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Aguanaj

jueves 4 de febrero de 2021
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Aguanaj, por Vicente Adelantado Soriano
El camino era estrecho, empinado, con rojizas piedras de rodeno. A nuestra izquierda se levantaban hayas y pinos.
El aire el huerto orea,
y ofrece mil olores al sentido,
los árboles menea
con un manso ruido,
que del oro y del cetro pone olvido.
Fray Luis de León, Vida retirada.

Aguanaj es el nombre de un barranco. Está a un tiro de piedra de Higueras. También es el nombre del río. Éste atraviesa varios puentes de piedra, de época no muy remota. El río lleva poca agua. En algunos lugares se remansa formando pequeñas y agradables pozas. Una estrecha carretera, que nace en las afueras de Caudiel, pasa por encima del barranco. A la izquierda, a muy pocos metros, elevada sobre el nivel de la carretera, se halla la población, Higueras. Lo primero que encuentra el visitante es la iglesia, grande, capaz, edificada en el siglo XVIII.

—Aquí —nos explicaron en el restaurante, tras la caminata— es que no somos muy beatos. No tenemos ni ermitas ni iglesias antiguas. En tu pueblo sí que las hay. Allí sois más beatos.

—No —respondí—, en mi pueblo la iglesia la levantaron los frailes agustinos. Cuando se produjo la desamortización de Mendizábal, la iglesia pasó a manos del pueblo. Pero no creo que allí la gente sea muy creyente.

La asociación cultural de Higueras ha ido recogiendo los utensilios de labranza de épocas anteriores, pupitres de la escuela, jarras, tinajas, útiles de barbería, monedas, billetes, etc., y con todo ello ha formado un elegante e interesante museo.

—Yo creo que por esta zona somos todos bastante moros.

No se puede negar que Higueras tiene la fisonomía de un pueblo árabe, o moro: calles estrechas y todas en pendiente. Huerta breve y muy cuidada. Y fuentes y aguas por doquier. Es fama que los árabes, gente del desierto, aman el agua, y que son personas muy religiosas.

—Sí. Pero a saber lo que sucedió con todos los moriscos que se refugiaron por aquí, por la sierra Espadán, cuando se produjo la expulsión. O, antes, cuando la conquista cristiana de estas tierras —dijo una de las personas que estaban participando de las cervezas y de los vinos.

—Evidentemente —repuse— decir que todo un pueblo tiene las mismas características es simplificar mucho las cosas. Imagino que los moriscos, dispersos por estas montañas, dejados de la mano de unos y de otros, tendrían suficiente con sobrevivir. No creo que ni a Alá ni a Yahvé les preocupara mucho ni poco.

—No tenemos testimonios de aquella época ni de aquellas personas. Ni tampoco hay restos arqueológicos. O yo no los he encontrado —nos explicó Carlos, el presidente de la asociación cultural.

Antes de esta conversación, prolongada durante varias horas, hicimos una pequeña excursión por los alrededores de Higueras. Carlos fue nuestro amable guía.

Aguanaj también es el nombre de la asociación cultural de Higueras. Es una asociación muy activa. Se ha propuesto, entre otras cosas, reactivar la vida de la población. Ésta cuenta actualmente con 59 vecinos. Dicha asociación ha ido recogiendo los utensilios de labranza de épocas anteriores, pupitres de la escuela, jarras, tinajas, útiles de barbería, monedas, billetes, etc., y con todo ello ha formado un elegante e interesante museo. Estos pequeños museos, que también los hay en otras poblaciones, se convertirán, con el paso del tiempo, en lugar de visita obligado para quienes deseen estudiar las formas de vida de nuestro pasado. Están haciendo una labor encomiable. Tal vez, seguro, la recuperación del pueblo no sea inmediata, no lo es. Pero toda piedra hace pared, y toda semilla hundida en la tierra, cuidada y regada, termina por germinar.

—Salvando las distancias —dije—, los faraones de Egipto prohibieron la exportación del papiro. Querían que todo aquel que tuviera que leer, consultar libros o escribir, pasara por Alejandría, por su famosa biblioteca. Fue así como promocionaron la ciudad.

—De Alejandría a Higueras… —me respondió Carlos sonriendo.

—Está claro que no es lo mismo. De todas formas —dije— es una labor muy de agradecer eso que estáis haciendo, la de recoger todos los utensilios.

No quise meterme en camisa de once varas. Pero pensé que no solamente deberían recoger utensilios, piedras de molino, morteros, máquinas de coser, etc., sino también, y esa sería una buena labor, hablar con las personas mayores de la población y escribir cuanto éstas cuenten.

—La gente desconfía mucho cuando empiezas a hacerles preguntas.

—Ya lo sé. Hay que vencer esa resistencia. Tal vez un buen método es hacer una comida… Cuando viene al pueblo, durante las fiestas, se hizo una cena comunal en la puerta de la iglesia. Tuve la enorme suerte, entonces, de sentarme frente a una persona mayor, una mujer…

Cuando aquellos desertores, ocultos en las masías, morían, ¿los enterraban en el cementerio del pueblo y daban entonces a conocer su existencia con el peligro que esto conllevaba, o los enterraban en algún lugar alejado, en plena sierra, sin que nadie se enterara?

—Sí, era mi madre —me dijo Carlos.

—Pues lo que contó valió la pena. La vida en las masías, seguramente de origen moruno, alejados de toda civilización, sin agua corriente, sin luz, sin ninguna comodidad… Contó esa señora, tu madre, que se iba a pie de la masía al pueblo, por caminos de herradura, para vender una docena de huevos y comprar lo que les hiciera falta, si les llegaba el dinero.

—Eran muy autónomos. Allí se hacían hasta los zapatos, albarcas, que no había para más. Y sí, las palizas que se pegaban estas personas, caminando por la sierra, eran enormes. La masía de mi familia estaba tan aislada que hasta sirvió de refugio a un familiar mío que desertó durante la guerra civil. Un día, contó, estaba harto de tanto tiro, tanto muerto y tanta sinrazón, y haciéndose el loco, en una de las tantas escaramuzas, arrojó el fusil y se puso a caminar por el monte hasta dar con la masía. Estuvo un par de meses dando vueltas por ahí. Se alimentó con los frutos que encontraba, y bebía agua de donde la hallaba. Seguramente lo darían por muerto. Pero según me contaron, al finalizar la guerra, la guardia civil fue un par de veces por la masía para ver si daban con él. Los veían venir de lejos. Los familiares lo alertaban, y el desertor se escondía en el monte hasta que los guardias se volvían por donde habían venido.

Pensé en la cantidad de miedos y terrores que, sin duda, debieron desarrollarse por aquellas preciosas montañas llenas de pinos. Íbamos caminando por la falda de una de ellas. El camino era estrecho, empinado, con rojizas piedras de rodeno. A nuestra izquierda se levantaban hayas y pinos. Y por aquí y por allá, las famosas higueras, de hoja caduca e infinidad de esparragueras.

Los moriscos, aterrorizados, huyendo de los cristianos; los maquis, de fuerte ideología, evitando a la guardia civil, al igual que algunos desertores. No solamente sería aquel buen hombre quien tiró sus armas y se fue en busca de su casa, de la paz y de la tranquilidad. Imagino que hubo más. No sabemos, desde luego, cuántos soldados desertaron, ni a cuántos mataron en su intento, poco patriótico, según los coroneles, de buscar la paz y la familia que les habían arrebatado los negros intereses de unos y de otros.

Por esas extrañas asociaciones de la mente, me acordé, en aquel momento, de la novela de John Steinbeck Las uvas de la ira. Recordé que en una parte del camino, durante la incesante y triste búsqueda de trabajo, de dinero, de subsistencia, a través de las carreteras y las plantaciones de la California de la gran depresión, muere un miembro de la pequeña familia. La madre, indiscutible jefa del pequeño clan nómada, se niega a que lo entierren en cualquier lugar. Se gasta los ahorros, guardados para pequeñas contingencias, a fin de que su hermano, o familiar, descanse en tierra sagrada. Me surgió la pregunta inmediatamente: cuando aquellos desertores, ocultos en las masías, morían, ¿los enterraban en el cementerio del pueblo y daban entonces a conocer su existencia con el peligro que esto conllevaba, o los enterraban en algún lugar alejado, en plena sierra, sin que nadie se enterara? ¿Hacían lo mismo los moriscos? Pensé entonces que se podrían hacer excavaciones por las zonas próximas a las masías. Me di cuenta, inmediatamente, de que eso era, es, una quimera. Salvo que alguna persona mayor indicara el lugar exacto del enterramiento, si es que existe.

Aguanaj, por Vicente Adelantado Soriano
Antes de esta conversación, prolongada durante varias horas, hicimos una pequeña excursión por los alrededores de Higueras.

—Tal vez —me dije murmurando— moriscos y desertores descansen en la misma tumba. Sería todo un símbolo.

Me detuve durante unos segundos. Miré a mi alrededor. El camino era estrecho, ascendía entre árboles, plantas y matorrales. Me llamó la atención el apego a la vida de algunas de aquellas plantas: sus raíces se hunden en las rocas, o pasan a través de ellas, formando líneas paralelas o retorcidas, en busca del suelo, del agua y del alimento. La planta florece en lo alto de la roca. Más allá, por encima de ellas, se elevaban breves paredes de piedra, sobresaliendo por entre el follaje. Resultaba increíble que, en un terreno tan abrupto, casi impracticable, el hombre, con piedras, sin argamasa ni con más unión que el propio peso de las mismas, hubiera delimitado unos estrechos terrenos de otros. Con cantos de todo tamaño habían formado pequeñas murallas. Semejantes a minúsculas ciudadelas bárbaras temerosas las unas de las otras.

Nada más llegar a Higueras comenzamos a caminar. Cogimos el camino de herradura. La antigua entrada al pueblo. Allí, sobre un ribazo, hay un blanco pilón con dos placas de cerámica. Parece la estación de un viacrucis. No lo es. Su cometido era, y tal vez siga en activo, detener a los malos espíritus, o avisar a la gente de que entra en una población. Rencores y odios no tienen cabida. Deben quedar fuera. ¿Una especie de mano de Fátima? Tal vez fuera un remedo del símbolo utilizado por judíos y árabes para protegerse de todo tipo de males. Si es así, no les sirvió de mucho.

—En cuantas cosas extrañas confía el hombre —me dije—, tal vez porque no confía nada en sus semejantes.

El camino seguía ascendiendo. Al fondo quedaba una hondonada. Allí crecían hayas, de hoja caduca, que el otoño coloreaba de amarillo. Contrastaban con el verdor de los pinos. Lejos quedaban las montañas de verdes picos. Cerca de la cima de una de ellas divisé unas derruidas edificaciones. Eran viejos corrales. En ellos se refugiaban los animales y los pastores. Pensé, al igual que siempre que camino por estas montañas, que no me importaría nada ser enterrado por allí, en cualquier lugar. Lo agradecería.

—Creo que eso de estar enterrado en tierra sagrada es una tontería —dije como si la madre del clan de la novela de Steinbeck, aquella gran mujer, pudiera oírme—. Pero hay que respetar las opiniones de cada uno, por supuesto.

Frente a nosotros se elevaba una gran roca pelada. Al fondo, las montañas. Por entre ellas, a trechos, aparecía un camino de tierra marrón.

En una parte del camino, donde éste se vuelve difícil y complicado, nos tropezamos con un grupo de ciclistas. Habían echado pie a tierra. Hay que tener valor para meterse por esos andurriales con una bicicleta. Yendo a pie por tales estrecheces siempre tengo la sensación de que voy a caerme de un momento a otro. Muy a menudo la sensación se ha hecho realidad.

—Parece mentira —me han dicho varias y repetidas veces— que seas de pueblo.

—Pues sí —replicaba yo desde el suelo—. Parece mentira, pero es lo que hay.

Yendo por aquel precioso camino de Higueras, pese a mis temores, no me caí. Disfruté del paisaje, de sus árboles, plantas y piedras. Y así llegamos a una parte un tanto complicada, nuestra meta. Formada por pequeñas rocas muy sueltas, cubiertas algunas por diseminados troncos de árboles podridos. Había que fijarse bien en dónde se ponía el pie. Frente a nosotros se elevaba una gran roca pelada. Al fondo, las montañas. Por entre ellas, a trechos, aparecía un camino de tierra marrón. Serpenteaba por las verdes laderas. Respiré con toda la fuerza de mis pulmones. Me extasié contemplado el paisaje. Y gocé de toda su hermosura. Un ligero vientecillo movía las ramas de los jóvenes pinos. Con él me llegaron los suaves aromas de la montaña. Un maravilloso silencio lo inundaba todo.

—No obstante —me dije— quedarse a vivir aquí casi sería lo mismo que meterme a cartujo en cualquier convento de la orden de san Bruno.

Me interrumpieron mis pensamientos:

—Había una mujer —explicó Carlos— que cuando iban a sembrar, en una parte del camino cogía un puñado de tierra y se lo metía en la boca. Lo saboreaba y decía al cabo de un rato: hoy no se siembra. Y se volvían todos para el pueblo. Otro día repetía lo mismo, y decía: hoy se siembra. Y se iban todos a los bancales a sembrar.

—Ríete tú —dije— del oráculo de Delfos.

Volvimos al pueblo. Estábamos ansiosos de un buen vaso de vino y unas patatas bravas. Y allí, en el magnífico restaurante de Higueras, decidimos también quedarnos a comer. Máxime cuando, cosa de magia, se produjo un inesperado encuentro con un viejo amigo y señora. Fue un día completo. Cientos que vengan como este. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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