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La muerte

jueves 22 de abril de 2021
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La muerte, por Vicente Adelantado Soriano
La muerte puede ser o una bendición o un castigo. Ilustración: Guillermo Adelantado
Y ahora, por Zeus, veo que todo lo que aquí hay [en el Hades] es hermoso: la igualdad de derechos para todos y que nadie sobresalga sobre el vecino me parece que es lo mejor del mundo. Conjeturo además que aquí los acreedores no reclaman las deudas ni se pagan impuestos, y, lo que es más importante, ni se pasa frío en invierno ni se contraen enfermedades ni se reciben golpes a manos de los más fuertes. Hay una paz perpetua y todo funciona al revés: pues nosotros los pobres reímos y en cambio se quejan y lamentan los ricos.
Luciano el Samósata, Diálogos cínicos (“El viaje al más allá”).1

La primera vez que oí el aserto no le di ninguna credibilidad. No obstante, pasado un tiempo, me percaté de la certeza de la afirmación: aquel que hace deporte, por leve que éste sea, necesita seguir practicándolo: el cuerpo genera una determinada sustancia con el ejercicio. Se vicia con ella. Y la echa de menos cuando no se mueve. Es difícil dejar de correr o de saltar.

Me había acostumbrado a salir a correr todos los días. No corría mucho ni durante mucho tiempo. Nunca he sido rápido en nada. Pero últimamente estaba un tanto cansado. Raro era el día que no buscaba alguna excusa para no salir de casa. Sin embargo, día tras día, dando la razón al aserto, me lanzaba a la calle con mis gastadas zapatillas y mi viejo chándal. No podía pasar sin ellos.

Llevaba todo el día encerrado en mi habitación. Entregado a labores varias. A eso de las seis de la tarde tenía un fuerte dolor de cabeza. Era imposible seguir concentrado en nada. Decidí salir a correr. En los periódicos habían anunciado fuertes lluvias. Miré a través de la ventana: el cielo estaba muy negro. Amenazante. Pero no llovía. Me lancé a por todas.

Sobre una pequeña tarima, otro jubilado, con traje de chaqueta y corbata, cosa que me llamó la atención, comenzó una breve charla.

No llevaba ni diez minutos corriendo lentamente cuando comenzaron a caer las primeras gotas. Eran gordas y pesadas. En el suelo parecían antiguas monedas de cobre. Rápidamente las monedas se extendieron hasta formar una gran lámina. Tras el anuncio del heraldo, vino la gran lluvia. Cayó con fuerza. Con furia diría yo. Busqué dónde refugiarme. Vi una puerta abierta. Era la de la asociación de los jubilados del barrio. Me metí allí sin encomendarme ni a dios ni al diablo. Había un rollo de papel en la entrada. Me sequé como pude. Y alguien me invitó a pasar a la sala contigua, y a sentarme. Me dijo que había calefacción. Lo seguí.

La sala, tal vez debido a las inclemencias del tiempo, estaba llena de gente. Jubilados. Éstos, predominaban los hombres, se sentaban en las filas de las sillas puestas así para tal eventualidad. Sobre una pequeña tarima, otro jubilado, con traje de chaqueta y corbata, cosa que me llamó la atención, comenzó una breve charla. El silencio, en tanto estuvo en el uso de la palabra, fue total. Pese a la provecta edad del auditorio, nadie tosió ni carraspeó. Me senté en la última fila.

“La muerte” —comenzó el conferenciante, siempre de pie sobre la tarima, micrófono en ristre— “puede ser o una bendición o un castigo. Puede ser, como dijo el poeta, ‘cerrar los ojos y dejar de llorar’, o, como he dicho, un castigo. La muerte es una bendición cuando se ha llegado a una cierta edad, la nuestra, y ya nada o muy poco queda por hacer. No pretendo decir que lo hemos visto todo porque no es cierto. La vida, larga o corta, es muy limitada. Siempre quedan puertas abiertas y caminos por recorrer. Ahora bien, pese a esas limitaciones, pese a ese parcial conocimiento, el hombre medianamente inteligente se percata de que, aun así, todo sigue igual como cuando nació. Como dice la Biblia: lo que es ya fue y será. No hay nada nuevo bajo el sol: las mismas ambiciones, la misma corrupción e idéntica falta de solidaridad entre el género humano. Puro aburrimiento. La misma película. Hoy, ayer y siempre. Cabe añadir a esto la inevitable pérdida de la juventud con todos sus bellos aditamentos.

”Recuerdo que hace muchos años, siendo un niño, una Nochebuena oí a un familiar contar un chiste al que, pese a las absurdas risotadas de los mayores, no le encontré la gracia. Decía el chiste que un señor se casó con una chica muy atractiva, un tipazo de mujer, según el narrador. Pero la noche de bodas, ella comenzó a quitarse postizos, añadidos, fajas, prótesis y demás y los iba guardando en un baúl con todo el cariño del mundo. Contemplando aquello el novio le preguntó a la mujer: ‘¿Conchín, me acuesto contigo o con el baúl?’.

”Eso mismo nos pasa a nosotros. Como diría Séneca, a estas edades no se puede esperar otra cosa. Antes, uno tenía una cita, y salía de casa corriendo y contento. Ahora, antes de abrir la puerta de la calle, tienes que consultar la agenda para que no se te olvide nada: el bastón, las gafas, la dentadura, los audífonos, y no sé cuántos aditamentos más. Sí. Conchín se tendría que acostar con el baúl.

No hay mucho, pues, de qué preocuparse por nuestra muerte o desaparición: los pájaros seguirán cantando.

”A lo largo de la vida nos van enterrando a plazos. Cuando nos llega la muerte, y más a nuestra edad, ésta no es sino una bendición. El último recibo de la hipoteca. Y sea una bendición o no, podemos estar seguros de que todo, sin nosotros, continuará igual. No me resisto a recitaros un poema de Juan Ramón Jiménez. Siempre que lo he leído me ha puesto los pelos de punta:

El viaje definitivo

…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…

Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.

”No, no hay mucho, pues, de qué preocuparse por nuestra muerte o desaparición: los pájaros seguirán cantando. Debemos, además, dar las gracias por eso, y por no haber conocido, afortunados que hemos sido, la otra forma de morir: por un castigo, merecido o no, hablo de la pena de muerte; y por la infligida en el campo de batalla, luchando bajo algún trapo atado a un palo, la bandera según Tolstoi, y obedeciendo las órdenes de algún asesino a sueldo de los grandes capitales. Tiene que ser horrible tener que matar a un semejante, al que no se conoce de nada, y que, tal vez, hasta podría ser un buen amigo de quien se ve obligado a disparar contra él. Lo peor del género humano. Hemos sido afortunados al no conocerlo más que de oídas o a través del cine y de la literatura. Nada dulce y decoroso encierra el morir por la patria. Es bello y honesto, por el contrario, vivir por ella; trabajar, leer, estudiar y llevar vidas de personas. Hemos sido afortunados de vivir en una época de paz.

”Como sabéis, y como es ya lugar común, cuando los espartanos partían hacia la batalla, sus madres les decían que volvieran con el escudo o encima del escudo. Los escudos de aquella época eran enormes. Era lo primero que el soldado arrojaba para huir. Y servía, muerto éste, de parihuelas para llevarlo a casa. Pues bien, hubo un famoso poeta, de lengua muy afilada, Arquíloco de nombre, que en una batalla, viendo la cosa perdida, arrojó el escudo y puso pies en polvorosa. Dijo que ya se compraría otro escudo mejor. Por suerte para él, y para la poesía, siguió viviendo. Aunque no se cubrió, como Aquiles, de gloria y fama bélica. Pero Aquiles es un par de anécdotas insustanciales, y aquel un puñado de buenas poesías.

”Siempre que se habla de la muerte como castigo, me acuerdo del mito de Níobe. El orgullo. El absurdo orgullo. Níobe convence a sus vecinos para que no restauren el templo de Letona, pues al fin y al cabo, Letona, dice, sólo tuvo dos hijos, Apolo y Ártemis. Ella, que no es diosa, tiene catorce hijos, siete varones y siete chicas. Por eso mismo, Níobe se cree por encima de la parca diosa. Letona la castiga: su hijo Apolo, con el arco y las flechas, acaba con sus siete hijos. Pero Níobe, en vez de callarse, se sigue jactando de que todavía tiene siete hijas, más que la diosa. Ártemis, la hija flechadora de Letona, acaba con todas ellas. Y Níobe, llena de dolor ahora, herida de muerte, se transforma en una roca de la que eternamente está manando agua.

Oyendo a este chico le dan a uno ganas de morirse.

”El orgullo y el odio sirven de muy poco. Muchas veces no hacen más que cerrarnos puertas que mejor estarían abiertas. Y seamos orgullosos o no, valientes o cobardes, tímidos o arrojados, podemos estar seguros de que todos hemos de morir. No es una desgracia. Es ley de vida. La muerte es una parte de la vida. La meta. ¿Os imagináis alguno de vosotros una carrera en la que no hubiera meta? ¿Un maratón eterno? Sería peor que un tormento. Por eso mismo el castigo de los dioses, el terrible castigo, es que ni pueden morir ni pueden suicidarse. Están muy limitados. No. Nosotros no lo estamos. Tenemos a la muerte de aliada. Es una buena amiga. Como dijo Séneca, ‘la muerte es la liberación de todos los dolores y el límite más allá del cual no pasan nuestras desgracias, la que nos restituye el reposo en el que estábamos antes de nacer’”.2

Con estas palabras puso fin a su breve discurso el orador. Bajó de la tarima. El auditorio no se prodigó en aplausos ni mucho menos. Por aquí y por allá sonaron algunos más tímidos y educados que entusiastas. Yo sí que le aplaudí. De pie, además. El buen hombre se fijó en mi persona. Sin duda le debió de extrañar ver allí a alguien que no tenía pinta de jubilado. Le estreché la mano y le di las gracias. Me sonrió amablemente. Y ya en la puerta, donde se habían detenido dos amigos, por la lluvia, oí que le decía el uno al otro:

—Oyendo a este chico le dan a uno ganas de morirse.

—Y más —le contestó el otro— si te ponen el Réquiem de Mozart. La pena es que entonces no nos enteraremos de nada.

—No se puede tener todo en esta vida, Manolín.

—Tienes razón, Pepito —le contestó el otro con sorna.

Diciendo esto se percataron de mi presencia. Se apartaron para dejarme salir. Seguía lloviendo, aunque con menor intensidad. Decidí volverme a casa corriendo. El cuerpo me lo agradeció.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Luciano el Samósata, Diálogos cínicos, Madrid, 2010. Alianza Editorial. Traducción de Antonio Guzmán Guerra. p. 160.
  2. Séneca. Consolación a Marcia, en Diálogos, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1996, p. 72. Traducción de Juan Mariné Isidro.
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