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Espera

jueves 29 de septiembre de 2022
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Espera, por Vicente Adelantado Soriano
Cuando había un juicio en Grecia, cada orador tenía marcado el tiempo de su intervención: la última gota de agua de la clepsidra le indicaba el fin de su perorata. Reconstrucción de una clepsidra del siglo V a.C. • Museo del Ágora de Atenas
A quien no se le da la oportunidad de tener sed, no puede gozar bebiendo.1
Michel de Montaigne, Ensayos.

Aquella mañana salí a caminar muy pronto. Todavía era de noche. Y, en consecuencia, todavía no había comenzado el agobiante calor que nos fustiga de un tiempo a esta parte. No puedo con el calor. En los meses de verano, haya estado ocioso o trabajando, siempre llego a casa al borde del desmayo.

—Los años no pasan en vano —me decía cierta voz interior.

Me desperté temprano. Abrí los ojos agobiado, recordando, una vez más, haber dicho algo inexacto en una clase. El error, como siempre, me produjo desasosiego. Éste fue, junto con el calor, quien me echó de la cama. Nada más levantarme, y por enésima vez, idealicé las otras materias o enseñanzas: aquellas en las cuales, me parecía, no cabía la opinión de un profesional o profesor: la fórmula del agua es siempre la misma, la palanca necesita de un fulcro, etc. Yo, por el contrario, me veía envuelto en interpretaciones dispares y contradictorias. También es cierto que no tenía un criterio firme sobre casi nada: evitar el dogmatismo me había llevado a un terreno resbaladizo: todo podía ser de una forma y de la contraria.

Me veía, idílicamente, no en un aula, sino en un laboratorio, en un lugar solitario, vacío.

A esta inseguridad se unía el firme convencimiento, cada día más firme, de haberme equivocado de profesión. Me veía, idílicamente, no en un aula, sino en un laboratorio, en un lugar solitario, vacío, donde, solo, sin ninguna compañía, me entregaba en cuerpo y alma a la investigación. Mi meta era aliviar el dolor humano provocado por alguna carencia o alguna rara enfermedad. Sin odios ni rencores.

Al salir del ascensor me tropecé con un vecino. No respondió a mi saludo. Nunca lo hacía.

—Contra la mala educación todavía no hay farmacopea —me dije intentando ser gracioso.

—Sí la hay —me recriminé—. Y lo sabes muy bien.      

—Sí. Tal vez darle la vuelta al hombre como se le da a un calcetín. Otra cosa, es pedir cotufas en el golfo.

Recordé, dando ya los primeros pasos por la calle, todavía con las farolas encendidas, la reunión del día anterior. Lo cual me llevó al nebuloso recuerdo de una escena, ya no sé si leída o releída y reinterpretada por mí. Una asamblea de los jefes aqueos ante los muros de Troya.

No hay ninguna forma de gobierno perfecta. Todas son creaciones humanas. Todas, en consecuencia, son mejorables. Y desechables. Es posible, como decían los romanos cuando fueron a Grecia a estudiar las diversas formas de gobierno, que aquella democracia fuera una reunión de personas exaltadas, sin fundamento ni preparación. Siempre dispuestas a chillar, alborotar y votar dejándose llevar por los vocingleros o por necios sentimientos. Tal vez la gente siempre ha obedecido a quien más y mejor grita. Una voz potente, tanto en Grecia como en Roma, debió de ser una bendición de los dioses. Los micrófonos y altavoces han democratizado a todas las gargantas.

Temo equivocarme una vez más. Tal vez no fuera así. Pero no deja de parecerme una excusa el argumento de los romanos. Argumentaron en interés propio, por supuesto: ellos no querían una democracia. Querían un poder para las clases pudientes, como de hecho se consiguió, tanto con la República como con el Imperio. Los tribunos populares, como los Graco, les impedían llevar a cabo su exaltado amor a las tierras y campos de su patria, y de las patrias ajenas.2

Los tumultos del senado romano superaron con creces las asambleas griegas. Los Graco perecieron asesinados por los patrióticos senadores. Y de qué forma.

Sabido es, dicho en contra de Roma, que, cuando había un juicio en Grecia, cada orador tenía marcado el tiempo de su intervención: la última gota de agua de la clepsidra le indicaba el fin de su perorata. Durante unas intervenciones tan reguladas, seguro estoy, no se admitirían las interrupciones. Ni los exabruptos.

Odiseo golpea en la cabeza a Tersites con su cetro. Lo hace por no poner Tersites freno a su lengua y por alborotar.

En la asamblea de los reyes ante los muros de Troya, en la Iliada, se cuenta que Odiseo golpea en la cabeza a Tersites con su cetro. Lo hace por no poner Tersites freno a su lengua y por alborotar. “Éste sabía muchas palabras groseras para disputar temerariamente, no de un modo decoroso, con los reyes”.3 Y en los banquetes, según esos viejos textos, hablaba quien tenía la copa de vino en sus manos. Terminado su razonamiento, pasaba la copa a su vecino y era ese vecino quien, entonces, tomaba la palabra. Hablaba en tanto el resto de los invitados guardaban silencio.

Cada día me queda más claro el porqué del olvido de las clásicas.

—No digas tonterías —me contraargumentaba—; algunos saben latín, y hasta griego y valenciano. Y eso no les impide ser hombres de su tiempo. La reunión de ayer fue un claro ejemplo de interrupciones, gritos, mal gusto y peor educación. Y no hablemos de las intervenciones de los políticos y de la educación parlamentaria. Aunque los parlamentarios actuales no sepan nada de lenguas clásicas. Ni de las suyas propias.

—¿Y las interminables comidas con los compañeros? —me pregunté abundando sobre el tema.

Tampoco estaba muy de acuerdo con M. Varro, recordado por Aulo Gelio en sus Noches áticas, sobre el número de comensales: recomienda no menos de tres, y no más de nueve.4 Es más acertada, hablo por experiencia, la vieja recomendación de que tres comensales ya son una multitud.

—En este país —me dijo un maestro en una escuela nacional, cuando yo era un niño— no sabemos dialogar: cuando uno habla, el otro no lo escucha. Por el contrario, está pensando en qué va a responder. Y así muchas veces uno habla de pimientos, y otro le sale con tomates. Es de una falta de respeto total.

Lo había experimentado en muchas ocasiones. Y más de una vez, ante tamañas actitudes, he decidido callarme y no decir nada. Queda claro lo poco o nada que importa lo que uno dice a quien lo interrumpe sin atender a razones. Es mejor escuchar, sobre todo cuando se tiene la suerte de asistir a eventos, cenas o comidas, con gente tan educada y llena de sabiduría. La rebosan por los cuatro costados. Imposible frenar la furia de los ríos y la desbordante sapiencia de estas personas. Inmunes a la clepsidra, a la copa de vino propia del banquete, y al cetro de Odiseo.

¿Eran tan multitudinarias y escandalosas las asambleas de los griegos como sostuvieron los romanos? ¿Tan fáciles de manipular como da a entender Jenofonte en el juicio de las Arginusas?5 ¿Depende todo de interpretaciones? ¿No es la historia sino una novela con muchas notas a pie de página?

No puedo evitar acordarme de mi padre. Siempre que alguien le contaba algo un tanto peculiar, decía lo mismo: “De largas tierras, largas mentiras”. Y el ejemplo lo tenía bien a la vista. Cada día, señal de mi inequívoco envejecimiento, siento más y más atracción por la filosofía. Y de ésta, de la conocida hasta ahora, me quedo con la de Epicuro. Siento debilidad por este hombre. Creo que ningún filósofo, por otra parte, ha sido más denostado y despreciado que este buen hombre. Quizás porque para él comerse un pellizco de queso era un banquete.

Epicuro profesó el amor hacia la vida sencilla y hacia la amistad.

Fue despreciado por unos y por otros por cuestionar los postulados de la ciudad: los dioses, siempre los dioses. Por apoyarse en Demócrito y sus átomos y no necesitar a la divinidad para explicar cuanto acontece en la vida animal y humana. Por considerar al hombre producto del azar, sin meta ni final, y por el eterno contento que dimanaba su persona. Y por el amor hacia la vida sencilla y hacia la amistad. Aborrecido por unos y por otros, y por todos. Sin embargo, a ningún filósofo, ni a nadie, se le ha tributado el homenaje que se le tributó a él: Diógenes de Enoanda, al final de su vida, hizo fabricar un muro de 45 metros de largo por 3,5 de alto. Y allí, con letras de distinto tamaño, hizo grabar textos de su maestro.6 Quería hacer feliz a la humanidad.

El odio humano es implacable: pocos escritos de Epicuro han sobrevivido. Lo han hecho gracias a Diógenes Laercio, quien recopiló en su obra, Vidas de filósofos ilustres, tres cartas, y las famosas Máximas capitales. Del muro de Diógenes de Enoanda nadie de la Antigüedad da noticias. Sin duda lo debieron derribar muy pronto. Se descubrió en 1884, y desde entonces se está reconstruyendo. Tanto odio por un hombre que reivindicaba el placer de las cosas sencillas: el placer de beber agua cuando se tiene sed, de leer cuando se tiene ganas de aprender, y de hablar con un buen amigo, con uno, cuando se tiene necesidad. Todo lo demás es pura fantasía. Locura humana. Enfermedad y dolor.

Tan seguro estoy de ello que voy a pedir la jubilación anticipada. Por poco dinero que me quede, me quedará el suficiente para pan y agua y algo de queso de vez en cuando. No quiero ni más bochornos en ninguna clase ni ninguna interrupción en ningún banquete. No lo necesito. Paz y silencio. Las luces de las farolas se habían apagado. Me encaminé hacia casa contento y feliz.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Michel de Montaigne, Ensayos, I; cap. XLII, “De la desigualdad que existe entre nosotros”. Madrid, 1985. Cátedra Letras Universales. Traducción de María Dolores Picazo y Almudena Montojo.
  2. Sobre las formas de gobierno, véase, entre otros, Pedro Barceló, El mundo antiguo, Madrid, 2021, pp. 511-532. Y José Guillén, Vrbs romana, IV, “Constitución y desarrollo de la sociedad”, Salamanca, 2009, cap. 2. Sobre los Graco, Ronald Syme, La revolución romana, Barcelona, 2010, pp. 28-29, 550-551, etc.
  3. Homero, La Ilíada, canto II. Traducción de Luis Segalá y Estalella.
  4. A. Gellii, Noctes Atticae, Tomus II, liber XI de Oxford Classical Texts.
  5. Jenofonte, Helénicas, I, VI, 33
  6. Carlos García Gual, Epicuro, Madrid, 2017. p. 281 y ss.
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