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Cambios

jueves 18 de marzo de 2021
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Cambios, por Vicente Adelantado Soriano
Oír a Mozart, a Beethoven, a Tchaikovski, o a quien usted quiera, conlleva una cierta preparación y búsqueda. Oír, por el contrario, a cualquier voceras, rompeguitarras, no exige nada: están, como el virus, por todas partes y a toda hora.
¡Diferentes son las clases de los mortales y diferentes asimismo sus modos de actuar! ¡Mas lo correctamente noble siempre resulta evidente! La educación disciplinada mucho aporta a la virtud.
Eurípides, Ifigenia en Áulide.

Aquella mañana de inicios del otoño, refrescando ya, acudí a la cafetería con el ánimo bien dispuesto. Y con ganas de hablar, pues, a lo largo de la semana, había oído varios y repetidos conciertos que me gustaron mucho. Me moría de ganas por contárselo a Enrique. Ya me estaba esperando.

—Como sabe usted —le dije nada más saludarlo en la cafetería—, a mí me gusta más la música de cámara. Los cuartetos, los quintetos… Y dentro de esa música es un placer oír los piezas de Telemann y de Händel.

—Sí. Telemann, según dicen, tenía una enorme facilidad para componer música. Y lo hizo pese a la oposición familiar.

Como no tuve lo que deseaba, me convertí en el padre que quise que aquello ansiado por mí lo tuvieran mis hijos. Sin pensar que ellos, nacidos en otro momento, con otros intereses, quizás no querrían ir por ahí.

—Sí. He leído algo al respecto.

—Sí. Quedó huérfano de padre. Su madre le quitó todos los instrumentos musicales, y no quiso que estudiara música. Pero Telemann, pese a ella y a un horrible maestro que tuvo, se impuso.

—A veces eso de que los padres quieren lo mejor para sus hijos es, como tantas otras cosas, una verdadera entelequia.

—Puede estar seguro. He visto algunos casos que, con la excusa del cariño, del querer lo mejor para los vástagos, lo único que se busca es la afirmación de la propia personalidad, de las opciones tomadas, de un modo de vida.

—Eso explica por qué el mundo avanza tan poco y tan lentamente. Unos vamos repitiendo lo que hicieron los otros. Y otros lo que hicieron los de más allá.

—Sí. La familia es el gran lastre de la tribu. No obstante, siempre hay personas dispuestas a arriesgarse. Y padres que dejan en total libertad a sus hijos. Y ellos sabrán cómo lo pasan.

—Es difícil ir en contra de la filosofía aceptada.

—Desde luego. Lo mejor, lo más cómodo, y lo que menos confrontaciones crea, es seguir a la manada. Pero no es ese el problema. O sí, depende.

—No, no lo es. Yo no me siento feliz haciendo lo que hacen los otros. Por regla general no vale la pena.

—Es difícil acertar. Estamos muy abocados al fracaso, al error. Pero hay que arriesgarse. Mire, yo, como no tuve lo que deseaba, me convertí en el padre que quise que aquello ansiado por mí lo tuvieran mis hijos. Sin pensar que ellos, nacidos en otro momento, con otros intereses, quizás no querrían ir por ahí. Y así fue: siendo bien pequeños los metí a todos en una escuela de música… Poco a poco, sin embargo, fueron abandonando todos lo que para mí hubiera sido una bendición.

—Lo pasaría usted mal.

—No. Me percaté enseguida de que estaba repitiendo viejas opciones. Estaba haciendo lo mismo que hicieron mis padres: imponerme. Los dejé hacer. Sin reproches, sin malas caras. Tenían todo el derecho del mundo a dirigir sus vidas.

—Una actitud encomiable.

—Lo cual no me ha liberado de pasarlo mal. No porque no se dedicaran a la música… Recuerdo que cada vez que me planteaban que se iban a cambiar de trabajo, me echaba a temblar. Era iniciar una nueva aventura… Hasta que me acostumbré. Y, ciertamente, a ninguno de ellos le ha ido mal en la vida.

—Cosas curiosas tiene la vida. Esta semana me he dedicado a buscar conciertos en la red. Y he dado con uno que, de verdad, me ha puesto los pelos de punta. Me ha gustado mucho. De hecho llevo oyéndolo toda la semana.

Qué desgracia que la partitura de un buen músico sea buena o mediocre dependiendo del director.

—Vaya, me está intrigando. ¿De quién hablamos? ¿Y de qué concierto?

—De Edward Elgar y de sus variaciones.

—Tiene usted buen gusto. O al menos, como dijo aquel, coincide con el mío, que es impecable.

—Sí. Todos mejoramos con el entrenamiento. Y nos vamos creando una cierta sensibilidad y una cierta cultura. Y he podido comprobar, al mismo tiempo, y corríjame si me equivoco, la diferencia que hay de un director de orquesta a otro.

—¿Se acuerda que el otro día me preguntaba si éstos servían para algo?

—Sí, lo recuerdo. Son las mías las típicas preguntas del ignorante.

—No sé quién dijo que no hay preguntas necias, sino respuestas.

—Lo que le digo se sujeta con alfileres. Creo. He oído dos versiones distintas de Las variaciones. Me han gustado mucho las de un director polaco, un tal —le leí el nombre, pues había tenido la precaución de apuntarlo en una pequeña libreta— Jacek Kaspszyk. Las de los otros directores me parecieron carentes de alma… No sé… No era lo mismo.

—Hay que saber escoger. Y, créame, no es una cuestión baladí. Ni es fácil.

—Esto me ha llevado a reflexionar que, al mismo tiempo, qué desgracia que la partitura de un buen músico sea buena o mediocre dependiendo del director.

—Yo creo que siempre perdura la belleza. Pese a unos y a otros. No hace mucho estuve oyendo la Obertura de 1812, de Tchaikovski. Ya le dije que es un compositor que me encanta. Pues bien, oí una grabación hecha en plan nacionalista, con el público en medio de un lago o algo parecido, con un director que daba la impresión de estar mascando grandes besugos que le llovían del cielo. Fue una interpretación muy floja. Penosa. Encima aparecieron soldaditos vestidos como si fueran de plomo, o de la época de Napoleón. Los cañones del concierto fueron sustituidos por los disparos de los fusiles de estos buenos chicos. Algunas personas del público se partieron de risa. A otros se les colorearon las mejillas de pura vergüenza. Y el director seguía mascando enormes besugos. Algo de Tchaikovski perduró sin embargo. Aunque tuve que oír el concierto en una buena versión para quitarme el mal sabor de boca.

—Sí. Comprendo lo que quiere decir. La reflexión sobre los diferentes tipos de directores de orquesta me ha llevado a pensar sobre los diferentes directores teatrales. También aquí abundan aquellos que creen que la obra ha sido escrita para su lucimiento personal. Y abundan los que se meten a dirigir una obra sin tener ni la más mínima idea de lo que se llevan entre manos. Le puedo decir a usted que he visto montajes horribles, nefastos. Muy aplaudidos por el público encima.

—Ya sabe: si el sabio no aplaude, malo; si aplaude el necio, peor.

—De ahí la importancia de lo que estábamos diciendo antes: la educación. Sus hijos no han seguido la vocación que usted tuvo y tiene; pero, seguramente, tienen una cierta sensibilidad musical.

—No sé. Lo dudo. Ya le dije que oyen una música que, en fin, creo que deja mucho que desear. Hay que tener en cuenta que no sólo, en esta vida, estamos los padres y los buenos educadores. Está toda la sociedad, los amigos, los intereses de unos y de otros… Creo que ya se lo he dicho en más de una ocasión: oír a Mozart, a Beethoven, a Tchaikovski, o a quien usted quiera, conlleva una cierta preparación y búsqueda. Oír, por el contrario, a cualquier voceras, rompeguitarras, no exige nada: están, como el virus, por todas partes y a toda hora.

—Sí. Tiene razón. No obstante, a mí lo que me ha resultado sorprendente ha sido el que me han gustado dos autores, Telemann y Edward Elgar, con dos vidas completamente diferentes. A uno, Telemann, su madre le impide estudiar música. El otro tiene, por parte materna, todo el apoyo del mundo. El resultado, para mí, son dos tipos de música, distintos sí, pero me encantan ambos. A veces da la impresión de que la belleza está por encima de todo. Incluso de los mismos directores.

Ahora, por culpa del dichoso coronavirus, las clases, en colegios e institutos, se han relajado. Los profesores ya no tienen que estar tan bien preparados como antes.

—Cuidado. Nos vayamos a caer nosotros también en discusiones vanas sobre si esta o aquella versión…

—No. Yo no tengo ni idea de música. Y no voy a discutir con nadie. Sencillamente le cuento mis apreciaciones. Y, por supuesto, puedo estar equivocado. Ahora bien, hay cosas que de tan pretendidamente personales, llegan al absurdo. Está, por una parte, la interpretación de Tchaikovski de la que usted habla. Eso me ha hecho recordar una cierta representación que vi de Antígona. En un teatro romano. Pues bien, la muerte de Antígona se resolvió haciendo subir a ésta a una especia de montaña de donde un potente ventilador, soplando desde las entrañas rocosas, la despojó de su vestido dejándola como su madre la trajo al mundo. Fue el colmo de la ridiculez. Por no decir de la estupidez y de la necedad. Me sonrojé. Sentí vergüenza y asco… Eso sí, el público aplaudió a rabiar.

—Ya se lo he dicho antes: si el sabio no aplaude, malo; si aplaude el necio, peor.

—Eso —le dije sonriendo— nos puede llevar a cuestionarnos la democracia. Y volvemos al viejo debate. Teniendo a Sócrates en el centro de la discusión.

—No tengo ningún problema. Tal vez así consigamos alejarnos del pasodoble, de tanta pachanga, y podamos oír otro tipo de música. Aquella que no está hecha para estómagos delicados y enfermizos. Tenemos que seguir una educación disciplinada.

—Difícil me lo pone usted. Ahora, por culpa del dichoso coronavirus, las clases, en colegios e institutos, se han relajado. Los profesores ya no tienen que estar tan bien preparados como antes. Los alumnos van a tener muchas facilidades para aprobar. Creo que los van a pasar de curso sabiendo sumar y sabiendo distinguir echo de hecho.

—Eso último es un poco complicado. Pero, en fin, no perdamos la esperanza.

—No. No la perdamos. Aquí tiene usted a un vejestorio dedicándose a la música en la recta final de su vida. Siguiendo la educación disciplinada que usted me va marcando.

—Nunca es tarde si la dicha es buena. Además ya comienza usted a elegir por su cuenta y riesgo, lo cual está muy bien. Y, querido amigo, este establecimiento se está llenando de gente que eleva la voz más de lo educadamente correcto. Vayámonos.

—Sí. Vayámonos. Seguiremos otro día.

Y así salimos a la calle, nos dimos las manos, pese a las recomendaciones en contra, y colocándonos las mascarillas, nos dirigimos, cada uno, a su respectivo domicilio. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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