XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Cardenete

jueves 8 de abril de 2021
Cardenete, por Vicente Adelantado Soriano
Tenía Cardenete a un tiro de piedra. No me lo acababa de creer.
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura;
y yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dexó de hermosura.
San Juan de la Cruz, Cántico.

La primera vez que oí hablar de Cardenete fue durante una comida con unos viejos amigos. Tras infinidad de llamadas telefónicas, e inútiles consultas por Internet, nos volvimos a reunir los cinco amigos al cabo de muchos años de distanciamiento. Sentados a la mesa, en la casa de uno de ellos, durante los aperitivos, José Luis me enseñó varias fotografías. Las llevaba en el móvil. Las fotografías que me enseñó eran del comedor y de la terraza de una pequeña casa rural. Unos troncos ardiendo en la chimenea, y una sillas bajo una breve terraza. Se respiraba un ambiente agradable, placentero.

—Tenemos que ir allí. Aquello te gustará —me dijo apagando el móvil—. El río pasa a pocos metros de la puerta de la casita.

Le pregunté dónde estaba la susodicha casa.

—En Cardenete —me respondió.

No conocía el pueblo. Me sonó inmediatamente, por eso de la rima, a Tragacete y Landete. Había estado varias veces en esta última población. No en las otras. De Cardenete ni siquiera había oído hablar. O no lo recordaba.

—Bien —le dije acuciado por la conversación general—. Pues cuando quieras, vamos. Sin problemas.

Pasaban los años, y las comidas, y no íbamos a Cardenete. La promesa, sin embargo, se renovaba reunión tras reunión.

No le hice mucho caso, la verdad. Llevo ya tantas invitaciones caducadas a mis espaldas que, cuando alguien me invita a conocer un nuevo lugar, o me dice de ir a él, o de quedar para cenar dentro de quince o veinte días, me quedo como quien oye llover. Son palabras nacidas al calor de un momento. No tienen mayor importancia.

José Luis y yo fuimos grandes amigos. Dejamos de vernos, como el resto, porque cada uno de nosotros, terminados los estudios de bachillerato, seguimos una carrera distinta. En la universidad surgieron nuevas amistades, nuevos intereses. Y, poco a poco, nos fuimos distanciando. Nos volvimos a encontrar, al cabo de cuarenta años, por el empeño y el tesón de Benjamín. También con él viví buenos momentos en aquella lejana época.

Nos reuníamos, siempre para comer, una o dos veces al año. Y no había vez que José Luis no me hablara de ir a Cardenete. Yo siempre le decía lo mismo:

—Bien, cuando quieras vamos. Estoy jubilado y solo en la vida, como decía aquella canción. En cuanto lo dispongas, nos vamos.

Pero pasaban los años, y las comidas, y no íbamos a Cardenete. La promesa, sin embargo, se renovaba reunión tras reunión. Al final llegué a pensar que Cardenete y la casita no existían: eran una mera quimera de mi amigo. Al fin y al cabo, ¿quién no sueña con tener un lugar ideal? No obstante, José Luis iba añadiendo datos y más datos sobre su casita, y los fines de semana que pasaba allí con su familia. Empecé a dudar de mis dudas.

Llegó el otoño. El que marcaba el décimo año de nuestro reencuentro. Tras decirme, más en serio que nunca, y por enésima vez, que nos íbamos a Cardenete, no tardó en desdecirse: se tenía que ir con la familia. Se iban a reunir padres, hijas y allegados, durante ese fin de semana. Prefería él, y yo también, no coincidir con tanta gente. Lo dejamos estar. Pero ese mismo fin de semana comenzó a enviarme fotos a través del móvil. Unas fotos muy buenas. El paisaje estaba precioso. Los árboles, hayas y chopos, no tardarían en desprenderse de sus amarillentas y rojizas hojas. Cualquier ventolera los podía despojar de ellas. El suelo estaba alfombrado por muchas de esas hojas. Sería una pena, dijo, que me perdiera la visión de tan precioso follaje, oro viejo, todavía colgado de las ramas. Me prometió que lo disfrutaríamos los dos la semana siguiente.

Somos los dos personas educadas. Puntuales en consecuencia. Todavía no eran las ocho de la mañana cuando salí de mi casa. Fue salir yo, y llegar José Luis con el coche. No tardamos en dar con la autovía. Y sin más dilaciones nos encaminamos hacia Cardenete. Estaba ansioso por comprobar su existencia. Se iba a demorar un poco: hicimos una parada en Utiel para tomar un café con leche y comprar lo que nos faltaba para la comida: agua, hielo, todavía hacía calor, y una buena botella de vino. Antes entramos en el restaurante. Y allí nos llevamos la primera sorpresa del día: los camareros no permiten que nadie vaya por el establecimiento sin llevar puesta la mascarilla. Terroríficos tiempos del coronavirus o Covid-19, que es lo mismo. No nos las pudimos quitar hasta que nos sirvieron el desayuno. Y al ir a pagar, el camarero dice el importe, el cliente mete el billete por la ranura de una pequeña máquina, y la misma máquina, por una boca metálica, devuelve las sobras. Algo similar sucede en el servicio. Todo funciona sin necesidad de tocar nada. Parecía cosa de magia.

Aparcamos cerca de una de aquellas lonas y nos dirigimos al mirador. El río, encajonado entre montañas, discurre allá abajo, lejos.

Con una bolsa de hielo, una botella de buen vino de la tierra, y un par de caprichos más, volvimos a la carretera. Tenía Cardenete a un tiro de piedra. No me lo acababa de creer. Todavía tardaría un poco más en hacerse real: José Luis es de los que nunca viajan en línea recta: antes de llegar a cualquier meta siempre hay cosas dignas de ver, a derecha o a izquierda. Rara vez se equivoca. Desviándonos de la meta, pues, llegamos a un paraje donde el río se remansa. Forma una pequeña playa. El Cabriel. Hacía años que no veía un río tan cristalino. El agua transcurre pura, limpia, reflejando las altas rocas, de un color plomizo, y lamiendo las raíces de los chopos con amarillentas hojas, oro viejo, rojo oscuro, casi marrón. Contrastando con el verde de las que se niegan a envejecer. El agua arrastraba algunas hojas caídas como si fueran diminutas embarcaciones de recreo. No había nadie por los alrededores. El silencio y la tranquilidad eran maravillosos.

Quiso luego que fuéramos al mirador del río. Nos metimos por unos caminos endemoniados. Y cuando, al cabo de unos minutos, temíamos habernos perdido, ya se sabe la manía española de no poner nunca indicadores ni distancia kilométrica, vi, en la falda de una alta montaña, lo que me pareció un coche negro, un todo terreno. Había más. Pero al acercarnos, comprobamos que aquello no eran sino fuertes lonas negras protegiendo enormes montones de romero. Aparcamos cerca de una de aquellas lonas y nos dirigimos al mirador. El río, encajonado entre montañas, discurre allá abajo, lejos. Desde el mirador parecía una cinta de plata escondida entre altas montañas, discurriendo por entre una exuberante vegetación. Verdes, ocres, rojos oscuros. La altura es de vértigo. Era una delicia ver el río emitiendo destellos del sol por aquí y por allá. Y las hojas, movidas por un suave vientecillo, cayendo lentamente. Nos engolfamos durante varios minutos en tan majestuosa visión.

Volvimos al coche. E intentando regresar a la carretera nos perdimos. Hubo momentos de angustia. Las pistas de montaña, llenas de guijarros, piedras y enormes baches, nos hicieron temer por la salud de las ruedas del vehículo.

—Bueno —dijo José Luis intentando animar la situación—, ya sabes que siempre que salimos tú y yo nos perdemos. Así que nada nuevo bajo el sol.

Cardenete, por Vicente Adelantado Soriano
Me extasié un par de veces ante los altos olmos y sus caducas y amarillentas o rojizas hojas.

Tardamos un poco en dar con la pista correcta. La hallamos. Y, al fin, llegamos a Cardenete. Me asombré de su existencia. Es real, me dije con un amago de sonrisa. Existe. Apenas lo entreví, sin embargo. No bajamos del coche. José Luis tenía prisa por llevarme a ver la fortaleza. Está en las afueras. Me habló de la existencia de un posible campamento romano, y de la etimología del nombre del pueblo. La fortaleza está situada en un extremo de una amplia explanada. En un territorio llano. El lugar ideal para un campamento romano, desde luego. Pero la fortaleza es de piedra. Tiene gruesos muros, no muy altos, y fuertes y robustas torres. No pude ver el interior. La recorrí en toda su amplitud buscando una aspillera o saetera que me permitiera ver lo que encierran sus gruesos muros. Las saeteras estaban ocupadas por piedras, botellas de plástico y de refrescos varios. Nada. No obstante, no creí que aquella construcción fuera romana. En absoluto. Y con respecto a las etimologías de los nombres de los pueblos rara vez me pronuncio. Es un terreno muy resbaladizo. No supe decirle nada. Nos prometimos volver algún día para investigarlo. Supuse que estaría más que estudiado e investigado. Pero sí, era una buena excusa para volver. Aunque a mí me quedó claro que la fortaleza no era una construcción romana.

Y ya sin más, nos dirigimos a su famosa casita. Está muy alejada de la población. Se accede a ella por una pista que tiene sus dificultades: enormes baches, agua en algún tramo, y arena muy suelta en otros. La casa no se ve hasta que no se está frente a ella. Está sola. Al pie de una montaña. Y frente a ella, efectivamente, a muy pocos metros, transcurre el río Cabriel. El agua sigue siendo tan pura, clara y límpida como la habíamos visto antes. Abrimos la casa, descargamos la comida y, con lo imprescindible, nos pusimos en marcha. Teníamos ganas de caminar.

—Hay dos posibilidades —dijo José Luis—: río arriba o río abajo…

Es increíble cómo pinos, y algunos arbustos, clavan sus raíces en piedras y rocas. Y viven. Viven.

—Río abajo —dije contemplando el camino. Bordeado por olmos, todavía con muchas hojas amarillas en sus ramas, y por pinos. Alfombrado por las hojas caídas de las ramas. Formaban una mullida capa por la que daba gusto caminar. Una alfombra crujiente y natural. De lejos parecía nieve. Tenía reflejos de plata bruñida. Caminamos siguiendo el curso del río. Estaba oculto por una alta vegetación. En algunos tramos era posible verlo. Y en todos, merced a aquel maravilloso silencio, oírlo. Me extasié un par de veces ante los altos olmos y sus caducas y amarillentas o rojizas hojas. El juego de colores, en contraste con los verdes pinos, y el plomizo de las rocas, era impresionante. Tanto como el suave perfume de la tierra. Tuve momentos indescriptibles de gozo y alegría. Había valido la pena tantos años de espera para conocer a Cardenete.

—A mí me gustaría —me dijo José Luis— recorrer todo el curso del río con helicóptero. O con globo. ¿Tú no tendrás dinero para alquilar un helicóptero, verdad?

—No lo sé. Lo consultaré con mi asesor financiero.

—¿Tienes asesor financiero? —me preguntó sonriendo.

—En este momento, la verdad, no lo sé. Creo que presentó su renuncia porque no había nada que asesorar. Lo consultaré y te diré algo.

Volvimos al punto de partida. Me encantó aquel camino con sus altos chopos, su sonora alfombra, el río, el perfume de las hojas caídas y de la tierra, y la continua compañía del agua. Un suave vientecillo hacía tremolar a las hojas. De vez en cuando caía alguna dibujando caminos rocambolescos en su caída. Comimos al aire libre. Hacía buen tiempo. Nos terminamos la botella de vino y descansamos durante un tiempo.

No queríamos desaprovechar la tarde. Animados y alimentados, seguimos caminando, río arriba ahora. Va encajonado éste por altos riscos, a los que se aferran las raíces de exuberantes plantas, y el sempiterno río. Es increíble cómo pinos, y algunos arbustos, clavan sus raíces en piedras y rocas. Y viven. Viven. Frente a ellos, al otro lado de la senda, altos juncos y hierbas impiden ver el río durante gran parte de su recorrido. Se muestra de vez en cuando. Transcurría lentamente, como una vida plácida y sosegada. Bordeado, casi siempre, por los altos y majestuosos olmos, arrastraba las caídas hojas con dulzura y placidez. El suave vientecillo de la tarde las iba desprendiendo de las ramas. El sol se estaba ocultando tras las montañas. Ponía unos reflejos ocres sobre los olmos. Poco a poco se fueron ennegreciendo. La paz y el sosiego eran totales. Y el silencio. Tanto como la belleza. Murmuré entre dientes que no hacía falta ningún helicóptero para disfrutar de todo aquello. Ya no me quedó sino darle las gracias a mi buen amigo por haberme llevado a Cardenete. Me trajo a la memoria el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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