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Miseria

jueves 10 de noviembre de 2022
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Michel de Montaigne
Al cabo de un par de años comencé a leer, o a intentarlo, a algunos de los autores citados por Montaigne.
Pero él [Cleontes] prefería su vida a la de los ricos y decía que mientras que aquéllos jugaban a la pelota, él trabajaba cavando la tierra dura y estéril.1
Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de filósofos ilustres.

No recuerdo si lo leí en algún libro o si me lo dijo alguien. Me inclino por lo primero dada mi escasa vida social. Venía a decir, como acababa de experimentar, que la lectura de una obra genial tiene su parte negativa: todo cuanto se lee a continuación parece huero y carente de sentido. No por ello, no obstante, debe descuidarse la lectura o el estudio.

Esta cita, o vago recuerdo, no era cierta del todo. Pues a ello cabía añadir que también, igualmente, la obra genial nos puede llevar a imitarla a ella, o a su autor. Es cuanto me sucedió a mí.

Tras leer los Ensayos de Montaigne, varias y repetidas veces, me entraron unas ganas enormes, no de estudiar francés y leerlo en el original, sino de imitarlo y aprender latín a fin de leer, como había hecho él, a los clásicos de la literatura latina.

Siempre he sido un hombre más de pretensiones que de realidades.

Siempre he sido un hombre más de pretensiones que de realidades. Mis estudios, hasta aquel momento, y hasta el fin de mi vida, no pasaban del bachillerato elemental. Mis padres me hicieron comprender, de bien joven, que no había para más. Tenía que ponerme a trabajar y ayudar a sostener la maltrecha economía familiar, que iba de mal en peor.

Me hubiera gustado seguir estudiando, para qué negarlo. Pero tampoco me supuso un sacrificio enorme ponerme a trabajar e ir, por las tardes, a una academia donde estudiaba contabilidad, practicaba la mecanografía, y una cosa ya totalmente olvidada: la taquigrafía. Gracias a todo ello pude tener trabajos más o menos bien remunerados. E ir pasando de un trabajo a otro en busca de mejorar mi situación y la de mis padres. Todo salió a pedir de boca. De hecho, tengo un buen trabajo bien pagado.

El incendio, sin embargo, no debió de sofocarse del todo. La lectura de Montaigne sopló los rescoldos. Y comencé a sentirme un hombre un tanto desgraciado: hubiera dado algo, en aquel momento, por haber recibido la educación que recibió él. Envidiaba que hubiera tenido el latín como primera lengua. Mi educación, por el contrario, era de un desconocimiento total no ya del latín sino hasta de mi propia lengua. Me habían hecho perder unos años preciosos aprendiendo tonterías y simplezas. Cuántas horas y horas dedicadas al estudio de la Formación del Espíritu Nacional. Y aun dicen algunos politicastros que la educación de hoy está manipulada y dirigida. Ni siquiera el estudio de una absurda religión sirvió para hacernos mejores. No obstante, había aprendido a leer, escribir, multiplicar y hacer reglas de tres. Quizás no se esperaba nada más de nosotros.

No sé por qué la lectura de los libros de Montaigne, en un momento determinado, me retrotrajo a una clase, cuarto de bachillerato, en la que un profesor, a quien le tenía cierto aprecio, nos leyó el mito de Isis, Osiris y no recuerdo quién más. He de confesar que la mitología egipcia, con su culto a los muertos, no me gusta. Y, sin embargo, recuerdo aquella clase con un cariño inmenso. Cuando me despedí de él, aquel profesor lamentó que no siguiera estudiando. Le expliqué la situación y le di las gracias por sus lecturas mitológicas. Nunca más lo volví a ver.

Nunca me he relacionado mucho ni poco con mis distintos compañeros de trabajo. Menos con ellas. Sus intereses y los míos no coincidían: jamás me han interesado ni los coches, ni las segundas viviendas, ni los veleros de quita y pon, ni menudencias similares. Pero seguía manteniendo una buena amistad con un compañero de aquel lejano bachillerato. Y a él recurrí cuando, merced al ensayista francés, me dio por aprender latín.

—No puedo acceder a la universidad —le dije—. Ya sabes que no hice el bachillerato superior.

—Una pena. Pero tienes una solución —me dijo sonriendo—. Es la que tomaron algunos de nuestros compañeros en aquella lejana época: meterse en un seminario, y sacarse los estudios por cuatro perras. La solución del pobre.

—Creo que soy un poco mayor para ser seminarista —le contesté también sonriendo—. Dejando aparte que iba a ser muy duro para mí. ¿No hay más soluciones?

Quiero saber latín y leerme a Séneca en el original.

—Puedes empezar con clases particulares. Algún alumno mío te podría ser de ayuda…

—¿Tú no?

—No voy muy sobrado de tiempo. Pero podríamos sacar algunas horas de aquí y de allá.

—¿Y por qué no me das libros para comenzar?

—¿Tanta prisa tienes? ¿Qué sucede?

—No sucede nada. Quiero saber latín y leerme a Séneca en el original.

Debo confesar que mi amigo me miró como si estuviera loco.

—Entonces —le dije a modo de disculpa— no me di cuenta de lo que estaba haciendo, y además no podía hacer otra cosa… Ahora envidio a todos cuantos pudisteis seguir estudiando e ir a la universidad. No trato de recuperar el tiempo perdido, ni de matricularme en cualquier facultad. Sencillamente, quiero estudiar latín. No es pedir mucho, me parece.

Sacó unos cuantos libros. Gramáticas sobre todo. Me dio unas cuantas instrucciones. Y para finalizar, me recomendó la compra de un libro, y cuantos lo acompañaban. Iba provisto de un disco merced al cual, a través del ordenador, se podían hacer todo tipo de ejercicios. El resto de libros era de lecturas. Me llamó la atención que me pasara uno, muy finito: un resumen de ciertos pasajes de la Biblia.

—Dado que conoces las historias, acuérdate de aquellas clases de religión y piensa que no todo es negativo en esta vida, tienes ahí un buen elemento para comenzar…

Le eché un vistazo. Y me alegré: la historia me era de sobras conocida. La entendía fácilmente.

—No te equivoques —me dijo mi amigo—. Eso es el inicio. Y ya sabes: el que algo quiere, algo le cuesta.

—Lo sé. Y lo asumo.

Me compré los libros recomendados por mi amigo. Y, con verdadera pasión, me puse a estudiarme las cinco declinaciones. Me percaté entonces del gran invento que suponían las preposiciones, y de lo mal que se utilizan en múltiples ocasiones. Igual que las declinaciones al final del Imperio, imagino. Me convertí en una especie de sibarita del lenguaje. Todos los días hacía ejercicios y más ejercicios de latín. Pronto fui capaz de leer pequeñas historias de mitología. Y al cabo de un par de años comencé a leer, o a intentarlo, a algunos de los autores citados por Montaigne. Otro autor, quien me despertó un enorme interés entonces, me resultaba inaccesible por el momento.

Se lo comenté a mi amigo. Mi miró lleno de asombro. Luego se rio de buena gana. Se partió de risa oyéndome. Tuvo la impresión, en un primer momento, de estar oyendo el mejor chiste del mundo.

Ya sé que parezco o soy extraño… Me lo dicen en la oficina a dos por tres.

—¿No has pensado nunca —me preguntó haciendo verdaderos esfuerzos para no seguir con sus incontenibles carcajadas— en casarte, formar una familia y hacer las cosas normales que hace la gente normal?

—Pues la verdad —le dije todo serio— es que no se me ha ocurrido.

—¿No has conocido a ninguna chica…?

—¿Podemos dejar el asunto de lado? No me parece nada relevante.

—Perdóname. No quería ofenderte. Pero lo que planteas…

—No me has ofendido. Y ya sé que parezco o soy extraño… Me lo dicen en la oficina a dos por tres. Y me lo demuestran ellas día sí y otro también. Pero desde que vi a aquel hombre tosiendo como un loco en la estación, y fumando, mi vida ha cambiado. O si quieres, me he hecho más raro y extraño…

—Sí. Desde luego. Pretender ahora estudiar griego no es algo muy normal.

—Prefiero eso a las absurdas diversiones de mis compañeros. O a estar sentado delante de la estúpida televisión viendo todas las necias series, que arrasan por su falta de imaginación. ¿Me puedes ayudar o no?

—Griego clásico no sé —me dijo poniéndose serio—. Pero sí, te puedo ayudar. Te puedo orientar.

—Pues ya estás tardando.

Y así fue como al cabo de poco tiempo, también comencé a estudiar griego clásico. Con la finalidad de leer a Luciano el Samósata. El griego, por cierto, lo desconocía Montaigne. Ahora bien, creo que jamás he alcanzado la altura suya en el dominio del latín. No obstante, lo sigo intentando. Vale.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Libro VII, 171. Traducción de Carlos García Gual.
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