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Vía verde (Valencia)

jueves 11 de febrero de 2021
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Vía verde (Valencia), por Vicente Adelantado Soriano
Los árboles están alineados. En perfecto orden de formación, en un momento determinado todos se vuelven hacia la izquierda, luego hacia la derecha.
Es curioso apreciar cuánto significan los decorados en que nos movemos por ley natural.
Segundo Serrano Poncela, El hombre de la cruz verde.

La vía verde, por donde actualmente circulan caminantes y ciclistas, se construyó sobre la antigua vía minera. Ésta transcurría desde las minas de Ojos Negros (Teruel) hasta el Puerto de Sagunto (Valencia). Dicha vía dejó de estar operativa en 1973. Gran parte de ella se ha transformado en lo que ahora se denomina la vía verde. Dicen que es la más larga de España. Tiene un recorrido de 160 kilómetros.

Habíamos recorrido varios tramos de dicha vía. Un día no muy lejano, José Luis y yo nos fuimos con el coche a Caudiel (Castellón). Bajando al barrio de la población, con nuestras mochilas y cantimploras, no tardamos en dar con un tramo de la vía. Nos ofreció dos posibilidades: caminar hacia Teruel o ir hacia Sagunto. Escogimos la primera opción, pues tenía ésta el exotismo de introducirnos en un largo túnel. Hay en él filtraciones de agua. Y hace allí una temperatura muy agradable en verano; no tanto en invierno. También, cosa que es muy de agradecer, cuenta con un interruptor que enciende una mortecina luz. Suficiente para saber dónde se ponen los pies en aquella tenue oscuridad.

El tren salía cargado con el hierro de la mina de Ojos Negros, y regresaba vacío desde Sagunto.

Otro día recorrimos el trayecto inverso. Y fue así como nos apercibimos de una de las características de la vía verde, la más importante para nosotros.

—A mí me da la impresión —le dije a José Luis mientras caminábamos, en la segunda de nuestras incursiones— que los constructores de esta línea de ferrocarril siguieron los mismos principios que guiaron a los ingenieros romanos.

—Tú siempre ves a los romanos y a los griegos por todas las partes —me respondió José Luis sonriendo.

—¡Hombre! —exclamé—. El nombre de vía es bien romano.

—Esperemos que no aparezca por aquí la gorgona —continuó en tono de broma.

—Sería más divertido que apareciera alguna ninfa… Pero no, no hay fuentes ni agua. Olvídate de eso. Detente un momento —dije cogiéndolo del brazo. Se detuvo—. Ahora, ponte en el medio. Y date la vuelta. ¿Qué ves? —le pregunté.

—El camino que hemos recorrido, y que tenemos que volver a recorrer en sentido inverso.

—¿Y no te has percatado de que vamos descendiendo todo el tiempo y que a la vuelta, en consecuencia, tendremos que ir ascendiendo?

—Sí —afirmó—, me di cuenta la otra vez, cuando hicimos el tramo inverso a este. Pero la ascensión era tan suave que no le di importancia.

—Imagino —expliqué echando a andar de nuevo— que es así porque el tren salía cargado con el hierro de la mina de Ojos Negros, y regresaba vacío desde Sagunto. Es la forma más inteligente de ayudar al transporte: la vía desciende cuando el tren va cargado, y asciende cuando va vacío.

—Muy agudos los ingenieros. ¿Y cuánto tiempo tardaron en hacer esta vía? Con los materiales que tenían en aquella época, no tuvo que ser nada fácil.

—Pues imagínate hacer un acueducto en la época de los romanos.

—Hace muchos años —contó—, no recuerdo a santo de qué, un compañero del colegio nos puso en contacto con la gente de cultura clásica. Éstos hicieron una excursión al acueducto de Albarracín y nos invitaron a ir con ellos. Fue una delicia de viaje: nos explicaron las tomas de agua, la construcción del acueducto…

—¿Y no te dijeron —le interrumpí— que los acueductos son similares a esta vía: que tienen un ligero desnivel para que el agua fluya por sí misma desde el manantial hasta la ciudad?

—Si dijeron algo no lo recuerdo.

—Pues ambas construcciones se basan en el mismo principio —dije en un tono que no admitía réplica—. Además —añadí corrigiéndome— es esta vía la que sigue el modelo de los acueductos. No al contrario.

Era un principio que, como al agua y al tren, nos venía muy bien a los dos: aficionados a caminar, a salir por el monte y a buscar paisajes, no estábamos ya en condiciones, si es que alguna vez las hemos tenido, de meternos por vericuetos, caminos y sendas de largas y nada seguras ascensiones. El tiempo no pasa en vano. Necesitábamos ahora caminos cómodos. Leves ascensos y descensos.

—La verdad —dijo José Luis— es que esta ruta está muy bien. Yo creo que, en distintos fines de semana, podríamos ir recorriéndola toda. Llegamos con el coche a un punto, lo dejamos y comenzamos a caminar. Teniendo en cuenta que tenemos que regresar. Y que la ascensión, ciertamente, es muy suave.

—Me gusta la idea. Y me encantaría llegar algún día a Ojos Negros.

No hizo falta decir más. Decidimos comenzar por el punto más cercano. Siendo conscientes de que cada vez nos costaría más llegar al lugar de partida.

Comenzamos a caminar muy temprano. Ya no hacía calor. La mañana estaba templada. Invitaba a hacer ejercicio. El tramo escogido aquel día renace cerca de la carretera que lleva a Algimia y a Torres Torres. Allí la carretera corta la vía verde en dos. Todavía se levanta en este tramo la abandonada casa del guardavías. Ésta está cerrada a cal y canto. El pozo, de donde sacaba el agua, sellado con una pesada tapa de hierro. Las macetas yacen rotas por el suelo. Y en los maceteros laterales de la casa, llenos de flores en su tiempo, no hay sino hierbajos. A pocos metros de esta casa se extienden varios campos con plantaciones de naranjos. Los árboles están alineados. En perfecto orden de formación, en un momento determinado todos se vuelven hacia la izquierda, luego hacia la derecha. A la otra parte del camino enormes pantallas de plástico defendían a los retoños de los arbolitos del viento.

El camino es, en su mayor parte, una línea recta. A veces bordeado por altos y elegantes cipreses. Otras toma inverosímiles curvas.

Íbamos por un espacio totalmente abierto. A derecha e izquierda la vía estaba despejada. Al principio nos topamos con gente caminando. Luego, sólo grupos de ciclistas, o ciclistas solitarios, nos adelantaban o venían en sentido contrario. Siempre corriendo.

Hacía ya algunos años que hiciera yo ese tramo. Con la bicicleta de montaña entonces. Lo recuerdo porque salí por la tarde. Y poco después, tras ducharme, me fui al cercano teatro romano de Sagunto. Durante muchos veranos asistí a algunas de las representaciones en dicho teatro. Casi todos los años montaban dos o tres obras que valían la pena. El resto era mejor olvidarlo. Recuerdo que aquella noche no tuve suerte: montaron la típica obra clásica en busca de subvenciones y apoyos estatales. Fue más que mala. Además, yo estaba muy cansado. De haber estado en un teatro cerrado, y en una cómoda butaca, me hubiera dormido. Sin duda.

Llevábamos una buena marcha. José Luis caminaba delante de mí. Al contrario que otras veces, raro fue el momento en el que se detuvo para descansar o respirar tranquilamente. Entretenido yo en hacer fotografías, fue creciendo la distancia entre los dos. En algún lugar me esperaría para tomarnos un descanso y reparar fuerzas con los bocadillos.

Vía verde (Valencia), por Vicente Adelantado Soriano
Llevábamos ya dos horas y media de marcha. El cansancio comenzaba a hacer mella.

El camino es, en su mayor parte, una línea recta. A veces bordeado por altos y elegantes cipreses. Otras toma inverosímiles curvas. Breves carteles indican, en esos casos, que la ruta se separa del trazado original. Fueron esos tramos de la vía los que menos nos gustaron. Por aquí y por allá comenzaron a aparecer casitas con aires de chalet. Son feas. Con patios de tierra abandonados, llenos de hierbas secas. Hay máquinas o aparatos cubiertos con lonas. Las paredes de las casas tienen un color blancuzco, sucio. Están situadas en pequeñas hondonadas. Arriba, la vía se había transformado en una zona embarrada, grisácea. Varios contenedores, llenos a rebosar de basura, y rodeados por la misma, completaban el paisaje. Botellas de plástico y latas de refresco aparecían por aquí y por allá. En varios contenedores la basura se amontonaba fuera de los mismos. Olía mal.

—No sé cómo a la gente le puede gustar pasar aquí los fines de semana —le dije a José Luis, que me estaba esperando.

—Sí, la verdad es que está un poco sucio.

—Típico de la gente con pretensiones.

—Y del abandono. Creo que los ayuntamientos, o a quien corresponda, deberían haber puesto banquitos para sentarse, o algún área de descanso. Cuando hicimos el otro trayecto, allí sí que los había.

—Sí, esta parte está muy descuidada. No me gusta. Y sólo me faltaban esas horribles casas. La manía de la doble vivienda…

—Yo tengo una casita, ya lo sabes.

Sí, lo sabía. En varias ocasiones me la había nombrado. Quería que fuéramos a pasar fin de semana allí. Tenía buenos y cómodos caminos por sus alrededores.

—Allí —continuó— no vamos más que mi hija y yo. Muchas veces estas casitas, como los chalets, no han servido más que para que las familias se lleven a matar. Tengo un amigo que así me lo contaba: en el chalet de sus padres todos los domingos aparecían familiares, primos, sobrinos, allegados… Llevaban un paquete de arroz, o un tomate, para tranquilizar la conciencia, y comían y bebían, se levantaban, no pagaban, ni recogían la mesa, ni fregaban los platos sucios, y hasta la próxima. Y la próxima fue que la dueña se cansó, discutieron, no volvieron, y la familia dejó de hablarse.

—A falta de educación y buenas maneras, nada mejor que ser pobre y no tener ninguna villa. Además, por lo que he oído, esos chalets funcionan en tanto los hijos de la familia son pequeños. Luego, de mayores, no quieren ir allí, donde ni tienen ambiente ni están sus amigos.

—A mí —dijo— me gusta la casita que tengo. La heredé de mi suegro. Está lejos. Y el ir con mi hija me ha dado pie a tener largas conversaciones con ella. Y a conocerla muchísimo mejor. Me ha contado aspectos de su vida que yo ni imaginaba.

—Está claro —sentencié— que todas las cosas tienen su reverso.

—Pues busquemos el de este, y descansemos y almorcemos.

Anoche estuve releyendo Hécuba, una obra de Eurípides. La leí de joven. Miento. No la leí. La abandoné. Anoche no sólo la leí, sino que comprendí todos los razonamientos de Hécuba.

Seguimos caminando en busca de mejores parajes. El paisaje, sin embargo, no mejoraba. Lo hacía más hacia delante, sin casitas ni contenedores ni basuras o caminos embarrados. Pero llevábamos ya dos horas y media de marcha. El cansancio comenzaba a hacer mella. Almorzamos, sentados, sobre un pequeño terraplén. Luego, al levantarnos, José Luis vio, en la distancia, un pequeño poste kilométrico. Quiso que nos acercáramos. Siempre le gusta saber los kilómetros que hace. Tomada nota del punto kilométrico, iniciamos el regreso a buena marcha. Íbamos descendiendo. Levemente. A las dos de la tarde, cuando el sol comenzaba a calentar, dimos con el solitario coche. Me dolían los pies. No teníamos hambre. Así que mi joven amigo se dio el gusto, una vez más, de recorrer varios pueblos en busca de algún restaurante que fuera de su agrado. Le gusta investigar, ver y conocer lugares nuevos. Dio con uno de buen aspecto. Y allí comimos y bebimos y descansamos.

—No está nada mal lo que hemos hecho —dijo sirviendo un fresco y reparador vino tinto—, catorce kilómetros y medio entre ida y vuelta.

—No. No está nada mal. Ya no estamos en condiciones de aquellas eternas caminatas de antaño, pero nos estamos portando muy bien.

—Hemos perdido fuerzas.

—Y hemos ganado en inteligencia. ¿Te has fijado —le pregunté como si lo acabara de descubrir— en que nunca discutimos? Además, anoche —quise desviar la conversación— estuve releyendo Hécuba, una obra de Eurípides. La leí de joven. Miento. No la leí. La abandoné. Anoche no sólo la leí, sino que comprendí todos los razonamientos de Hécuba, el aprovechamiento de los sofistas… En fin, no quiero pegarte la paliza. Pero sí, claro que nos hemos hecho mayores. Para bien.

—Sí —dijo sonriendo— como has dicho, todo tiene su reverso. Así que habrá que comenzar a planear la salida del sábado que viene. Y luego, cuando terminemos de comer, vamos a ir a un sitio que me gustaría que conocieras.

—Yo tengo en casa un libro de senderismo…

—No te preocupes. Yo tengo toda una libreta llena de proyectos.

—Somos unos optimistas…

—Desde luego. Aún así centrémonos ahora en el yantar, que tripas llevan pies, que no al contrario.

—Sea.

—Salud —nos deseamos entrechocando las copas llenas de un fresco y reconfortante vino.

Vicente Adelantado Soriano
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