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Ataraxia

jueves 13 de octubre de 2022
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Ataraxia, por Vicente Adelantado Soriano
El río corre entre dos sierras tan altas como tupidas. El paisaje es majestuoso.
Lo fundamental en la felicidad es nuestra disposición de ánimo, de la cual somos dueños.1
Epicuro, Máximas capitales.

Confiando en las noticias sobre el tiempo, José Luis me propuso aquella mañana una excursión, no muy exigente, por las orillas del río de Bolbaite. Una vez más reconocí que, en mis viajes, siempre me había decantado por el norte y por Teruel. No conocía Bolbaite, ni los pueblos de los alrededores. Me pareció muy bien, en consecuencia, caminar por otros derroteros. Y hacia allí nos dirigimos.

Aparcamos donde pudimos. Las calles de Bolbaite son muy estrechas. Sin duda, un claro reflejo de su pasado musulmán. También la iglesia está edificada sobre una mezquita.

Había varias señales indicando el camino del río. Las seguimos por unas calles empinadas y estrechas. Desembocamos en él. Y no tardamos en toparnos con las vallas, el típico parasol, la mesa, y las entradas, que había que adquirir para pasar allí el día. No era esa nuestra intención. Así se lo explicamos al empleado del ayuntamiento. Íbamos a caminar siguiendo el río.

—Está todo inundado —nos dijo—, no vais a poder pasar. O a lo mejor podéis pasar, pero el piso estará muy resbaladizo. Ojo con las caídas.

No hizo falta que nos dijera más. Pero aun así le pedimos permiso para salvar la valla, colocada por él, y hacer unas cuantas fotos de esa parte del río. Nos lo concedió.

—Pretendía que llegáramos, por el margen izquierdo, hasta donde se pueda… Pero. Hay que cambiar de planes.

Nos llamó la atención, caminando por el pueblo, la enorme cantidad de casas puestas en venta.

Nos volvimos al coche. Allí José Luis, echando mano del móvil, comenzó a buscar nuevas alternativas. Me las iba proponiendo. Yo desconocía toda aquella zona.

—Vamos al sitio más cercano por donde podamos caminar —le dije—, dentro de poco empezará a apretar el sol.

Acabamos en Chella. Nos llamó la atención, caminando por el pueblo, la enorme cantidad de casas puestas en venta. Fuimos a dar a otro tramo del mismo río. El río corre entre dos sierras tan altas como tupidas. El paisaje es majestuoso. No nos cansamos de contemplarlo desde la carretera. Pero llegar a él nos pareció misión imposible por lo intrincado y peligroso de las sendas. Comenzamos a caminar por la estrecha carretera. Campos vallados a ambos lados. Un amable señor nos informó de que más adelante estaban las cuevas del turco. Son cuevas horadadas en la montaña. De muy difícil acceso. Según un cartel explicativo, medio borrado, fueron hechas por los árabes para refugiarse allí en caso de peligro. Situados frente a las cuevas, separados de ellas por el hondo río, no vimos sino lejanas oquedades.

—De nada les sirvió —le dije a José Luis— cuando llegaron las Germanías.

—Pero le dan un aire exótico al paisaje.

Íbamos sin rumbo fijo. Caminando por entre campos y descampados. Al cabo de un tiempo, una pareja, saltando una valla, frente a nosotros, nos dijo que no continuáramos por allí: no había acceso al río, y era una ruta complicada. No llevaba a ninguna parte. Nos hizo gracia la simpática chica: vestida con un pantalón corto y una camiseta sin mangas, dejaba al descubierto una buena parte de su bien formado cuerpo. No había ni un centímetro de él que no estuviera tatuado.

—Debe de ser divertido estar con esta chica —dijo José Luis sonriendo—: aparte de los tratos habituales entre enamorados, luego, o antes, puedes pasar una preciosa tarde intentando descifrar todas sus inscripciones. Parece un templo egipcio andante.

—¿Te acuerdas, o has leído, un cuento de Ray Bradbury, en el cual una mujer, enamorada del tatuador, comienza a engordar y engordar para que él la siga tatuando? No recuerdo cómo termina el cuento.

—No. No lo he leído. Ya me lo pasarás.

Volvimos atrás. Y nos volvimos a meter en el coche. Había que buscar otra alternativa.

—Nos está saliendo un día un tanto complicado.

—Una nueva experiencia. Todo menos apurarse.

—Es lo que debemos hacer. Acoplarnos a lo que sale.

—Última filosofía del saber: adaptarse a lo que viniere. En esta vida casi todo depende de la actitud que tomes frente a los problemas.

—Bueno. Sabes que hay personas que salen de casa con el día programado. Y si luego los hechos no se acoplan a sus planes, montan en cólera. Y la excursión termina convertida en un infierno.

—No deja de ser bastante absurdo. Máxime si tienes en cuenta que vivimos sobre falsedades. En un mundo virtual te diría yo. En el cual tal vez lo mismo da ir por aquí que por allá, siempre y cuando no pierdas la compostura.

—¿Lo que hemos visto no es real? —me preguntó José Luis riéndose.

—Muchas veces, no. ¿O no te has topado con pantanos, piscinas “naturales” falsas, paisajes restaurados y trincheras acabadas de cavar, por decirlo de alguna manera?

Vivimos en una realidad virtual, o, si quieres, que nada es lo que parece. Sabes perfectamente que las estatuas griegas, por poner un ejemplo, no las hicieron como las vemos. Estaban pintadas.

—El otro día me contó un amigo —reconoció José Luis— que no sé dónde, por eso de la España vaciada, y por un intento de sobrevivir, han creado un paisaje, en el pueblo, propio del Pleistoceno, o de alguna de esas épocas prehistóricas. Han repoblado amplias zonas de los montes con bisontes europeos, casi extinguidos, caballos de otros tiempos, y diversos animales. Los que cazaban nuestros antepasados. Los han vuelto a la vida. O están en ello. Como en esa película donde reviven a los dinosaurios.

—Pues entérate. Y a ver si podemos ir. De todas formas, eso no es nada nuevo. Te vuelvo a insistir en que vivimos en una realidad virtual, o, si quieres, que nada es lo que parece. Sabes perfectamente que las estatuas griegas, por poner un ejemplo, no las hicieron como las vemos. Estaban pintadas. Además con fuertes colores. Atenas, llena de estatuas hasta los calcañares, debía parecer, en los siglos clásicos, una monumental falla.

—Algo así sucede también con las iglesias románicas.

—Eso —añadí— sin descontar que muchas estatuas son falsificaciones, reconstrucciones e invenciones. Además, están todas fuera de contexto.

—Bueno —dijo metiendo el coche en un aparcamiento—. Ahí tenemos un camino, ahora veremos si real o virtual, que lleva a los Chorreadores. Estamos en Navarrés.

—La mañana comienza a alegrarse —dije cargando con la mochila.

Valió la pena la ruta. A veces nos daba la impresión de estar caminando por sendas de la prehistoria. Otras, las vallas de madera, y los continuos e inútiles carteles pidiendo urbanismo, nos recordaban nuestro siglo. Por no hablar de las colillas, envolturas de bocadillos y de diversos alimentos.

En un par de ocasiones tuvimos que cruzar el río saltando por entre las piedras puestas allí al efecto.

—Me da miedo que algunas estén mojadas, nos resbalemos y nos caigamos al agua —le dije, un tanto temeroso, a mi amigo.

Cruzamos el río, saltando de piedra en piedra, dos veces. Vimos los Chorreadores, unas pequeñas cascadas. Pero ante el tercer “puente” pétreo nos volvimos atrás. El camino lo habíamos recorrido en un descenso continuo. Ahora nos esperaba la subida. No se hizo tan pesada como temíamos.

De nuevo en el coche, y siendo todavía muy pronto, nos planteamos nuevas posibilidades hasta la hora de comer.

—¿Nos vamos a ver los Charcos de Quesa? —me preguntó enseñándome unas fotos habidas en su móvil. Y un plano.

—¿Eso es un pueblo? No lo había oído nombrar en mi vida. Vale. Vamos.

Tardamos en llegar, pues llegados a las afueras de Quesa, dejamos el coche en la carretera, y nos pusimos a caminar. A los diez minutos escasos, nos tropezamos con un señor con su perro. Nos informó de que los Charcos estaban bastante lejos. Mucho para ir caminando, máxime teniendo en cuenta que allí no había ni bares ni restaurantes. Podíamos ir con el coche. Y con el coche fuimos. Sí, estaba lejos. A pocos metros de los Charcos vimos el inevitable parasol, la mesa y la vaquera de la Finojosa cobrando peaje.

—Esto ya da un poco de asco —dije—. Tienes que pagar por aparcar, por entrar a ver una iglesia, por ir a un retrete, por ver un museo, y ahora hasta por ver ríos y montañas.

—Bueno —respondió José Luis—, si los ayuntamientos invierten el dinero en tener los lugares cuidados y limpios, bien está. Peor sería que te saliera por aquí una vaquera de aquellas que describía el Arcipreste de Hita y te exigiera de la coyunda para ver el charco.

—Pues habría que resignarse y adaptarse a ello, ¿no te parece?

—¿Aunque la vaquera fuera como fuese? —preguntó sonriendo—. ¿Como la del arcipreste? Si fuera como la señorita Tatuajes…

Tras la agradable comida, cuando reinó el silencio, nos volvimos a casa.

—No sé dónde leí que el mismo placer se obtiene con una vaquera fea que con otra de armas tomar. Tatuada o en blanco.

—Sí. El viejo refrán, cuando no hay lomo de todo como.

Los Charcos estaban llenos de gente. Mozas garridas con bikinis casi invisibles, mozos jugando con sus perros en una piscina natural, creada ex profeso para ello, y mucho coche. Había que aparcarlos encarados hacia la salida. Un ejército detenido y aburrido. No me gustó el asunto. Nos marchamos sin habernos bañado, como pretendió la bella vaquera que nos cobró el peaje.

Siendo ya la hora de comer, nos fuimos a Quesa. Comimos muy bien. Eso sí, soportando, durante más de quince minutos, un inacabable pregón del ayuntamiento difundido por altavoces varios. Había que tomar nota para recordar cuánta información se dio.

Y ya tras la agradable comida, cuando reinó el silencio, nos volvimos a casa. Fue aquella una mañana tan movida como interesante.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Epicuro, Máximas, en Carlos García Gual, El sabio camino hacia la felicidad. Diógenes de Enoanda y el gran mural epicúreo. Traducción de Carlos García Gual.
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