por ejemplo la de Calisto, transformada en osa, a la que por poco da caza su propio hijo. Me parece el colmo de la crueldad. O transformar a una pobre modistilla en una araña, obligada, eternamente, a tejer la misma tela. O una grulla forzada a atacar, año tras año, a los pigmeos. Sí, la monotonía puede ser el infierno cristiano tan temido. Una monotonía eterna.

Y el castigo siempre se produce por lo mismo: el orgullo, la hybris, el creerse inmune a todo o superior a la divinidad.

No se dice nada, sin embargo, en la mitología griega, de un castigo que recaiga sobre todo un pueblo, ciudad o nación. Por ejemplo haber transformado a todas las mujeres de Argos o Atenas, Tebas o Esparta, en hacendosas arañas, en osas o en ocas. Es posible que los dioses de entonces no lo pensaran. El cristianismo sí que se ocupará de eso. Ahora bien, con el tiempo, unos y otros han ido afinando sus instrumentos, los tormentos, y con el tiempo han ido aumentando el número de castigados, culpables o inocentes. Y así en las Españas, nación de naciones donde las haya, se viene repitiendo, con una periodicidad ya más que sospechosa, la corrupción del Estado, gobierno, de quienes lo sustentan y de todos cuantos se le arriman o buscan su sombra. Es algo que, como mínimo, y por poner límites al campo, también viene de la misma época que el folletín. Claro que tampoco los dirigentes se quedan sin su castigo: cuando creen que están a salvo, cuando lo justifican todo porque han ganado elecciones y más elecciones, haciendo trampas, llega el castigo.

Lo malo de este castigo es que ni lo notan ellos, ni mucha gente de la que está a su alrededor, aunque repercute en todos. Los dioses, en el fondo, son unos terribles bromistas.

En la vida real no siempre el malvado termina en una bonita cárcel americana o en el patíbulo.

El orgullo les lleva primero, a los políticos, a no prestar atención cuando el soldado de turno les advierte, por encima del griterío, que recuerden que son mortales. Luego a no querer creer que en su familia hay ladrones, espías y gente de mal vivir. Y así, ufanos y orgullosos, se atreven a mirar de frente lo que nunca debe ser mirado de esa forma. El castigo no se hace esperar: su cerebro, el poco que tenían, se petrifica; y como un burro con orejeras no ven nada que no sea el camino que, supuestamente, tienen delante. Lo malo de este tipo de castigos es que no es sólo personal e intransferible, sino que afecta a todo un pueblo o a toda una nación. Quizás porque éste se ha dejado deslumbrar, o ha mirado hacia donde no debía.

—Sí —podría decir algún que otro dios—, vosotros no sois inocentes, no os hagáis los locos. Cuando se repartió el talento político, a todo el mundo se le dio por igual la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, entre lo que está bien y no lo está, entre la decencia y la indecencia. Nadie obliga a votar a los corruptos, y nadie obliga a pactar con quien no se quiere. Miráis a donde no debéis.

Es posible, pues, que todos hayamos clavado los ojos en los ojos de la Medusa. Y petrificados como estamos, y con tanta corrupción, tanta utilización de todo y de todos con fines políticos y partidistas, hayamos convertido el país en un seco barranco lleno de piedras y lagartijas. Y pobres de nosotros si no le ponemos remedio pensando lo que hacemos, y nos dedicamos a esperar a Heracles y a su maza. Hay que largar a ciertos personajes y personajillos, soltar lastre antes de que la Medusa nos petrifique a todos definitivamente. En la vida real no siempre el malvado termina en una bonita cárcel americana o en el patíbulo. Más bien todo lo contrario. Fernando VII, entre otros, murió en su cama.

Vicente Adelantado Soriano
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