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Impotencia

jueves 19 de enero de 2023
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Impotencia, por Vicente Adelantado Soriano
Creo que fueron sus últimas palabras. Se hundió en el silencio a partir de entonces. Ravi Bwr • Pexels
¿No es verdad que a la vejez se le unen muchísimas desgracias?1
Aristófanes, Las avispas.

Fue cuando murió su marido. A las pocas semanas de su viudedad, y siempre con los ojos llenos de lágrimas, comenzó a clamar para que ni se nos ocurriera la idea de llevarla a ninguna residencia. Tampoco quería vivir con ninguno de nosotros. Deseaba permanecer en su casa y morir en ella. Sin molestar a nadie.

No fue posible la réplica: conservaba todas sus facultades mentales, y todavía podía valerse por ella misma. Además, aún soportándolas, con ninguna de sus nueras se encontraba a gusto.

—Cuando voy a tu casa, o a la tuya, o a cualquiera de las otras, no voy a casa de mi hijo —decía como si con ello hubiera dado con un argumento incontestable— sino a casa de mi nuera. Y la nuera no es nada.

Ninguna de ellas, no obstante, le había hecho ningún desprecio. Todo lo contrario.

—Son manías suyas —me dijo mi mujer—. No la vas a convencer de lo contrario. Dejadla tranquila. Y no te digo esto porque me moleste. Lo sabes.

Lo sabía.

Aceptó, pese a todo, que le compráramos un teléfono móvil, sencillo y de números grandes. Lo llevaba siempre encima. Debería llamarnos a cualquier hora y ante cualquier incidente.

¿Qué hago yo aquí? Ya lo he hecho todo en la vida. No le hago falta a nadie. Soy un trasto inútil.

Con delicadeza se le hizo aceptar, también, otro instrumento, un llamador. Se lo colgó del cuello. La conectaba con un servicio especial pensado para gente mayor que vive sola. Los hijos nos quedamos relativamente tranquilos. Ella, pese a todo, no dejaba de lamentarse:

—Mi madre —nos contaba con cierta regularidad— siempre me decía que algún día los vivos envidiaríamos a los muertos. ¡Cuánta razón tenía! ¿Qué hago yo aquí? Ya lo he hecho todo en la vida. No le hago falta a nadie. Soy un trasto inútil.

No me sorprendieron sus palabras: había vivido, primero, para su marido; luego para nosotros, sus hijos. Y cuando falleció aquél y los demás fuimos abandonando la casa familiar, ella se quedó sin nada que hacer, sin tareas. Vacía. Sin obligaciones ni ocupaciones. Según sus propias palabras era un mueble con polillas e inútil.

—Lo malo de esta generación —dije yo— es que han vivido para la familia. Olvidándose de ellas. Esta mujer, por ejemplo, como tantas otras, no tiene amigas, ni ninguna afición… La televisión y poco más. Ni libros, ni cine. Nada.

—Creo —me dijo uno de mis hermanos— que deberíamos turnarnos y sacarla. Llevarla a ver jardines, al teatro, a audiciones musicales, a museos…

Lo intentamos. Pero no lo soportaba: todo le aburría. No le decía nada. Era mejor dejarla en casa, obligarla a salir a pasear, siempre acompañada por uno de nosotros, y visitarla con cierta regularidad. Todos los hermanos teníamos nuestras obligaciones, por supuesto, pero nos fuimos turnando como buenamente pudimos. Poco tiempo estuvo sola.

Yo era quien tenía menos obligaciones. En consecuencia fui quien más tiempo pasó con ella. Mis relaciones con mi madre no habían sido especialmente fluidas en la casa paterna. Pero, no sé por qué, tras la muerte de mi padre, se me creó una enorme simpatía por ella. Me dolía su situación, e hice lo posible por hacérsela lo más llevadera posible. Descubrí, así, que le gustaba estar conmigo. Me aproveché de ello: algunas veces la llevé a comer a algún restaurante. Me confesó, haciéndolo, que le encantaba caminar conmigo del brazo.

—Como lo hacía con el ganso de tu padre —me dijo riendo.

Durante aquellas comidas y breves paseos fue contándome parte de su vida. Le encantaba hablar de su juventud, y de lo mucho que habían cambiado las cosas. Rara vez hablaba de su marido. Y cuando lo hizo no fue con gozo ni alegría. No era un asunto agradable para ninguno de los dos. Se divertía mucho, por el contrario, haciéndose la escandalizada cuando veía a alguna chica con una ropa que ella juzgaba más bien ligera.

—Si lo va enseñando todo —decía riéndose de buena gana.

Por supuesto exageraba.

Ahora hay más divorcios que nunca. En la vida se ha visto eso. Tanta falta de amor…

—A buenas horas —decía— mi padre me dejaba salir así de casa. Bueno. Allí mismo en la puerta me hubiera matado de una paliza.

—Tampoco es para tanto. Las cosas han cambiado mucho. Y para bien.

—Pues ahora hay más divorcios que nunca. En la vida se ha visto eso. Tanta falta de amor…

—Antes las mujeres no trabajaban. Ahora quien más y quien menos, tiene su carrera. Gana tanto como su marido, y no tiene por qué soportar a un tío, como dices tú.

—Sí. En eso tienes razón. Si yo me hubiera separado de tu padre, ¿dónde hubiera ido? A ningún sitio, desde luego. Ni a mi casa. Mi padre, bueno era él, no me hubiera dejado ni entrar… Creo que exagero un poco.

—Eso me parece a mí.                    

—Tú no te vas a separar, ¿verdad?

—No creo.

—Nunca digas de esta agua no beberé. Aunque tu mujer, Julia, es una buena chica.

—Madre —le dije—, mi mujer no se llama Julia.

No hubo forma de convencerla de lo contrario. No sé si comenzó ahí su claro declive. Pero recuerdo que a partir de aquel momento la realidad, gradualmente, fue dejando de ser la realidad para transformarse en cuanto ella se imaginaba o creía. Observé, al mismo tiempo, que su memoria funcionaba perfectamente cuando contaba cosas de un pasado un tanto remoto. Pero era incapaz de retener los sucesos más inmediatos. Y de los viejos tiempos, olvidó sus censuras y prevenciones. Llegó a contarme, alguna vez, situaciones un tanto escabrosas, y violentas, vividas con mi padre. No ignoraba algunos de aquellos hechos revividos ahora. No los conocía, desde luego, con la intensidad con la que mi madre me los contaba. Y así, conforme ella se hundía en un mundo de tinieblas, me fue introduciendo a mí en una vida familiar no del todo desconocida. Y más bien triste que otra cosa. Nunca me parecieron sus confesiones invenciones de la mente de una mujer casi analfabeta. Por suerte, no insistió mucho. Yo trataba de desviar su atención contándole cosas de mis hermanos y de sus nietos. Le podía contar la misma historia cien mil veces: nunca la recordaba. A menudo me miraba como se mira a quien oye contar algo sin entender nada. Sus ojos eran de una vaciedad que asustaba.

Me dolía mucho ir a su casa y estar con ella. No obstante, lo hice hasta el final.

Lo doloroso, ciertamente, fue cuando, una y otra vez, me preguntaba los años que tenía. O si trabajaba y tenía hijos. Sabía todo aquello, o, al menos, lo había sabido. No terminó ahí el declive: un día, al entrar en su casa, me preguntó con cara de asombro quién era yo y que hacía en su casa. No conseguía recordarme por más anécdotas de mi infancia que le contara. Me acordé entonces de cómo se produce uno de los reconocimientos de Odiseo en Ítaca. De pequeño me caí de la bicicleta. Me destrocé la rodilla derecha. Como consecuencia de aquel accidente me quedó una cicatriz bastante llamativa. Se la enseñé. E igual que la nodriza de Odiseo, supo, gracias a la antigua herida, quién era. Una leve sonrisa iluminó su cara.

—Siempre he tenido mucho miedo a la sangre —me confesó.

Se negaba a moverse de su sofá. Ni siquiera se acostaba en la cama. Pasaba los días sentada entre cojines.

Creo que fueron sus últimas palabras. Se hundió en el silencio a partir de entonces. Era imposible, por otra parte, sacarla a pasear. Se negaba a moverse de su sofá. Ni siquiera se acostaba en la cama. Pasaba los días sentada entre cojines. Siempre de cara a la televisión, que, por cierto, nunca conectaba. Parecía estar viendo una película propia. Tuve la certeza de que le molestaba mi presencia y la de mis hermanos: interrumpíamos aquella supuesta película. Difícil resultaba también hacerle tomar cualquier alimento. Me asusté. O, mejor dicho, se intensificó el miedo latente alojado en mi cuerpo desde que comenzara aquella triste situación.

Hacía tiempo había visto una película dirigida por Sarah Polley, Lejos de ella. Gira en torno al alzhéimer. Se me encogió el alma viéndola. Ahora, viviendo esa enfermedad en directo, se me hizo de noche.

No nos costó nada, a los hermanos, decidir que la madre no podía estar sola. Ni en casa de nadie. Lo mejor, pese a su negativa, y ahora ya no podía oponerse, pues apenas si se enteraba de algo, era una residencia. Nos pusimos a buscarla desesperadamente. Recurriendo a amigos, conocidos y a quien hiciera falta. No es sencillo conseguir una plaza en uno de estos lugares. Y, sin embargo, no hizo falta. Una tarde cuando, después de comer, me fui a pasar unas horas con ella, la hallé muerta. Estaba, como siempre, sentada en su sofá, rodeada de cojines y de cara a la televisión. Tenía los ojos cerrados. La película había terminado. Estaba descansando, durmiendo, tal vez reflexionando sobre ella. Noté, ante su fría presencia, que iba a estallar en sollozos. Me fui al servicio y me encerré. Luego, un tanto calmado, llamé a mis hermanos.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. Aristófanes, Las avispas. Madrid, 1987. Cátedra Letras Universales. Traducción de Francisco Rodríguez Adrados.
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