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Similitudes

jueves 27 de octubre de 2022
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Diógenes de Sinope
Hoy en día Diógenes de Sinope no aguantaría en la calle ni cinco minutos. La policía se lo llevaría esposado. Lo de vivir en una tinaja, imposible. “Diógenes” (1860), de Jean-Léon Gérôme
La objetividad es un ejercicio austero, sobre todo en los períodos de crisis, como el siglo V ateniense, o en las épocas de pensamiento comprometido, como la nuestra.
Jacqueline de Romilly, Los grandes sofistas en la Atenas de Pericles.

Desistí al cabo de poco tiempo. Por una parte, no me hacía muchas ilusiones con un posible encuentro y el posterior diálogo. Y por otra, tópico, pero real, el calor me hizo abandonar mis paseos matutinos. Pese a salir antes del amanecer. Al cabo de una media hora, estaba agotado y empapado en sudor. Comenzaba a encontrarme mal. Luego, me pasaba toda la mañana en la cama. No valía la pena. Cambié mis hábitos: dejé de salir a caminar, y volví a tomar café. Uno al día, nada más. Después de almorzar. Tenía la virtud de entonarme un poco. Y de permitirme trabajar.

Fue así como terminé todos los libros de filosofía de los que había hecho acopio. Esa era otra: no me apetecía ir a la librería en busca de nuevos volúmenes. Sintiéndolo mucho, me servía de Internet. Los pedía cuando tenía una buena lista. En un único viaje, el sufrido mensajero me los podía traer todos. Los trajo con rapidez y premura.

En muchos de estos libros se insiste en que la filosofía helenística es el producto de la descomposición de la ciudad. De la pérdida de su libertad. La polis ya no está regida por un arconte conocido por todos los ciudadanos sino por un rey lejano. Éste no necesita el consejo de ancianos, ni la democracia, para imponer su voluntad. El hombre, en consecuencia, dejará de ser un ser político, se convertirá en súbdito, habitante de la polis, sí, pero también, y, sobre todo, del cosmos. La ciudad en la que se nace o se vive deja de tener importancia. Sí que la tiene, por el contrario, el resto del mundo. Cierto es que, a menudo, se tiene más en común con una persona que viva a mil kilómetros de distancia de nosotros, con otra lengua y otra cultura, que con un vecino con quien de nada se puede hablar. El idioma común, por lo tanto, es como una herramienta fallida. No lo era el griego de aquella época, la famosa koiné.

Allá por donde uno se mueva encontrará idénticas miserias.

No me gustan los nacionalismos. No soy partidario de la exaltación de lo propio olvidando que eso propio forma parte de un todo. Es como si alguien priorizara sus brazos sobre las piernas o el hígado sobre el corazón. La armonía es lo mejor. Creo.

Y allá por donde uno se mueva encontrará idénticas miserias, las mismas necedades, y, a menudo, una parecida bondad e inteligencia.

Las soluciones filosóficas que se dieron, al perder la autonomía las ciudades, fueron diversas y variadas. Todas, sin embargo, tenían una fuente común: Sócrates. Seguir una escuela u otra iba, como siempre, en gustos, o en haber nacido en este barrio y no en el otro. De hecho un buen cristiano, o malo, igualmente podría ser un buen, o mal budista o musulmán o protestante, de haber nacido donde se practican estas religiones. El lugar de nacimiento, a menudo, nos limita demasiado. De ahí la importancia del estudio de las lenguas y la historia. Y de los viajes. Hay bellísimos lagos de alta montaña. No tenemos por qué limitarnos al río de nuestro pueblo, bello porque es nuestro.

Por todo esto, y por más cosas, me arrepentí enseguida de no haber hecho que aquel hombre me proporcionara algún medio para volver a verlo. En el tipo de vida que llevaba no cabía la existencia del móvil. Menos todavía un domicilio fijo. Varias veces, pues, pese al calor, y a mi pereza, me lancé a la calle, pasando siempre por donde lo había visto por primera y única vez. Me quedaba durante unos minutos por allí, o por los alrededores. Todo fue inútil.

Al cabo de un cierto tiempo di en pensar si aquel fortuito encuentro no fue, en realidad, sino una ensoñación mía. Un intento por buscar las causas por las que un hombre, en la actualidad, podría hacerse epicureísta. En el sentido más radical de la palabra. Me llamó la atención, desde luego, no haberlo hecho yo, o haberse hecho él, cínico: hoy en día Diógenes de Sinope no aguantaría en la calle ni cinco minutos. La policía se lo llevaría esposado. De hecho, en una ocasión, vi cómo apaleaban a un pobre mísero que se estaba masturbando bajo el follaje de un árbol. Seguramente habrá aprendido la lección y ahora buscará lugares solitarios o menos concurridos para tales menesteres. Lo de vivir en una tinaja, imposible. No obstante, tenemos la suerte, en el Mediterráneo, de contar con un clima que favorece la pobreza: aquí se puede dormir al aire libre hasta en invierno. No en otros lugares del mundo. Aunque es posible que esto del cambio climático acabe por democratizar las temperaturas. Y en ningún país hará falta, dentro de poco, poseer una casa, más o menos la hipoteca de una vida, para resguardarse de las inclemencias del tiempo y de las visitas no deseadas.

Hoy ya no se vive la filosofía como se vivía en la Grecia helenística y en la anterior. Entonces era una forma de vida. Hoy es una asignatura de unos estudios que pocos emprenden. No sirve para nada, dicen.

Las causas por las que una persona hace algo, u olvida algo, pueden ser, son, múltiples y variadas. ¿Se puede escoger una religión, una filosofía o un modo de vida sencillamente por rencor o despecho? El rencor, en ese caso, debería ser tan poderoso como la más poderosa fe. O el engaño más monumental.

Nadie se baña dos veces en el mismo río. Y lo constante del ser humano es su inconstancia. Lo tuve claro de muy joven. Mi padre tenía una hermana que se metió monja. A veces íbamos a verla. Era mayor que él. Siempre me llamaba la atención, y me asustaba, su forma de alargar las manos por entre las rejas del locutorio, sus lágrimas y sus hipidos. La pobre mujer pretendía colgar aquellos horribles hábitos negros, y venirse a vivir con nosotros. Mi padre, él sabría por qué, siempre se negó a traerla a casa. La pobre mujer murió donde no quería estar. Una decisión de juventud, una vocación, un deseo de no trabajar, según su hermano, determinaron toda su vida. Como dicen en algunas películas de robos y asaltos, siempre hay que tener un plan b.

En ningún libro o manual de filosofía he leído que los epicureístas no tuvieran casa. Eran pobres y llevaban una vida frugal, desde luego. Pero también muchos de ellos estudiaban, leían y escribían. Actividades todas que requieren de cierta tranquilidad, y tener el plato de berzas y el mendrugo de pan asegurado. E imagino que en cualquier momento, si juzgaban, como mi tía la monja, que aquella vida tan austera no era para ellos, podrían encontrar trabajo en el puerto del Pireo, en algún taller de estatuas o marmolistas, o haciendo escudos para las muchas guerras que asolaban por aquel entonces a la ecúmene. Los escudos eran caros. Estaban bien pagados. De ahí la consigna materna a sus hijos: vuelve con el escudo o encima del escudo. Seguramente sería un bien familiar. El abuelo ya lo llevaría en alguna confrontación con los vecinos lacedemonios, tebanos, corintios o con quien fuera. Enemigos no faltaban.

Muy a menudo nos dejamos llevar por las palabras. Siguen siendo mágicas. Y hay que hacer verdaderos esfuerzos para desprenderse de algunos conceptos más o menos erróneos que arrastran o conllevan. Manejados a veces con mala fe. Máxime cuando éstos están apoyados por toda la sociedad y potenciados por los inefables medios de comunicación. La objetividad sigue siendo un bien muy preciado.

Se me pusieron los pelos de punta. ¿Se puede vivir en la calle por semejante motivo?

¿En verdad aquel hombre a quien conocí una mañana había abandonado su trabajo para no pasarle una abusiva pensión a su ex mujer? ¿Aquello era real o fue una ensoñación mía? ¿O un burdo engaño suyo? Me lo contó, si no recuerdo mal, como quien dice tener sed. No le dio importancia. Y a mí se me pusieron los pelos de punta. ¿Se puede vivir en la calle por semejante motivo? ¿Dormir en la calle? ¿Sin comodidades de ningún tipo? Luego pensé que, gracias a este maravilloso clima, en el agua del mar, que parece el agua de una bañera dispuesta para el señor, a 30 grados o más, gracias al cambio climático, se podía lavar día sí y día también. Hay bibliotecas públicas donde pasar mañana y tarde leyendo. Y comedores públicos. Si bien en algunos exigen el carnet de identidad del país, a los extranjeros ni agua, en ninguno, hasta ahora que yo sepa, nadie pregunta si estás así por no pasarle una abusiva pensión a una señora que también intenta vivir sin trabajar.

Sí. A veces las cosas no son lo que parecen. O son un poco distintas. Depende del encuadre de la cámara. Hay una filosofía no escrita. Ésta hace que, por regla general, sea la mujer quien tiene la razón en un caso de separación o divorcio. Antes era él quien se iba de rositas. Ahora se han invertido los términos. No deja de llamarme la atención. En el término medio está la virtud. Y en coger lo mejor de cada situación. La vulgaridad también tiene un gran efecto democratizador.

¿Era aquel hombre, quien se convirtió en un sin techo, a fin de no pagar la pensión de su mujer, una excepción, un nuevo epicureísta o un verdadero necio? Las actitudes tan radicales siempre me dan un poco de miedo. Al fin y al cabo, hoy ya no es posible trabajar en un taller de escudos. Y a partir de cierta edad ya no lo admiten a uno ni como mozo de cuadras en cualquier circo de tres al cuarto. Ya no hay plan b. Y nada como no depender de nadie.

Vicente Adelantado Soriano
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