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La tierra
(entre Higueras y Pavías)

jueves 18 de febrero de 2021
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La tierra (entre Higueras y Pavías), por Vicente Adelantado Soriano
Me habían invitado a la celebración, y a posterior comida, de la Purísima, en Higueras. Acepté la invitación de mil amores.
Mitología es el conjunto de las leyendas. Leyenda es todo relato de sucesos que son inciertos e incomprobables, pero sobre los cuales existe una tradición que los presenta como realmente acaecidos.
Antonio Ruiz de Elvira, Mitología clásica.

Cuando aquel hombre, padre de un ex alumno, comenzó a hablarme, tuteándome, no supe, en un primer momento, si estaba hablando en serio o en broma. Yo, por si acaso, marqué distancias; no me apeé del tratamiento de cortesía, del usted, durante el tiempo que duró la conversación. Lo remarqué cuando se hizo evidente que tampoco sabía él, ni lo supo en ningún momento, a qué carta quedarse, la del enfado o la del agradecimiento.

—Por tu culpa —me dijo con una media sonrisa— mi hijo está estudiando Historia, lo cual quiere decir que no va a encontrar trabajo cuando termine la carrera.

—¿Y quién es su hijo si puede saberse?

Me dijo el nombre, pero yo me quedé igual, con la mente en blanco.

—¿Tiene alguna fotografía suya? Lo siento, pero con tantos alumnos, como comprenderá, es imposible acordarse de todos.

Entonces tiró mano de su móvil, pasó los dedos por unos iconos, despejó unas pantallas hacia arriba, otras hacia los lados, y apareció la cara de un ex alumno. Lo recordaba vagamente.

Dada la materia que imparto, la mitología nos podía ayudar para entender ciertas cosas.

—Nunca le he dicho —dije tras mirar la fotografía— ni a su hijo ni a nadie ni lo que tiene que estudiar o dejar de estudiar.

—Ya; pero como siempre estabas contando historias y dándole vueltas a la mitología, mi hijo se encandiló con esas… tonterías, y ahora está estudiando Historias.

—Me imagino que su hijo también iría a clase de matemáticas, de física, de química, de educación física y hasta de religión. No creo que tenga yo la culpa de que no se haya hecho cura o químico.

—¡Ojalá le hubiera pegado por las ciencias!

—Sí, porque no hay médicos en el paro. Además, lo que tiene que hacer usted es hablar con los profesores de ciencias y decirles que espabilen, que todos los alumnos, ¿o es sólo su hijo?, se están yendo a las carreras de letras.

—No, yo no sé lo que hacen los demás. Bastante tengo con ocuparme de mi hijo.

—Y yo con mantener el orden en mis clases. Y explicar la materia.

—¿Y tiene que ser contando cuentos o historias mitológicas?

—No, señor; no, necesariamente. Pero dada la materia que imparto, la mitología nos podía ayudar para entender ciertas cosas. ¿Qué problema tiene usted con la filosofía y con Sócrates, por ejemplo?

—Ninguno. Que está bien como formación, si quieres. Pero eso no da de comer.

—Ya estamos con el absurdo pragmatismo.

—¿Es acaso malo que me preocupe por el futuro de mi hijo?

—¿He dicho yo lo contrario? Si tanto le molesta que su hijo haya oído historias de mitología, u otras, porque no sólo hablaba de mitología, lo que tiene que hacer es reunirse con todos los padres de los alumnos, y conseguir varios millones de firmas, eso que está ahora tan de moda, para que, en los estudios, se suprima la historia, la música, la filosofía, la literatura…

—¿Sirve eso para algo?

—Sí. Entre otras cosas para tratar de no ser un necio.

Fue una respuesta dura y, tal vez, un tanto fuera de lugar. Pero, la verdad, me estaba cansando aquel hombre. Y con esa respuesta, sin más, sin darle opción a una réplica, me despedí y me fui.

La tierra (entre Higueras y Pavías), por Vicente Adelantado Soriano
Dejé el coche, me abrigué con guantes, gorro y anorak, y me lancé a hacer fotografías.

Tendría la posibilidad, poco después, de recordar la conversación. Se me hizo clara y evidente varias veces a lo largo de aquel domingo. Me habían invitado a la celebración, y a posterior comida, de la Purísima, en Higueras. Acepté la invitación de mil amores. Llegué al pueblo, como es mi costumbre, bien temprano. Dejé el coche, me abrigué con guantes, gorro y anorak, y me lancé a hacer fotografías. Seguí la carretera por la que había venido. Pero me desvié a la salida del pueblo. Comencé a subir por la pista forestal que lleva a Montán. Nada de particular: el paisaje, la flora y la fauna, es similar a la de mi pueblo, que tantas veces había fotografiado. Aun así me llamó la atención algún que otro árbol, de hojas caducas, alguna flor y varias piedras. Y cuando estaba fotografiando una, colocada en medio del camino, tuve que hacerme a un lado, pues un ciclista, de bajada, se me venía encima. Frenó al llegar a mi altura, se quitó la bufanda al tiempo que exclamaba:

—¡Hombre! La última persona que esperaba encontrarme por aquí eres tú.

Nos estrechamos las manos. Era Paco Roca, un amigo de la infancia. Siempre que nos veíamos, con una persistencia encomiable, recordaba que fue él quien me ofreció el primer cigarrillo de mi vida. Le quitó dos cigarrillos a su padre, y en una era, junto a las escuelas, éramos críos de corta edad, nos los fumamos. Yo terminé vomitando hasta las primeras papillas.

Quedamos en que nos veríamos luego en la comida. También a él lo habían invitado.

Seguí subiendo por aquella pista camino de Montán. Hice un par de fotos desde un punto elevado. Conseguí dos buenas tomas. Miré entonces el reloj y decidí volver sobre mis pasos. Hacía tiempo que alguien, en la capital, me había hablado del museo de Pavías. Pavías era otro de los pueblos míticos de mi infancia: mi padre y sus hermanos hablaban de este pueblo, lo nombraban, iban y volvían de él; pero yo no lo conocía. Tardaría muchos años en hacerlo. No hacía ni dos meses que lo había visitado en compañía de Carlos, un vecino y amigo de Higueras. Intentamos entonces ver el famoso museo, pero fue imposible: no estaba la chica que lo enseña. Era domingo, y llovía además. Aun así fuimos a pie y volvimos andando desde Higueras.

Pregunté por el museo, me reconocieron de la otra vez que estuve allí, y me tomé un café que me supo a gloria.

Quise, ahora, yo solo, y con el sol pegando fuerte, repetir la misma hazaña. No bien comencé a caminar por la carretera, me tuve que quitar el gorro, los guantes, el anorak y hasta una camiseta. Hacía calor. En todo el trayecto sólo me encontré con una persona. Iba caminando, con su lento y pacífico perro, por el otro lado de la carretera. Yo, cámara en ristre, continuaba haciendo fotos. Recordé que, la otra vez, nos metimos por un camino que está junto al cementerio de Pavías. Por dicho camino, por entre bancales y pinos, fuimos a dar al lavadero del pueblo, y a la entrada del mismo. No pude tomar, ahora, ese camino: estaban en obras, y se hallaba cerrado al paso. Seguí, pues, por la carretera. Y comencé a arrepentirme de no haber cogido el coche. Notaba ya el cansancio.

Nada más entrar en el pueblo, me tropecé con un señor de luenga y poblada barba. Me saludó con el típico “buenos días” antes de que yo pudiera abrir la boca. Le respondí, y le pregunté de paso que dónde estaba el museo, y si sabía si se podía visitar.

—No lo sé —me dijo sonriendo—. Vaya usted al bar, y pregunte allí.

—¿Ese bar que hay ahí? —pregunté señalando una mesas que había en la calle.

—Aquí no tenemos otro —me respondió sonriendo abiertamente.

Fui al bar en cuestión. Saludé. Pregunté por el museo, me reconocieron de la otra vez que estuve allí, y me tomé un café que me supo a gloria. Hubo un par de llamadas telefónicas, una breve espera, y la petición de una espera más larga por mi parte.

—No puedo —les dije—, se me hace tarde. He venido a pie desde Higueras. Se me ha hecho tarde, y tengo que estar allí para la comida.

Y entonces una de las señoras se fue, volvió con unas llaves, y la otra, tras servir un par de peticiones, amablemente me llevó al museo. Está al lado del bar.

Han recogido en dicho museo todo tipo de utensilios de labranza. Ya no se usan hoy en día. Hay también una báscula, prensas, ruedas de molino, viejas radios, collerones de las caballerías, arados, y restos de cerámica ibérica hallados en las afueras del pueblo. Eso era lo que verdaderamente me interesaba a mí. Pregunté por hallazgos romanos. Y la mujer, muy amable, me fue contando todas las cosas que habían ido descubriendo a lo largo de esos años, y los proyectos que tenía la asociación cultural del pueblo. Proyectos ciertamente ambiciosos. Me invitó a ir cualquier día entre semana. Podría entonces consultar los documentos que recuperaron al restaurar el viejo ayuntamiento. Alguien, antes o después de la guerra civil de 1936, ocultó todo cuanto tenían. Y ahora ha salido a la luz. Me dijo que van a comprar una mesa y una silla para quien vaya a consultar dichos documentos. Estuve a punto de decirle que igual la inauguraba yo. Me permitió hacer todas las fotos que quise. Y con la promesa de mi regreso nos despedimos.

Y fue entonces cuando recordé la absurda conversación mantenida con el padre de aquel ex alumno, del chico que, por mi culpa, había comenzado a estudiar Historia en vez de dedicarse a algo que le diera de comer. Y fue entonces cuando comencé a sentir una inmensa alegría. Se me había despertado al tropezarme con Paco Roca en la pista que va a Montán, allá arriba en el monte. Ahora dicha alegría, silenciosa, íntima, estaba alcanzando unas cotas envidiables.

Me detuve ante el cementerio de Pavías. El camino del Hades, de donde huyeron los muertos cuando vieron llegar a Heracles, y sintieron miedo.

Es posible que me esté volviendo un viejo sentimental. Es muy posible. Pero no es menos cierto que venir por aquí me sienta de maravilla.

Y entonces pensé, o recordé, qué cosa más curiosa es el hombre. Pues se me vino a las mientes una historia mitológica a la cual, la verdad, no le había prestado mucha atención. Tal vez ni la había nombrado en clase, ni había despertado nada en ningún alumno. En esos momentos, sin embargo, se me hizo clara y evidente. Esencial. Anteo es hijo de Poseidón y de Gea. Obliga a todos los viajeros que pasan por su tierra a luchar contra él. Es invencible, pues cuantas veces lo derriban y cae, su madre, Gea, le renueva las fuerzas. Con los despojos de los vencidos adornaba el templo de su padre. Heracles termina con él estrangulándolo en el aire, sin que tenga contacto con Gea hasta después de su muerte.

—La importancia de la tierra —me dije—. ¿Qué tiene esto de fabuloso, de inútil o de cuento chino?

Llevaba tiempo experimentando una cierta alegría, fuerza si se quiere, cada vez que iba por aquellos pueblos, vecinos al mío, abandonado en edad muy temprana. Se me redoblaron ahora al recordar el pequeño y agradable museo de Pavías.

—Es posible —me dije guardando la cámara en la mochila y apresurando el paso, pues se me hacía tarde— que me esté volviendo un viejo sentimental. Es muy posible. Pero no es menos cierto que venir por aquí me sienta de maravilla.

La alegría se iba a completar con la excelente comida en Higueras, las envidiables manos de Ricardo y Amelia. Participó en el ágape casi todo el pueblo. Y allí estaba yo con varios amigos y muchos conocidos. A algunos les enseñé las fotos del museo de Pavías. Me hice la promesa de volver, pero sin enfrentarme con ningún padre de ningún ex alumno ni con Heracles. Y así subí al coche e inicié el regreso a la dura capital.

Vicente Adelantado Soriano
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