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Unas botas maravillosas

jueves 15 de diciembre de 2022
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Unas botas maravillosas, por Vicente Adelantado Soriano
Estaba contento por haber adquirido otro par de esas maravillosas botas. No se deslizaban. Da gusto caminar
sobre seguro. Rupixen • Pixabay
Se dice que nunca aprendió a escribir griego, ni usó nunca la lengua griega en asuntos de importancia con la idea de que resultaba ridículo aprender una lengua cuyos maestros eran esclavos de otras personas.1
Plutarco, Vidas paralelas, Mario.

Me gusta mucho salir a caminar cuando llueve moderadamente. Además, hacía pocos días, en una tienda de deportes, me había comprado unas botas antideslizantes, con las cuales, al decir del amable vendedor, podría caminar por las rocas, mojadas o secas, añadió sonriendo, con la seguridad de las cabras ibéricas. Y aún más.

—Esas también se despeñan —dije—, convirtiéndose en pasto de lobos y carroñeros.

—Sí. Desde luego. Nadie está libre de un desliz. Pero vale más esta bota que otra cualquiera. Créame.

Me convenció. Aunque no pensaba subirme por los riscos por donde habitan las famosas cabras, ni aun por lugares más seguros y menos peligrosos. No obstante, había tenido un par de resbalones por las aceras de la ciudad, tan peligrosas, algunas de ellas, como las peladas rocas, bañadas por la lluvia, de alta montaña.

Me sucedió entonces lo que más odio en esta vida: ser testigo de una conversación de necios.

Me calcé, pues, las famosas botas, y me lancé a la calle. Las aceras estaban mojadas. Chispeaba. Pero las recién estrenadas botas no se deslizaban. Daba gusto caminar con ellas. Juzgué conveniente, pues, volver a la tienda y comprarme otro par. Siempre que algo me gusta, me lo compro por duplicado y aun por triplicado. No me lo pensé dos veces: hacia allá me encaminé. Me sucedió entonces lo que más odio en esta vida: ser testigo de una conversación de necios. Con el latín por el medio. Por si faltaba algo.

Aquellas personas, los dialogantes, no tenían pinta de muy amigos. Me dio la impresión de pertenecer ambos a alguna asociación de senderistas, o algo similar. Estaban hablando sobre la etimología del nombre de un pueblo, o de una montaña, por donde habían pasado. Trató de explicarla el más joven de los dos, partiendo del latín. Había escasos puntos de contacto entre ellos, me pareció. Estaban comprando ropa deportiva. Y uno, con disfraz de intelectual, trató de convencer al otro, ante sus explicaciones, y quien apenas le prestaba atención, de que él, a lo largo de su dilatada vida, se había negado siempre a estudiar latín. No quería saber nada de la lengua de Julio César por ser éste un asesino de pueblos. Un genocida, remachó con rabia. Tuve que hacer esfuerzos para no estallar en carcajadas: hacía tiempo que no oía una estupidez semejante. Recordé haber leído algo similar en la vida de Mario contada por Plutarco. Y me llamó la atención, hacía muchos años de eso, que estudiar o saber latín fuera entendido, entre necios, es verdad, como ser gente de misa, iglesia y comunión diaria. Los prejuicios, tan viejos como el hombre, crecen más que las malas hierbas en un campo bien abonado y sin cultivar. Nada nuevo. Mejor olvidar semejantes necedades. O darles la importancia requerida y no más. Así lo hizo el más joven de los dos dialogantes. Yo también.

Seguía lloviendo cuando salí de la tienda. Con otro par de botas en una buena bolsa de tela. Se estaba bien por la calle. Nadie me esperaba, ni yo tenía prisa por volver a casa. Hacía tiempo, además, que me apetecía comprarme la comida y no cocinar. Llamé a la tienda del barrio, y pedí cuanto me apeteció: calculé que iba a llegar con hambre, máxime teniendo en cuenta que no había tomado nada en toda la mañana. Fue un acierto, pues al llegar allí, al cabo de unas dos o tres horas, sin haberme resbalado ni una sola vez, me encontré con la sorpresa de que habían cortado la luz. En mi finca, y alguna más de los aledaños, las cocinas funcionan con electricidad. En la casa de comidas había una cola de espanto. Cubiertos con paraguas, chubasqueros y anoraks, mis vecinos esperaban llegar a tiempo de llevarse algo a la boca. La cocina de la casa de comidas, a gas, funcionaba sin descanso y eficazmente.

En la otra cola había un vecino a quien temo más que al Dios que me ha de matar, como decían mis abuelos.

Con la finalidad de aligerar la espera, una moza, recién llegada, nos instó a hacer dos colas: quienes tenían hecho el pedido a la derecha, y los otros, la inmensa mayoría, a la izquierda. No tardé, pues, en recibir mi jugoso encargo. Pero en la otra cola había un vecino a quien temo más que al Dios que me ha de matar, como decían mis abuelos. Fue verme y aferrarse de mi brazo como una lapa, o como las botas a las rocas. Y sin posibilidad de avanzar.

—¿Cómo sabía que se iba a ir la luz? —me preguntó asombrado.

—No lo sabía —le respondí educadamente—. Ha sido pura casualidad.

—¿Y qué opina usted —me preguntó sin más lógica que la de hablar— de las últimas medidas del gobierno?

—Pues si son las últimas, y no vamos a tener que sufrir más, están bien tomadas. Muy bien.

—¿Es usted partidario del gobierno? Algo así me temía yo.

—Pues no tema nada. No soy partidario de nadie.

—¿No le parece a usted que la democracia esta es totalmente imperfecta? Tiene que haber otra forma mejor de gobierno.

—¿Usted cree? La discusión —le dije soltándome de su zarpa— es tan vieja como la humanidad. Todo sistema político, señor mío, es creación humana. Y como tal, imperfecto.

—Sí —dijo volviendo a cogerme de la manga del chubasquero sin importarle que estuviera mojada— pero algunos serán mejor que otros.

—Mientras haya televisión, imposible. Y mientras no cambie el hombre, doblemente imposible.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —preguntó redoblando sus esfuerzos por retenerme.

—Nada, desde luego —respondí zafándome—. Pero los tiempos cambian, y algunos no se enteran. ¿Sabe? —le dije en un intento de tomadura de pelo a fin de que me dejara en paz—, el otro día un amigo, jubilado por cierto, fue al médico. Mejor dicho, a la enfermería del ambulatorio. La enfermera, una chica joven y muy atractiva, al enterarse de su edad, le hizo varias preguntas: cómo se llama el rey, en qué día estamos, etc. Y para terminar le hizo, de cabeza, restar de tres en tres desde el diecisiete hasta el cero. Al percatarse él de la jugada, le recitó la tercera declinación del latín, diciéndole, de añadidura, el presente de indicativo del verbo liar en griego…

Si quiere enterarse de las formas de gobierno, y de sus pros y sus contras, léase a Heródoto, aunque sea en castellano o español.

En ese momento, otro vecino, en la misma fila, estalló en carcajadas. El de la zarpa se dio cuenta, y no supo por dónde salir. Lo hizo por lo más fácil:

—A mí —dijo no sin cierta rabia— el latín y el griego me interesan bien poco por no decir nada.

—Me lo imaginaba. Pero si quiere enterarse de las formas de gobierno, y de sus pros y sus contras, léase a Heródoto, aunque sea en castellano o español, que tanto monta, monta tanto. Allí podrá enterarse de cuanto le interesa sobre las formas de gobierno.

—Yo necesito tratados modernos. No antiguallas.

—Pues ahí, querido vecino, no puedo serle de ninguna utilidad. Y ahora, si me perdona, me voy a comer antes de que se me enfríen las ricas viandas.

—No funcionan los ascensores, ya lo sabe, ¿no? —me informó el otro vecino.

—Claro, si no hay luz… Razón de más para despedirnos: como sabe, vivo en el último piso. Y llegar a aquellas alturas me va a costar lo mío.

—Pero veo —intervino el de las risas echándome una mano, a fin de no dejar hablar al otro—, veo —repitió— que va bien equipado. Esas botas suyas —dijo señalándolas— son una verdadera maravilla. Tengo unas iguales.

—Sí lo son. Al menos por las calles. Voy a probarlas ahora por las escaleras de la finca.

—Ánimo y buen provecho.

—Así sea.

Y sin más nos despedimos. Gracias a Dios no hubo más comentarios. Ahora bien, agradecí aquel breve descanso una vez me enfrenté a los empinados escalones. Las botas, todo hay que decirlo, funcionaron de maravilla. Yo, no tanto. Aun así llegué a casa con el hambre redoblada. La comida, gracias a su perfecto embalaje, todavía estaba tibia. No le di tiempo a enfriarse. Además, estaba contento por haber adquirido otro par de esas maravillosas botas. No se deslizaban. Da gusto caminar sobre seguro.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Plutarco, Vidas paralelas, Mario. Madrid, 2007. Biblioteca Clásica Gredos. Traducción de Juan M. Guzmán Hermida y Óscar Martínez García.
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