
Hay algo servil en el rigor y la coacción, y sostengo que lo que no se puede conseguir mediante la razón, la prudencia y la habilidad, jamás se conseguirá por la fuerza.1
Michel de Montaigne, Del afecto de los padres por los hijos.
De joven cuando emprendía algún viaje, más o menos largo, esperaba encontrarme una ciudad cambiada al regreso. Me sorprendía que, tras mi ausencia, todo siguiera igual. No había ningún motivo, como me dije ante mi asombro, para esperar ninguna novedad. Sin embargo, algo en mi interior la esperaba y la deseaba. Los repetidos viajes, no obstante, me curaron de tamaña insensatez.
Ahora, cuando regreso, lo único que deseo es descansar.
Recordaría aquel viaje como uno de los más largos e intensos que hice. Siempre, por supuesto, en busca de mis antepasados, entre ruinas griegas y romanas. Aunque no les hacía ascos a otro tipos de piedras. No obstante, nunca me iba mucho más allá del siglo X de nuestra era. El resto me parecía demasiado moderno. Carente de interés pues rara vez me inducía a la ensoñación. Todos tenemos nuestros límites.
Estuve en las ruinas de Ampurias, Emporion, de muy joven. En aquella época, todavía no había decidido muy bien mis preferencias, me fui al sur de Francia, con bicicleta, en busca de los cátaros. No los encontré. Pero sus explicaciones sobre la maldad del mundo, muy parecida a la de los órficos, me parecieron tan acertadas que reñí con la única novia que tuve por negarme, yo, como ellos, a tener hijos. Ella deseaba eternizarse. Fue al regreso de mi fallido viaje tras los cátaros cuando pasé por Ampurias. Apenas si vi las murallas, pues temía por mi bicicleta. No me alejé de ella ni diez metros. Entrar con la bici por las ruinas era un sacrilegio. El único guarda que había seguramente no me lo habría permitido.
Durante horas y horas pude disfrutar de las piedras, del mar y de la visita a la estatua de Asklepio.
Apenas recordaba nada de aquel viaje. El coche, bien cerrado, se quedó ahora en el aparcamiento. Y durante horas y horas pude disfrutar de las piedras, del mar y de la visita a la estatua de Asklepio. Me era tan familiar que hasta me sonrió y me guiñó un ojo. Estuve con él largo tiempo. A mí también me hubiera gustado, en otro tiempo, ir a Epidauro, dormir en su templo, y que curara aquellos ojos que tuve a fin de poder seguir leyendo sin descanso. Ahora veía perfectamente. El día estaba nublado. Llegaron a caer algunas gotas.
Cuando era joven, y me puse a estudiar clásicas, provocando gracias y chistes entre deudos, amigos y parientes, me dediqué con ahínco al griego. Leí todo cuanto pude en original y en diversas traducciones. En aquella época había una pregunta que me corroía, y que nadie me supo contestar: ¿en el Hades conviven griegos con bárbaros o cada uno tiene su fantasmal mundo específico? Leí y releí las obras clásicas, Iliada y Odisea, pero allí nada se dice al respecto. Y profesores y conferenciantes estaban más interesados en explicar los verbos y su evolución, así como las declinaciones, que en ir un poco más allá. Yo tenía querencia por el Inframundo.
En Francia, cuando fui en busca de los cátaros, había mucho emigrante español. No estaban muy bien vistos. El extranjero, el bárbaro, salvo que llegue con el bolso bien repleto, rara vez es bien recibido. En el Hades, sin embargo, no hay distinciones. Tardé años en averiguarlo, pero ahora ya lo sé. Allí no se trabaja porque no se come. Ni hace falta vestido ni lujos de ninguna clase. ¿Acaso el humo lleva traje y corbata? ¿O blusas y pantalones llenos de agujeros como se estila ahora haga frío o calor? Todo el mundo, tenga o no tenga, bárbaro o indígena, es bien recibido en el Hades. Por lo tanto, no. No. Es falso: lo de arriba no es igual a lo de abajo. Falso. Me percaté de ello nada más salir de las ruinas de Ampurias, Emporion, no sin antes haberme despedido, por enésima vez, de Asklepio. Tan solitario en un lugar tan apartado. Y sin sacerdotes.
De Ampurias me dirigí a Figueres. Me llamó la atención esta población por la enorme cantidad de emigrantes que encierra. Los hay para todos los gustos y colores. Los barrenderos son negros. Las verdulerías están en manos de los indios. Y los bares, entré a tomarme una cerveza, en manos de los chinos. Los nativos ocupan las tiendas de electrodomésticos y los restaurantes más o menos finos. Y a todos, en el Hades es el griego, se les impone el catalán como lengua vehicular. Yo lo estudié durante la carrera con un profesor mallorquín. Lo hablo con un fuerte acento y mucha soltura. Ahora bien, me encuentro más a gusto manejando el griego. No obstante, Cataluña siempre ha sido grata a mi corazón. Entre otras cosas porque su rey, Pere el Catòlic, allá en la Edad Media, murió defendiendo a los cátaros.
En el Hades, como los espartanos o lacedemonios, todos viven y comen en la misma sala.
Fui luego a Sant Pere de Rodes. Me contó el mismo protagonista, era un esclavo negro, dándole un toque de fantasía, sin duda, que allá por el siglo XI después de Cristo se escapó de no sé dónde, y se refugió en dicho monasterio. Pasó el resto de sus días encerrado en el cenobio. Como hermano lego. Y murió generando una cierta polémica. Hubo sus más y sus menos el día de su deceso: para unos había fallecido sin tener fe en el dios que habitaba aquellos muros, y era digno de condena, y para otros, aunque no la tuviera, era suficiente con la vida sufrida entre aquellas piedras para estar con los bienaventurados. En el Hades, por el contrario, como los espartanos o lacedemonios, todos viven y comen en la misma sala. No es muy grande, pero es suficiente. Fue muy bien recibido allí.
El cenobio tenía un aspecto fantasmal: estaba muy nublado. Una niebla densa cubría los vecinos montes. El mar se confundía con el negro cielo, y torres y campanarios parecían enormes gigantes de piedra envueltos en la bruma. No había nadie. Recorrí todo el recinto tratando de imaginar cómo sería la vida allí en aquellos siglos. Los monjes, si no eran cátaros, lo parecían: morían sin descendencia, que es la mejor forma de morir. Quizás por eso del monasterio no quedan sino ruinas. Conservadas como fuente de ingresos. Está bien que se preserven las cosas. No vi señales de los cubículos de los frailes. Me hubiera gustado visitar el del esclavo negro. No debió de tener una mala vida: seguro que tendrían una buena biblioteca, seguro que aprendió a leer y a cantar gregoriano, y fue feliz. Aunque tal vez añorara a alguna esclava y a algún hijito perdidos en alguna bestial matanza humana.
Tal vez muriera con los ojos puestos en aquella estela de mármol que tanto me gustó: Cristo apareciéndose a los discípulos después de resucitar. Quizás cerró los ojos con la esperanza de volverlos a ver en el más allá. Esa esperanza no sería tal si el pobre hombre había leído la Odisea: Odiseo, por más que lo intenta, no logra abrazar a su madre.
Pasé por la tienda de regalos. Me encantan estas tiendas. Me compré una camiseta de color negro y un lápiz. Fui atendido por una encantadora ninfa, que me regaló una figurita del monasterio. Me fui con la idea de dirigirme a Girona, pues allí vivió uno de mis grandes maestros. Quería recorrer las calles por donde pasó él.
Eran las seis de la tarde cuando llegué. La gente iba con chaquetas y jerséis. Yo me calcé la camiseta de manga corta acabada de comprar. Aparqué cerca del río. En una zona azul que nada tiene que ver con el cielo, pues hay que pagar para dejar allí el coche. Me acerqué a la máquina. Me seguían tres ninfas entradas en carnes y con unos vestidos tan ceñidos que sus abundancias parecían estar pidiendo permiso para reventar por alguna parte. Una de ellas, con las uñas largas, cuadradas y pintadas con puntitos brillantes, me preguntó hasta qué hora tenía que pagar. Por el acento entendí que no era ni catalana ni española sino emigrante. Riendo, y elevando la voz, tildó a políticos y policías de esto y de lo otro. “Pues, mi amor —me dijo—, me ha llegado una multa de quinientos euros por el parking”. “¿Y qué has hecho?” —le pregunté a mi vez asombrado. “Pues pasarme del tiempo de estacionamiento, ¿tú te crees?”. “Pues te has debido pasar muchas veces”. “Algunas, algunas —me dijo riendo—, pero estos… me las han mandado todas de golpe. Quinientos euros de multa, ¿tú te crees? Y ahora no llevo suelto ni para la máquina. ¿Lleváis vosotras?” —les preguntó a sus compañeras. No, tampoco llevaban. “Esperaos un momento —les dije a las tres gracias bien ceñidas—, voy a cambiar”.
En un bar, regentado por un chino, desconfiando de mí, me cambiaron el papel por las monedas.
Me fui volando a un cajero automático. No tuve dificultades en sacar dinero. Y en un bar, regentado por un chino, desconfiando de mí, me cambiaron el papel por las monedas. Cuando llegué ante las tres ninfas de peplos bien ceñidos, no habían pasado ni cinco minutos. “¡Qué rápido has sido, mi amor!” —me dijo la de las uñas. Le di varias monedas y los quinientos euros que debía. Se quedó boquiabierta. Protestó. No me los quiso aceptar. “¡Ay, mi amor —dijo—, no me habrás malinterpretado, ¿verdad?”. “Creo que no —le contesté—, tienes una deuda y el banco te la paga”. Y entonces lo comprendí: “No, no, no. No me malinterpretes tú a mí, mi amor, te lo doy, es tuyo. Y no me verás nunca más en esta vida. Te lo garantizo”. Tras varios tiras y aflojas, y más mi amor por aquí y por allá, aceptó el dinero por fin. Pude marcharme, pues, en busca de las calles que recorrió Josep Pla.
Descubrí en una plaza un monumento dedicado a él: tres enormes pilas de libros. Desde luego este hombre escribió tanto o más que el camarada Cicerón. Di varias vueltas por los alrededores en busca del carrer estret. No lo hallé. Volví al monumento.
Sentada en el pedestal de los libros estaba una señora china con su hijita. Deseando experimentar, me acerqué a ella y le pregunté por el mercat del lleó. Hablando un catalán casi perfecto, y sonriendo, me dio una detallada explicación.
Me dirigí hacia el coche pensando en el gran acierto de algunos refranes humanos: no te fíes de aquel que de servilleta sube a mantel. Algunos ministros de algunos países, hijos de emigrantes, están dictando leyes en contra de la emigración. El mejor policía siempre ha sido el viejo bandolero. Éstos pretenden en la tierra la separación de indígenas y bárbaros. Me pareció que Figueres y Girona se parecen más al Hades, donde todo el mundo tiene cabida. Me fui a dormir junto a la estatua de Asklepio.
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