
El plural es importante, ya que la soledad no siempre se experimenta de la misma manera.1
Fay Bound Alberti, Una biografía de la soledad.
Acabadas las clases, y los trabajos burocráticos de poner notas y rendir cuentas del propio y ajeno quehacer, terminé muy cansado. No tenía ganas de nada, ni de leer, pasear o estudiar, así que pasé a saludar a mi vecino. Siempre soy bien recibido por éste. Y siempre me ofrece una copa de buen vino. A veces, brindando, recuerda al arcipreste, y me dice que debemos esforzarnos por hablar lo mejor posible, por el vino, por Juan Ruiz y por el vecino. Le hago caso, por supuesto.
—¿Qué tal se preparan las navidades? —me preguntó nada más entrar en su casa.
—Como todas —le contesté—. Sin novedad ni en el frente ni en la retaguardia. Y usted, ¿qué tal?
—Con un toque de melancolía. Creo que resulta inevitable en estas fiestas. Al menos para mí.
—A mí me sucede tres cuartos de lo mismo.
El que en invierno viste de verano, no le preguntes cómo le ha ido el año.
—Ayer salí a caminar. Bien temprano. Quería sentir el frío en mis carnes. Me abrigué. No crea que fui por la calle en manga corta.
—Espero que no. Ya sabe lo que dice el refrán: el que en invierno viste de verano, no le preguntes cómo le ha ido el año.
—No es mi caso. Me abrigué bien. Cosa que puedo permitirme. Pero apenas había dado dos pasos, vi las alegres luces del circo. El que montan todos los años en un descampado próximo. Y me alegré mucho. Me recordó escenas de mi infancia. Y de mi familia.
—¿Los echa de menos? Perdone. Pregunta estúpida.
—No, no es una pregunta estúpida. Sí, a veces los echo de menos. A veces me gustaría que las cosas hubieran sido de otra forma. Pero, creo, ni pude hacer nada entonces, ni puedo hacer nada ahora por cambiar lo vivido.
—Puede seguir el sabio consejo de Séneca: aquello contra lo que nada puedas tú, que nada pueda contra ti.
—Tan buen consejo como difícil de llevar a la práctica, aunque eso el tiempo lo logra sin ningún esfuerzo… Nada se puede hacer. A veces creo que hay una especie de destino…
—Es posible. Y cuanto más se hace por escapar, caso de Edipo, más se hunde en él. Lo importante, creo yo, es no culpabilizarse por nada. Échele la culpa a los dioses —dije intentando suavizar la conversación.
—No, francamente, no me culpo de nada. Aunque, cierto es, a menudo pienso que debería haber sido un poquito más inteligente. Actuar, no sé, de otra forma. Pero aun así no hubiera logrado nada: mi ex mujer es como es, y no resulta nada fácil convivir con ella. Quizás estar solo sea una bendición.
—La soledad es uno de los graves problemas de nuestro tiempo. Al menos en lo que respecta a las personas mayores.
—Es la eterna pregunta que me hace la enfermera cada vez que voy al ambulatorio. Al principio le mentía. Tal vez por un toque de pudor o vergüenza. Le decía que vivo con mis hijos inventados: un chico y una chica. Pero el otro día tuve problemas. Un mareo. Ir del sofá al aseo era como ir en una barquita por alta mar y en plena tormenta.
—Tiene mi teléfono. Me puede llamar. Soy de sueño ligero…
—Lo sé. Gracias. Fui al ambulatorio. Dije la verdad. Y me han dado una especie de medallón de plástico. Lo llevo colgado del cuello. Tiene un botón. Se presiona y desaparecen los problemas… He entregado una copia de las llaves de casa. En caso de emergencia, pulso ese botón, y vienen rápidamente a por mí. La verdad, es un alivio.
—Ciertamente hay cosas que son una verdadera maravilla… Y personas que no sé cómo calificarlas. Lo mejor del género humano.
—Y personas con suerte. Esto me ha hecho pensar en lo mal que lo deben estar pasando los emigrantes. Ahora está de moda decir migrantes…
—Una necedad. No me gusta la palabra. Me recuerda las migrañas. Yo también la prefiero con el prefijo ex. Salir de un sitio, abandonarlo.
He tenido alumnos emigrantes. Si son africanos o europeos, tienen más posibilidades de integrarse. Pero imagínese un chino.
—A la fuerza, casi siempre. Por no decirle siempre. Esta gente llega aquí sin nada ni nadie. ¿Qué hacen si a uno le da un mareo o un infarto o lo que sea? Muchos de ellos no tienen ni médicos ni enfermeras. Ni conocen el idioma.
—Ni amigos. Ni parientes. He tenido alumnos emigrantes. Si son africanos o europeos, tienen más posibilidades de integrarse. Pero imagínese un chino. Cambian de idioma, de escritura, de cultura, de todo…
—Y encima las mafias los explotan todo cuanto pueden y más. Sin importarles las personas.
—Hay mucho hijo de su madre por ahí.
—¿Qué tienen esas personas en la cabeza o en el corazón?
—No lo sé. Y si quiere que le diga la verdad, no lo quiero saber. Sólo deseo, y eso es una bendición del cielo, mantenerme bien alejado de ellos.
—Eso mismo ha sucedido con el abandono, por cuestiones políticas, de las residencias de los mayores. He ido a visitar alguna por si, algún día, ya no puedo valerme por mí mismo, para ingresar donde me admitan. Y, sinceramente, prefiero agonizar solo, tirado en el suelo de mi casa, dándole al botón del medallón, que estar allí.
—Le vuelvo a recordar que tiene mi teléfono —dije un tanto tontamente.
—Lo sé. Y se lo agradezco. Pero el problema es más profundo que eso. La soledad de las personas mayores es terrible. Las mujeres de la generación anterior a la mía fueron educadas para vivir para la familia. Y se desvivieron por ella. Pero fallecido el marido, y casados los hijos, se terminó su misión. No tuvieron vida propia… Estaban en la residencia, las afortunadas, sentadas en sus sillas de inválidas, despeinadas, vestidas con un mísero batín, con un calcetín de cada color, y con la expresión de estar viendo un abismo… Lanzaban miradas como pidiendo una mano amiga… Y nadie les hacía caso… Salí de allí verdaderamente angustiado. Tanto orgullo y tanta imbecilidad para terminar como terminamos…
—Las etapas intermedias tampoco son mejores. Por lo que veo entre la gente joven, la soledad se está convirtiendo en el problema de nuestro tiempo. Pese a todo cuanto me dice, usted es un afortunado: ha sabido crearse aficiones, intereses… Está activo, lee, oye música, sale a caminar. Se interesa por los vinos…
—Sí. Tiene razón. De ahí la importancia de la educación. En una de las residencias que visité estaban todas las mujeres sentadas frente a la televisión, dormitando, sin hacer nada… Y ¿sabe que fue lo más terrible? Ver a una mujer joven llorando a lágrima viva: su madre ya no la había reconocido. Una y otra vez le preguntaba quién era…
—Yo también he vivido una experiencia similar: con una alumna asiática a la cual sus queridos compañeros no dejaban de molestar. La pobre chica lloraba por los pasillos desconsoladamente. Sin nadie que le dirigiera una palabra… Ni aun así dejaban de acosarla sus compañeros. Esos que llevan la bandera nacional hasta en los calzoncillos. Más de una vez estuve tentado de coger a uno de estos por ciertas partes y apretar hasta hacer una tortilla bien patriótica.
—Ni se le ocurra. Se busca la ruina. Y usted, ¿no se encuentra solo?
No estuve solo ni un sólo momento. Fue una pequeña tortura, si quiere, pero me llenó de alegría…
—Sí, muchas veces. Pero creo que también tengo la suerte de tener mi vida propia: mis intereses, mis libros, mis traducciones y mi pueblo.
—¿Conserva las raíces?
—Hasta cierto punto. Y eso me ha hecho ahondar en la angustia de los emigrantes, de aquella alumna mía… El otro día fui a mi pueblo. En un restaurante próximo me conoció no sé cuánta gente. Todo fueron abrazos, saludos… No comí solo. No estuve solo ni un sólo momento. Fue una pequeña tortura, si quiere, pero me llenó de alegría… Los emigrantes, por el contrario, lo han perdido todo. Ningún amigo de la infancia los va a reconocer en ningún bar. Ni los olores de las comidas los retrotraerán a la infancia…
—Dentro de lo que cabe —dijo sirviendo la última copa del buen vino—, somos unos afortunados.
—Por el vino y por la vecindad.
—Usted lo ha dicho. Por nosotros y las buenas personas —dijo levantando su copa y entrechocándola con la mía.
—Por la buena gente. Y por Antígona.
—Sea —respondió sonriendo—. Siempre ha de meter usted algún mito por el medio.
—Un defecto como otro cualquiera. Qué le vamos a hacer.
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Notas
- Fay Bound Alberti, Una biografía de la soledad, Alianza Editorial, Madrid, 2022. Traducción de Lucía Alba Martínez.