
Gran cosa es soñar, sobre todo para el que pueda buenamente soñar despierto; que soñar dormido, eso cualquiera lo hace, y la dificultad entonces ya no está en soñar, sino en dormir.
Mariano José de Larra, El fin de fiesta.
Hace muchos años vi una entrevista en la televisión. En blanco y negro. Fue aquella la primera televisión que hubo en mi casa. Los domingos por la noche retransmitían un programa de encuentros con personas más o menos interesantes. En aquella lejana época sólo había dos canales. Yo sintonizaba el de las entrevistas. Por regla general valía la pena oír a los personajes invitados. Siempre eran éstos personas dedicadas a las artes o de las letras. Algún científico de vez en cuando. Y nunca, que yo recuerde, ningún político.
Me gustaba ver aquel programa. Los participantes hablaban muy bien. Soñaba con saber tanto como ellos.
La televisión todavía no había terminado con el cine. Faltaban unos años para que hubiera más cadenas de televisión que arenas en la mar. Y para que unas y otras, con alguna excepción, inundaran al pobre espectador con series tan repetitivas como aburridas. Eran, son, además, larguísimas, interminables. Como aquellos viejos folletines del siglo XIX. Y tan vacías como ellos.
Siempre he sido muy aficionado al cine. Pese a que mis inicios no pudieron ser peores: alejado de mis padres, vi una escena que me causó verdadero terror. Un soldado, con un cuchillo en la boca, reptando, de noche, se dirige a la tienda de un general para matarlo. Se me erizaron los pelos. Salté de mi silla y fui corriendo en busca de mi madre. Fue una premonición: no soporto la violencia ni las películas de terror.
Miró el reloj de pulsera y dijo que lo lamentaba, pero que se iba a casa sin perder ni un segundo. Esa noche, en la televisión, entrevistaban a Alejo Carpentier.
En aquella época de la televisión en blanco en negro había, en la ciudad, varios cineclubs. Eran pequeñas salas de colegios mayores o de asociaciones de médicos, farmacéuticos, etc. También había una sala de cine de arte y ensayo. En todos estos locales se proyectaban películas poco comerciales, o que la censura consideraba que no eran recomendables para el gran público. A veces, incluso, se proyectaban cintas que estaban totalmente prohibidas. Así fue como conseguí ver El acorazado Potemkin. En aquellos años, y en aquel ambiente, era políticamente incorrecto decir que dicho film era muy malo. Un verdadero panfleto por mucho que la escena de la toma del palacio de invierno, las famosas escaleras, fuera muy elogiada y elogiable. A mí no me gustó. Como tampoco me gustaron muchas otras películas. Su único mérito residía en predicar no sé qué revolución. El cine como catarsis. Muchos espectadores salían de las salas con los ojos brillantes y llenos de fe y esperanza. Soñando despiertos con un mundo mejor, más justo.
Yo solía salir con muchas prisas. Era la época de la doble sesión, de las dos películas, o del comienzo tardío de la misma si sólo pasaban una. A veces, muy a menudo, me venía justo llegar a casa para ver el programa de entrevistas en la televisión.
Una tarde, tras las dos películas de rigor, me encontré, a la salida del cine, con dos compañeros de clase. Apenas si habíamos intercambiado algunas palabras a lo largo del curso. Me conocían porque en una de las tantas asambleas universitarias, para determinar si íbamos a la huelga, tomé la palabra. Afortunadamente nadie me hizo caso: mis propuestas fueron tan radicales como imposibles de llevar a la práctica. A partir de aquel día, sin embargo, comenzaron a saludarme mis compañeros. Fue lo que sucedió aquel domingo.
Uno de los dos chicos pasaba por ser muy inteligente. Él lo sabía, y actuaba en consecuencia. No me caía muy bien. Aun así les propuse ir al bar más próximo y tomarnos unas cervezas. Miró el reloj de pulsera y dijo que lo lamentaba, pero que se iba a casa sin perder ni un segundo. Esa noche, en la televisión, entrevistaban a Alejo Carpentier, un autor muy demandado por aquel entonces. Durante unos segundos nos habló maravillas de él. Yo no había leído nada suyo. Tomé nota mentalmente. Y también me fui corriendo a casa. Yo también soñaba con ser inteligente y un poco famoso.
Conecté la tele nada más llegar. Mi madre estaba en la cocina haciendo la cena. La entrevista acababa de empezar. Me llamó la atención el acento de Carpentier y la envergadura de su persona. Era alto y corpulento. De lo que dijo y silenció no recuerdo nada salvo una cosa. A preguntas del entrevistador vino a decir que, todos los días, leía dos o tres periódicos antes de ponerse a trabajar. Llovió sobre mojado: durante el bachillerato, un profesor, en una clase, también nos hizo el canto y la alabanza, aunque por motivos distintos, o tal vez los mismos, del periodismo y de los periódicos. Tanto es así que yo di en comprar el diario todos los días. Hasta que mi madre, siempre preocupada por la economía casera, me lo prohibió: me daba el dinero justo para el autobús.
El periodismo, pasada la famosa transición de la dictadura a esta cosa llamada democracia, entró en crisis.
La verdad es que no lo lamenté: no entendí dónde veía el chiste mi profesor con aquel periódico, como tampoco lo veía en algunas de las películas que proyectaban en los cineclubs. Prefería los libros de todas todas. Y no eché de menos leer noticias que, en aquellos días, ni entendía ni podía juzgar.
Todo fue diferente tras la entrevista a Alejo Carpentier. Volví a comprar el periódico varios días a la semana. Tenía la precaución de no llevarlo a casa, o de llevarlo escondido. Del periódico, además, pasé a la revista. Leí muchos artículos y muy variados. Pese a todo, no recuerdo ninguno. Y eso que los hubo en cantidad, y muy importantes: fueron los años del fin de la dictadura, de un enorme florecimiento de periódicos y revistas: parecía como si todos tuvieran prisa por decir todo aquello que, durante tantos años, les habían silenciado. Luego, poco a poco, todo fue cambiando, y decayendo.
Algo similar sucedió con el cine. No hace mucho, en una entrevista, un cineasta extranjero, no recuerdo ahora su nombre, vino a decir que el cine español debería seguir la huella de Víctor Erice, El espíritu de la colmena, y no las absurdas comedias made in Hollywood. Se le olvidó a este buen hombre mencionar a Berlanga, si quieren comedias, a José María Forqué, y a alguno más. Y al sentido común. Por desgracia no le han hecho caso. Y el cine español comenzó a cubrirse de una mala sombra increíble. Películas, como muchos de los periódicos, de usar y tirar. O de tirar antes de usar.
El periodismo, pasada la famosa transición de la dictadura a esta cosa llamada democracia, entró en crisis. Y al igual que los bancos, que regalaban baterías de cocina por domiciliar la nómina en ellos, aquéllos regalaban discos, películas, libros y cualquier cosa que se les ocurriera, siempre y cuando se adquiriera el diario. Tuvo esto su parte positiva: de vez en cuando editaron libros que era imposible conseguirlos en ninguna parte. Baste citar uno de ellos, que por aquel entonces me interesó mucho: Memoria sobre la educación pública, de Gaspar Melchor de Jovellanos. No dejó de asombrarme el regalo: ¿de verdad pensaban aumentar la tirada del periódico regalando libros como el susodicho? Misterios tiene la vida.
Pese a los regalos, los periódicos cada vez me interesaban menos. Al final dejé de comprarlos. También se terminó, muchos años antes, el viejo programa de entrevistas. Bien es cierto que intentó continuarlo, ya con la televisión en color, una periodista, he olvidado su nombre, muy atractiva por cierto. Coincidimos en su valoración Cabrera Infante y yo. Éste, serio como una estatua, le dijo un elegante piropo, al tiempo que le recriminaba que fumara tras las cámaras y no lo hiciera frente al público. Creo que no le contestó. Yo seguí viendo el programa, aunque ahora lo hacía más que nada por ver a la atractiva periodista. Hasta que un aciago día me enteré, tras varios domingos sin aparecer por la pantalla, que había fallecido. Cáncer. Me dolió su muerte. Con ella se acabaron las entrevistas inteligentes con gente interesante.
Tras su lamentable desaparición, los encuentros en la tele han sido copados por políticos de tres al cuarto, y gente de poca o nula sustancia. Su único aval es el de haber jodido con esta o con aquel. Las preguntas de los periodistas a los políticos, además, dejan mucho que desear. Se nota que han sido pactadas. No se dice nada con un mínimo de interés.
También los periódicos se han transformado. Ya no regalan libros ni discos. Igualmente los bancos han dejado de ofrecer baterías de cocina. Buscan los primeros, con sus editoriales y sus silencios, el apoyo económico del gobierno o del partido en el poder. Rara vez, por lo tanto, son incisivos o críticos. Les va la supervivencia en ello. Sólo los desagradecidos muerden la mano que les da de comer. Pero no todo el mundo es igual.
Algunos periodistas, de verdad, son cultos; se les nota a la legua que han leído y estudiado, y que aman su profesión.
Como dice un personaje de una conocida zarzuela, las ciencias avanzan que es una barbaridad. Ahora, gracias a los nuevos inventos, los periódicos se pueden leer, sin moverse de casa, en el ordenador o en el móvil. Además, se pueden contrastar unos con los otros. Llegan de todos los rincones del país y de todo el mundo. No obstante, al igual que antes en los quioscos, sólo se puede ver la portada. Para leer los artículos hay que suscribirse y pagar. Como siempre. Es lógico y natural que así sea, desde luego. Aunque a mí nadie me pague por estos artículos. Ni, cierto es, tampoco me cobren nada por publicarlos. Vaya lo uno por lo otro.
Algunos de estos periódicos digitales se mantienen gracias a sus suscriptores. Al contrario que otros, varios de ellos dejan leer sus artículos también a los no abonados. Al haber unos cuantos, igualmente se pueden contrastar ideas y pareceres. De vez en cuando también es posible acceder a artículos de fondo de los llamados grandes periódicos. Es divertido repasarlos.
Algunos periodistas, de verdad, son cultos; se les nota a la legua que han leído y estudiado, y que aman su profesión. Otros, con gran esfuerzo por su parte, están cambiando el idioma, impidiendo que éste se duerma en los laureles y no avance hacia un mañana glorioso, y pleno de nuevas y brillantes expresiones. Así, gracias a ellos, y a algún que otro estudioso, ya nadie dice “hay que valorar la situación” sino “hay que poner en valor la situación”. Por la misma regla de tres no cuestionan nada: “se pone en cuestión”. Y no se relaciona esto con aquello. Cabe decir “se pone en relación”. Y jamás se encontrará usted en una encrucijada con una persona humana, o en un dilema sino en un impasse. No habrá hechizo o encanto sino glamur o glamour. Y si va, currículum en mano, a pedir un trabajo, no lo contratarán: lo ficharán, como si fuera usted un delincuente o un jugador de calzón corto. Y eso será un handicap, aunque no sepa ni por asomo qué quiere decir tamaña expresión. Y lo mejor de todo: si se encuentra con alguien con quien se someta usted a los dulces tejemanejes de la bella Afrodita, le dirán que está teniendo sexo. Como si éste fuera de quita y pon. Y unas veces, cuando aparece la señora Afrodita, se lo pusieran, y tuviera sexo; y otras, cuando ella se va, ya no lo tuviera. Me encanta. Habrá que tener un juego de destornilladores a mano.
Lo más gracioso, como me dijo un amigo, es que estas barbaridades han llegado también a los libros. Me contó dicho amigo que se hartó de leer, en una traducción de un autor clásico, que fulanita, la reina, entraba dentro del palacio, salía fuera, subía arriba y bajaba abajo, cogía la escoba con las sus manos, etc., etc. Este amigo no quiso atribuir esos pecados de pleonasmo al autor original, un griego del siglo V a.C. Se ha empeñado en comprobarlo por sí mismo. El pobre hombre se volverá loco: se ha puesto a estudiar griego clásico a fin de saber si tal abuso de lindezas son originales o han sido puestas en valor por el traductor. Yo le digo que se deje de películas y que lea los periódicos: son más asimilables, menos complicados y más graciosos.
No me hace caso. Yo insisto. Todo sea en memoria de Alejo Carpentier, de aquel viejo programa, y de la periodista que trató de seguirlo, con interesantes entrevistados, y se lo impidieron la enfermedad y la muerte. Sit tibi terra levis. Seguimos soñando y durmiendo mientras tanto. Vale.
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