
El principio de la filosofía, al menos entre quienes la alcanzan como se debe y por la puerta, es la percepción de la propia debilidad e incapacidad respecto a lo necesario.1
Epicteto, Disertaciones.
Como dice un refrán, “renovarse o morir”. O de avisados es tomar nota de cuanto acontece y no echarlo en saco roto. No era esa mi intención. Pese a la aversión por las colas, interrupción de mi rutina, y otras molestias, fui al ambulatorio. Cuando salí de allí, con una cita médica, me sobrevino una terrible apatía: volver a casa me daba grima; ir a pasear por la ciudad no me hacía ninguna ilusión; me apeteció, por el contrario, coger la mochila, un bocadillo, la consabida botella de agua, y subirme a un tren de cercanías. Saqué el billete a la última estación del recorrido, con la idea de bajarme donde me apeteciera.
No tardé ni una hora en descender del tren. Éste se detuvo en Sagunto. Recordé, entonces, la enorme cantidad de veces que había ido con mis alumnos a visitar el teatro romano, la fortaleza atacada por Aníbal, e incluso a ver obras de teatro clásico. Me apeteció, en esos momentos, volver a visitar las murallas, y moverme por donde se movió Aníbal, con un ánimo totalmente distinto al mío. Salté del tren cuando las puertas de éste, automáticas, estaban a punto de cerrarse.
Era tarde. Hacía mucho calor. Me puse el sombrero, y me comí un puñado de almendras: debía evitar a toda costa sentir la más mínima debilidad. No quería volver a caerme. Era mi última obsesión. Además, ahora iba solo, y la posible caída podía ser muy problemática. Con el estómago lleno, pues, inicié la subida al castillo de Sagunto yendo, cuando podía, por la sombra.
Éramos unos afortunados por haber alcanzado la edad de la jubilación, estar relativamente bien de salud
Me acordé entonces de José Luis y de sus últimos planes. Ambos estábamos de acuerdo en que éramos unos afortunados por haber alcanzado la edad de la jubilación, estar relativamente bien de salud, no tener ningún problema ni con los hijos ni con los parientes, amén de gozar de un cierto bienestar. Éste nos permitía emprender pequeñas excursiones de vez en cuando. Con caídas incluidas.
A fin de alargar la buena situación tanto como pudiéramos, pensamos trazarnos unas pautas y seguirlas a rajatabla: comenzar a caminar pronto, dejar de hacerlo en cuanto el sol empezara a calentar, jamás perdernos de vista el uno al otro, y no pasarnos ni con la comida ni con la bebida. Ser moderados en todo, en una palabra. Nada en demasía. Y hacer viajes culturales, por ciudades y pueblos, en tanto durara el insoportable calor. Nada de ir por ríos y montañas.
Dentro de esos planes no entraba lo que estaba haciendo ahora: salir solo y sin haberle dicho a nadie a dónde iba. Ni yo mismo lo supe en un principio. Me aseguré de llevar el móvil conectado por si, cosa poco probable, a alguien se le ocurría llamarme. Lo metí en un bolsillo lateral de mi pantalón.
Comencé la ascensión al castillo con calma. Deteniéndome cada cierto tiempo. Aun así no tardé nada en llegar al acceso al teatro romano. Entré a visitarlo por enésima vez. El recinto se hizo famoso y no por sus representaciones, pues sirvió, como casi todo en esta vida, para que los politicastros de turno se enzarzaran en inútiles y estériles disputas: unos ordenaron su restauración, otros vieron la oportunidad de cuestionarla atacando a los de más allá. Y todo el mundo, en aquellos gloriosos años, movidos por esos y por aquellos, entendía de espacios escénicos, de restauraciones, de mármoles, de gradas, cáveas y cuanto fuera necesario entender. Luego pasaron a ser doctores en ambos derechos, lenguas, dialectos, vacunas, historia y cuanto demande y precise el momento. La feria de las vanidades. El teatro en sí les importaba a todos bien poco por no decir nada. De hecho, el día que representaron Los persas éramos diez o doce los espectadores.
—El poder es el poder, y ejerce como tal —me dijo una vez un visitante solitario.
Se sentó a mi lado en las gradas, una mañana muy parecida a esta, donde compartimos un paquete de almendras y alguna fruta.
—El poder es como un mago de pacotilla —insistió—: con una varita, o un palo, para el caso es lo mismo, puede transformar a un pardillo de tres al cuarto en todo un doctor en todas las ciencias habidas y por haber. El español medio aprende por decreto, no por estudios.
Me acordé entonces de cómo había cambiado, y no por decretos, mi percepción del teatro romano de Sagunto. Las obras clásicas vistas allí siempre estaban llenas a rebosar de sangre, de dolor, de muertes y de terribles destinos. La sangre aumentó al saber que la palabra escenario, en castellano, deriva de la griega σκηνἡ, una especie de tienda o barracón, un camerino en realidad, donde se cambiaban los actores. La misma palabra, sin embargo, es usada en la Biblia para hablar del tabernáculo, del templo, una tienda de campaña en un principio. Tienda tan llena de sangre como las paredes del palacio de Agamenón: allí se hacían sacrificios cruentos, si bien no eran humanos, al dios de los hebreos. Con la sangre se bendecían paredes, utensilios y hasta a los fieles.
No se haga ilusiones: esto no lleva trazas de cambiar.
—¿Alguna vez el hombre ha sido capaz de vivir sin derramar sangre? ¿Bien la suya, la ajena o la de los animales que lo rodean?
—Creo que nunca —me contestó aquel señor de quien jamás supe el nombre—. Y además —añadió— no se haga ilusiones: esto no lleva trazas de cambiar.
No le dije nada. Pero me acordé de mi vieja etapa de estudiante. Una vez protesté en una clase sin que mi protesta sirviera de nada: estaba harto de Julio César, de Tito Livio y de otros muchos historiadores de similar o igual calaña. Todos sus textos eran batallas, guerras, matanzas y mentiras y más mentiras. ¿No podíamos traducir otro tipo de textos? ¿No había nada de filosofía, medicina, historia del pensamiento, algo que nos hiciera creer que somos humanos?
—¿Le gusta a usted la poesía? —pregunté tontamente.
—Sí, cómo no —me dijo tras recitar un soneto de Quevedo, “Miré los muros de la patria mía…”.
En lo alto del castillo se estaba muy bien. Corría un ligero vientecillo. Me propuse llegar a la ciudadela. No había nadie por allí. Me encontraba con fuerzas. Estaba alimentado e hidratado. No creí, ni por un momento, que fuera a caerme. No obstante, pensé que era una imprudencia todo cuanto estaba haciendo.
—Yo —le hubiese dicho a mi vecino de grada—, agobiado por espadas, muros, guerras, masacres y muertes, de haber vivido en otras épocas, hubiera salido en busca, no de la fuente de la eterna juventud, sino del Río del Olvido. Aquel río que los legionarios romanos temían cruzar y perder la memoria al hacerlo.
—Un pariente mío murió de alzhéimer —me contestaría él—. Y, a decir verdad, no sé qué es peor, si el olvido o la pesada memoria… A raíz de su muerte, intenté, con horribles resultados, escribir una narración sobre el olvido y la memoria… Un triste día, por ejemplo, y tras unos cuantos años de felicidad compartida, el Lobo se entera del fallecimiento de Caperucita Roja. No lo puede asimilar. No hay noche, pues, en la cual no sueñe con ella. Obsesivamente. Pero sus sueños se transforman en una pesadilla, en un terrible castigo: una y otra vez ve a su amada, pero viva. Ésta no ha fallecido: sencillamente lo ha dejado por otro. Se ha ido. En cada sueño lo abandona de una forma distinta. El abandono. Terrible. No hay día en el que el pobre lobo no amanezca con las fauces llenas de lágrimas y con peligrosas taquicardias. Corriendo por el monte teme estar cayendo en la locura. El olvido hubiera sido un enorme alivio, ¿no cree?
¿Cuántos millones de muertes causaron las ambiciones de senadores, politicastros y patriotas en tiempos pasados?
—Yo —dije en lo alto de la ciudadela, sentado en un muro donde antaño me senté con mis alumnos— quisiera olvidarme de tanta muerte, de tanta guerra, de tantos héroes y de tantas heroicidades. ¿Cuántos millones de muertes causaron las ambiciones de senadores, politicastros y patriotas en tiempos pasados? Salamina, Gaugamela, Numancia, Sagunto, Palencia, Alesia, Teoteburgo… ¿Ha servido para algo tanta masacre y tanto dolor? No creo.
—Aun así —me hubiese dicho mi compañero de grada—, mañana cualquier voceras lanzará cuatro soflamas al viento, y ya tendremos a los necios de tres al cuarto repitiendo las consignas como altavoces venidos a menos. Y más guerras y más matanzas. Ahí tiene a Ucrania.
—Sí. Y pobre Lobo, incapaz de olvidar a Caperucita, y sometido a unas pesadillas peores que la roca de Sísifo.
—¿Sabe? Este es el espacio de los ablativos absolutos, de la falarica, de más muertes y más asesinatos… Habiendo derribado la muralla. Habiendo entrado en la ciudadela…
Volví a beber agua, no del río del olvido, por desgracia. Emprendí el descenso hacia la estación de Sagunto. No quería abusar de mi paseo solitario. No se lo contaría a nadie. Me recriminarían por haberme saltado las recomendaciones dadas por unos y por otros. Y era fundamental conservar la salud para poder seguir disfrutando de viajes y excursiones. Además, debía volver al ambulatorio.
- Solo y sin compañía - jueves 25 de mayo de 2023
- La ciudad - domingo 21 de mayo de 2023
- Una última cena (una de tantas) - jueves 18 de mayo de 2023