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Sarrión (Vía Verde)

jueves 28 de octubre de 2021
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Sarrión (Vía Verde), por Vicente Adelantado Soriano
Sobre un pilar no muy alto, está la estatua de hierro forjado. Salvo las negras alas desplegadas, está hecha de anillos de diversos diámetros. Es toda negra.
El ser adecuadamente educado supone, en cierto modo, la enseñanza de la virtud. Si alguien aprende bien eso, conoce lo deshonroso por haberlo aprendido con la norma de lo bueno.
Eurípides, Hécuba.1

Nunca, anteriormente, había estado en Sarrión. Oí hablar de esta población desde mi más tierna infancia. Por boca de mi padre. Pero no se me ocurrió ir a conocer el pueblo. Pese a su misterio. Pues mi padre siempre comenzaba a contarme por las noches, acostados en la cama de matrimonio, la historia del tren que descarriló en Sarrión. Jamás supe cómo sucedió aquella desgracia, si llegó a suceder: apenas comenzaba a hablar era mi padre quien se dormía dejándome a mí con las mieles en la boca. Sucedió varias y repetidas veces. Me rendí. Devuelto a mi cama, Sarrión y el descarrilamiento del tren, pasaron a ser una pura leyenda. Mitología. Un misterio. Lo olvidé con el paso del tiempo.

Haciendo diversos trayectos de la Vía Verde a pie, un día, por fin, llegamos a Sarrión. Habíamos salido de Albentosa, donde dejamos el coche. Nos presentamos en Sarrión poco antes del mediodía. Pensamos, en un principio, quedarnos a comer allí, aunque luego, el camino de regreso, en busca del coche, se nos hiciera un tanto pesado.

—A mí —le comenté a José Luis—, nos quedemos a comer o no, me gustaría, por lo menos, visitar el pueblo.

—Creo —me dijo— que no hay mucho que ver. Pero nos podemos acercar.

El otro día, hablando con un conocido, le conté nuestros planes de venir aquí. Éste me dijo que Sarrión es uno de los pocos pueblos, por no decir el único, que tiene un monumento al Demonio.

Lo hicimos. La Vía Verde, por donde íbamos, no dista mucho del centro de la población. Tampoco estábamos cansados tras la breve caminata. Animados nos dirigimos hacia ella.

—Sarrión es un pueblo mítico para mí —le expliqué a José Luis caminando—. Mi padre, a fin de dormirme por las noches, siempre empezaba a contarme el cuento del tren que descarriló en Sarrión, y nunca me lo contaba.

—Sería una tomadura de pelo como aquella que me gastaban a mí de pequeño: “¿Quieres —me preguntaban— que te cuente el cuento del billete, billetón?”. Yo respondía que sí, a lo cual me decían: “Yo no te he dicho que sí, te he dicho ¿que si quieres que te cuente el cuento del billete, billetón?”. Respondía que no, y obtenía idéntica respuesta. Y así hasta el aburrimiento.

—Aparte de eso, el otro día, hablando con un conocido, le conté nuestros planes de venir aquí. Éste me dijo que Sarrión es uno de los pocos pueblos, por no decir el único, que tiene un monumento al Demonio.

—¡No me digas! No lo sabía —dijo sorprendido.                                        

—Me quedé tan extrañado como tú. Creo que el único monumento a Satanás, en este país, está en un parque de Madrid. Lo contó algún profesor en el instituto cuando éramos bachilleres.

—Espera, espera un momento.

Nos detuvimos a la entrada del pueblo. Bajo la sombra de una casa, José Luis, hábil en estos menesteres, sacó el móvil, comenzó a presionar teclas y a pasar páginas, dedo arriba, dedo abajo, hasta dar con la deseada. Me la enseñó.

—No es un demonio —me dijo sonriendo—. Es una gárgola de hierro.

—¡Eso no es una gárgola! —exclamé alejándome del móvil—. Las gárgolas sirven para expulsar el agua de tejados y cornisas, de ahí su nombre. Además, con esas alas negras de murciélago si no es un demonio es su primo hermano.

—Lo dice aquí, en la página oficial de Sarrión —me explicó.

—Bueno. Como si cantan misa. Vayamos a ver la dichosa estatua, y juzgamos por nosotros mismos.

—Muy bien. Vayamos en busca del demonio. O de su primo hermano.

Tuvimos suerte. La calle por la cual habíamos comenzado a ascender desembocaba en una pequeña plaza. Y en el centro de ésta, sobre un pilar no muy alto, está la estatua de hierro forjado. Salvo las negras alas desplegadas, está hecha de anillos de diversos diámetros. Es toda negra. Nos quedamos mirándola durante largo rato. La vimos por delante, por detrás y por los laterales. A sus pies hay unos bancos, en los que unos señores mayores estaban sentados tranquilamente.

—El demonio —susurró uno de ellos sonriendo.

—Si no lo es, se le parece mucho —repliqué yo.

—Oye —me dijo José Luis—, ¿no será una versión muy libre de san Jorge y el dragón? Lleva una lanza en la mano. O algo parecido.

—Hombre —le respondí con un toque de pedantería—, san Jorge es el heredero de Apolo, y el dragón de la serpiente Pitia. Apolo era un chico muy apuesto. Y éste —dije señalando a la estatua— es más bien todo lo contrario. Y no hay dragón ni serpiente.

—Igual esa especie de lanza —dijo José Luis sonriendo— es un palo para remover a las almas pecadoras, a fin de que no se socarren. Como buen cocinero las cuece a fuego lento en los calderos o marmitas del infierno.

Al cabo de unos ocho o nueve kilómetros de marcha, volvemos al punto de partida. Nunca hacemos más de veinte kilómetros entre ida y vuelta.

—Pudiera ser, pudiera ser.

—Te recuerdo la hora —dijo mostrándome su reloj— y que tripas llevan pies, y no al contrario.

Dejando a Satanás, o a su primo hermano, de lado, preguntamos por lugares donde yantar. Aquel día se celebró una boda. El bar, propiedad del padre del novio, estaba cerrado, y en el restaurante tenía lugar el banquete de los recién casados. No atreviéndonos, dada nuestra indumentaria, a presentarnos como parientes del novio o de la novia, decidimos regresar a Albentosa, y comer donde Dios fuera servido.

Nuestra forma de recorrer la Vía Verde es muy original: vamos con el coche hasta el punto donde terminamos la semana anterior. Allí aparcamos. Y al cabo de unos ocho o nueve kilómetros de marcha, volvemos al punto de partida. Nunca hacemos más de veinte kilómetros entre ida y vuelta.

—Recorremos la Vía al derecho y al revés —dijo una vez José Luis. Se le ocurrió entonces la idea de ir cada uno con su coche, hacer más kilómetros andando, y no vernos obligados a volver caminando a donde estaba el otro coche. Uno de los coches marcaba el inicio del camino y el otro la meta.

—No. El invento no funciona —dijo José Luis antes de abrir yo la boca para decir lo mismo—. Así no podemos hablar. Viajamos solos, no podemos comentar nada, comemos en medio del monte… No. No me ha gustado la experiencia.

—A mí tampoco. Nada en absoluto. Y como no tenemos ninguna prisa, ya terminaremos la Vía Verde cuando toque. Nadie nos corre. Así, además, la haremos al derecho y al revés.

Y como la última etapa había finalizado en Sarrión, allí volvimos la semana siguiente. Aparcamos justo donde terminamos la etapa siete días antes. Desde allí comenzamos a caminar hacia la Puebla de Valverde. Tanto a la ida como a la vuelta, nos tropezamos con varias peñas ciclistas. Y con alguna familia con niños y sus pequeñas bicis. Nos adelantaron todos alegremente.

—¿Te has dado cuenta —le pregunté a José Luis finalizando ya la etapa, muy cerca del vehículo— de que todos cuantos han pasado, todos absolutamente, nos han saludado y dado los buenos días?

—Sí. Cosa curiosa. La primera vez que nos sucede. Al final, el demonio de Sarrión va a resultar una buena persona.

—O educada y bien criada cuanto menos. Y sabía —añadí—, pues en esta vida nunca se sabe a quién se puede necesitar.

En un punto de la Vía Verde, entre el follaje de unos árboles, vimos una indicación, en madera, anunciando un hotel restaurante. No informaba de la distancia. No había tampoco ningún camino. Era una gruesa flecha apuntando hacia unos enormes campos, tras los cuales se levantaban las azuladas montañas. Imaginamos que se trataba de una broma. Recorridos, pues, los ocho kilómetros correspondientes, decidimos volver por donde habíamos venido. Regresamos a Sarrión. Nos habíamos dado una buena caminata. Pese al día, hacía una temperatura muy agradable, llegamos sudados al coche. Allí, José Luis, como siempre, tiró mano del móvil. Y decidió dónde íbamos a ir a comer. Fue más complicado dar con el restaurante que con el demonio. Éste, según dicen, está por todas partes, no así el restaurante. Pero mi querido amigo José Luis no se arredra ante nada teniendo en sus manos el volante de su querido coche. Dimos vueltas y revueltas, preguntamos y volvimos a preguntar. Y, al final, nos presentamos ante el café bistró apellidado El Café Nuevo. No había nadie. Nos sentamos donde quisimos y, servidos por una simpática y agradable chica, comimos y bebimos como sólo los peregrinos saben hacerlo. No había más que pedir.

—Comiendo así —dije subiendo al coche de nuevo—, por mucho demonio que tengan en la plaza, es imposible que esta gente vaya al infierno.

—No olvides la gula —me apuntó José Luis.

Camino de casa, reconocimos, como siempre, haberlo pasado muy bien. Y comido como reyes. Pensamos, aunque no sabíamos qué ni cómo, hacer algo en agradecimiento al pueblo.

—¡Qué gula ni qué gula! —exclamé—. A buenas horas los padres del yermo, alcanzada la gloria, tras tantas penalidades y hambrunas de todo tipo, dejan escapar a estos cocineros. Y a una gente tan bien educada y criada.

—¿Vamos a ver al demonio otra vez?

—Sí. Vamos a despedirnos de él. Se lo merece.

Y allá nos fuimos de nuevo. Y vimos, otra vez, al demonio o a su primo hermano. Nos despedimos de él. Salimos de la plaza recordando yo las veces que mi padre intentó contarme el cuento del tren que descarriló en Sarrión sin hacerlo jamás. Nunca he sabido si el título de la historia esconde alguna verdad. Tampoco tiene más interés.

Camino de casa, reconocimos, como siempre, haberlo pasado muy bien. Y comido como reyes. Pensamos, aunque no sabíamos qué ni cómo, hacer algo en agradecimiento al pueblo.

—Otro demonio —dijo José Luis riendo—. Pero, claro, ni tú ni yo somos artistas.

—Bueno, pues que se queden con nuestro agradecimiento. Demonio y mortales.

—Eso es. Que cuenten con él para toda la eternidad.

Y así finalizó aquella deliciosa etapa. En la cual me quedé sin saber nada del tren que, supuestamente, descarriló en Sarrión. Otra vez será.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Eurípides, Hécuba, en Tragedias I, Cátedra Letras Universales, Madrid, 1985. Traducción de Juan Antonio López Férez.
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